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Cultura, grupo familiar primario y grupo interno
ОглавлениеEn trabajos anteriores (Arbiser 1984, 1985a, 1985b) me había propuesto explorar la viabilidad de enfocar el psiquismo humano desde la vertiente de la psicología social, entendiendo como tal la relación del individuo con su medio sociocultural. En ese sentido fui animado por las influencias de Enrique Pichon Rivière y de José Bleger. Respecto del primero, su vida y su obra apuntaron en esa dirección, tal cual el mismo lo reconoce explícitamente (Zito Lema, 1976); respecto del segundo basta recordar su crítica a la noción del hombre como “ente aislado”, “quintaescencia del individualismo llevado al campo científico” (Bleger 1967, p. 10). Me pareció que desde esta perspectiva dialéctica se dotaba a la disciplina psicoanalítica de una mayor dinámica, la hace más dúctil y flexible, lo que permitiría al operador ejercitar más plenamente sus posibilidades creativas, sustrayéndolo de la “sustancialización” y los deslizamientos dogmáticos.
En la ya mencionada publicación anterior (Arbiser 1985a) había planteado algunos aspectos de esta interrelación del individuo con su medio social, presentes en el cuerpo teórico del psicoanálisis, aunque sin ser visualizados desde esta perspectiva. Me refería a la constitución del superyó por un lado, y a la instalación de la neurosis de transferencia por el otro: en el primer caso se trata de una estructura intrapsíquica resultante de una decisiva trama de relaciones interpersonales, a saber: el superyó, heredero del complejo de Edipo (Freud 1923); en el segundo caso, en sentido inverso al anterior, la constelación intrapsíquica de la cual depende el síntoma, se despliega en la relación interpersonal con el analista, entonces la neurosis sintomática se transforma en neurosis de transferencia (Freud, 1914, 1916-1917). Asimismo, en el terreno de la psicopatología, más específicamente en lo referente a la etiopatogenia, había ensayado en ese trabajo reformulaciones de lo que llamamos series complementarias y los beneficios secundarios de la enfermedad en tanto se ponen en juego las relaciones del sujeto con su medio social.
Enfrentado ante la repetida y dilemática polémica acerca de la preeminencia genética entre el individuo y la sociedad (Tarde-Durkheim) entendí que esta controversia sólo puede superarse en tanto se considere al ser humano como la resultante del encuentro entre el Homo sapiens y la cultura, cuya impronta reprocesa lo biológico en el nivel de los fenómenos psíquicos. Freud, en un temprano trabajo (1983) en que diferencia las parálisis histéricas de las neurológicas, establece cómo la cultura, el pensamiento popular, reprocesa la neurología y la anatomía. En contraste con otras especies de la escala zoológica, el neonato humano, dada su precariedad para afrontar la supervivencia en virtud de su prematuridad (Freud, 1926), debe completar, por así decirlo, su gestación en el medio cultural que le proporciona el soporte para la supervivencia (Freud, 1927) y que lo determina decisivamente en su peculiar condición humana. El grupo familiar primario es –en su estructura grupal y en su peculiar dinamismo– el vehículo de la cultura en la tarea de transmitir al recién nacido su propia versión del mundo significante que entrará en una compleja interacción con la dotación biológica, configurando su desarrollo evolutivo. Desde el sujeto, tal como lo permiten dilucidar los hallazgos del método psicoanalítico, este proceso se despliega –a grandes rasgos– en un creciente interjuego entre la fenomenología libidinal narcisista (omnipotencia, idealización, persecución y desdibujamiento de las diferencias y de los límites temporo-espaciales) y las restricciones sucesivas a partir del destete, el control de esfínteres (moral esfintereana) y el decisivo complejo de castración que, peculiares en cada relación sujeto-grupo familiar, contribuyen a un nuevo ordenamiento, definición y organización de lo libidinal, estableciendo las normas de prohibición y aquiescencia en los intercambios humanos. El trabajo de duelo (Freud, 1917) y las correspondientes secuelas de identificación, irán presidiendo todo ese interjuego Narcisismo-Edipo, que en condiciones ideales llevaría a: a) la aceptación de la alteridad versus la especularidad destete-triángulo edípico; b) la aceptación de la brecha generacional, diferencia adultos-niños: control de esfínteres, pulseada esfintereana, y c) la aceptación de la diferencia de sexos: complejo de castración. Y, finalmente, a), b), y c) preparan para la aceptación de la finitud de la vida, una vez que en la adultez se elabora la “crisis de la edad media” (E. Jacques, 1966).
En síntesis, entonces, el grupo familiar cualquiera que sea la forma que hubiera tomado en el transcurso de la historia (Freud, 1913), constituye el mediador entre los universales de la cultura y el ser biológico, prematuro e inerme, que deviene humano por esta impronta. Su lectura de la realidad cultural y la particular implementación de sus universales proveen el discurso primero que dejará sus huellas en los más tempranos procesos identificatorios, base para la estructuración y aprendizaje de los roles sociales elementales: hijo, hermano (par), madre, padre. Para Freud (1921), objeto, modelo, rival y auxiliar. Acá me permitiría incluso discutir el contundente argumento con el que Freud (1921) contradice a Trotter, sostenedor de la existencia de un instinto gregario innato. El principal argumento de Freud es que la emergencia de angustia en el niño “que está solo no se calma a la vista de otro cualquiera ‘del rebaño’...” (p. 113) y que “es la expresión de una añoranza incumplida” hacia la madre. Sin embargo, ni Freud ni Trotter toman en cuenta que la impronta sociocultural (en el nivel general de análisis) se impone en el neonato a través del grupo familiar primario (en el nivel concreto de análisis) con el cual se producen los intercambios libidinosos-agresivos y las emociones concomitantes. No debe perderse de vista la función del grupo familiar como componente básico de la cultura, que funciona transmitiendo la visión particular del universo significante con el que el recién nacido interactúa. Algunos párrafos más adelante, Freud reconoce la significación del grupo familiar primario en la estructuración de los vínculos sociales a partir de la rivalidad y los celos, y concluye el capítulo diciendo: “Osemos por eso corregir el enunciado de Trotter según el cual el ser humano es un animal gregario (Herdentier), diciendo que es más bien un animal de horda (Hordentier), el miembro de una horda dirigida por un jefe” (p. 115). ¿Qué otra cosa podría ser la horda primitiva sino una proyección histórico-mítica del grupo familiar primario de carácter autoritario? En síntesis, mientras que Freud opone madre versus semejante (cultura), a mi entender, es la madre quien la encarna y constituye su vehículo. Mientras que para él dicha cultura es un subproducto del hombre y nace con las consecuencias del parricidio (religión-moral-sociedad) (1912-1913), para mí, cultura y hombre son indisociables e inconcebibles el uno sin el otro. Lo que sí acordaría con Freud es la gravidez del mítico acontecimiento en el cual se puede advertir el punto de inflexión entre un modelo de sociedad autoritaria y la sociedad legal. Las oscilaciones en que se debaten las sociedades alrededor de este punto pueden observarse aun en nuestros días.