Читать книгу El grupo interno - Samuel Arbiser - Страница 22
Ilustración clínica
ОглавлениеA continuación pasaré a relatar la evolución psicoanalítica de una paciente, tomando en cuenta la visión en perspectiva del caso, en tanto que se encuentra actualmente en el proceso de terminación de su terapia. El recorte que haré del relato tiende a puntualizar la importancia de la estrategia del abordaje, que considero singular para cada paciente. En este orden de cosas siempre me ha intrigado el hecho de observación que creo compartir con muchos colegas en el sentido en que dentro de cierto margen, un analista funciona de manera diferente con sus distintos pacientes e incluso con el mismo a medida que el proceso terapéutico evoluciona. Esto sería el dato observacional que conlleva a la concepción más abarcativa de la complementariedad estilística. Adelantándome a las conclusiones del caso que se expone, mencionaré que esta paciente se presentó y fue desplegando en el curso del tratamiento una fachada de estilo lírico que fue dando lugar, en la medida de mis aciertos, al surgimiento del estilo dramático con impacto estético. Asimismo, otra fachada preponderante en esta paciente correspondía al estilo reflexivo que, al ceder, fue dando lugar al estilo dramático con suspenso. Me extenderé más sobre este último aspecto en tanto me interesa reflexionar acerca del tema contacto; reflexión suscitada en el trabajo analítico con esta persona. El término contacto alude a la acción y efecto de tocarse [del latín cum - tangere - tetigi - tactum]. Así es usado, pero además el uso idiomático le adjudica por extensión el sentido de conexión a mayor distancia, lo cual confirmaría un continuum entre un primitivo contacto piel a piel vinculado a una primitiva relación sincrética (Bleger 1967) con la preponderancia del código viscero-motriz (código fisiológico) y la paulatina separación y diferenciación, ocupando la brecha resultante el sistema simbólico (código dígito-verbal) en relaciones interpersonales más discriminadas.
Se trataba de una muchacha soltera de apariencia agradable, más bien bonita, que contaba con 23 años cuando me consultó en el último trimestre de 1977. Poco tiempo después, cuando ya tenía una más amplia perspectiva de sus características, la apodé, en la intimidad de mis reflexiones “la chica del Raven 100”. Me había relatado en una sesión, entre divertida y sorprendida, que una estudiante de psicología, a los fines de su propio entrenamiento, le había tomado esa prueba de inteligencia y que había obtenido ese resultado: corroboraba mi propia opinión de ser una persona altamente dotada intelectualmente. Su motivo de consulta estaba referida a sus repetidos fracasos afectivos y a un temor de verse envuelta en una declinación irrecuperable de su persona, motivada por su pretendida “promiscuidad”. Un falso embarazo y la amenaza de un posible aborto, la decidió finalmente a la consulta luego de una (para ella) desenfrenada carrera de relaciones afectivas fugaces, poco gratificantes en donde jugaba a ganar o perder (envidia fálica) con sus ocasionales parejas. Eran discusiones “intelectualoides”, “pulseadas” en que si se acostaba terminaba humillada o, si no se acostaba, triunfaba sobre el oponente. Sin embargo, el antecedente que considero más interesante a los fines de este “recorte” de historia analítica lo constituían sus análisis anteriores. Había iniciado su primer análisis –que duró seis o siete años–, con una analista mujer, cuando contaba 3 años. Luego de los 12 a los 15 años, se trató con otra analista mujer, con quien retoma a los 18 años e interrumpe a los 21 por un desacuerdo con ésta, por otro lado muy respetada y admirada intelectualmente. Entre sus antecedentes históricos cabe consignar que el motivo de la iniciación del primer análisis fue la irrupción de un eczema extendido y preponderante en sus miembros inferiores, especialmente entre los dedos. El motivo de su segundo tratamiento fue un intento de violación del que salió físicamente ilesa. Un individuo que la siguió por la calle, la acorrala en la escalera de su casa, la amenaza con una navaja y expone su pene. Ella gana tiempo “conversando” hasta que se escuchan ruidos y el sujeto huye. El análisis de los 18 a los 21 años, fue motivado por la ruptura con un novio con quien estuvo a punto de casarse. Su madre y los conflictos con ella ocupaban un primer plano de su material. La describía como joven, moderna e informada. Su padre, un profesional próspero, exitoso y serio, era para ella alguien lejano, sin existencia propia ni sentimiento de relación directa con él sino a través de la omnipresente madre. Solamente el adelantarse a sus necesidades económicas era una forma de contacto que evitaba toda connotación afectiva posible de ser vehiculizada por ese suministro. Su único hermano, un joven profesional promisorio dos años mayor –significativa fuente de su temprana conflictiva por su condición femenina–; él siempre se sintió superior a ella y se lo hizo sentir. Era el “candidato” a “marido perfecto” ganado por la odiada cuñada de la paciente, para colmo, de su mismo nombre. En uno de sus primeros sueños, aparece con la cuñada “mirando vidrieras y en ellas ropas de mujer”. Además de los elementos transferenciales del sueño, se podía sospechar que sus fracasos afectivos la habían convencido que para ella se abría un gran abismo ante la mujer ideal –su cuñada– que era y tenía todo lo que ella anhelaba y deseaba.
Durante los dos primeros años de análisis, la paciente impuso la condición de permanecer sentada en el diván durante las sesiones. Para cualquier analista, esta alteración del setting haría imaginar la más diversa gama de interpretaciones, dado el antecedente del intento de violación, que fueron ensayadas. Así fue, y cuando esta insistencia interpretativa llevó casi a una situación insostenible de desafío, espontáneamente se recostó en el diván y continuó en adelante su análisis de esta manera. Desafío visible en esta viñeta:
P.: ...me pregunto cuándo empezaremos a profundizar en el análisis...
A.: Si yo o usted empezamos a jugar a ver quién gana, podríamos fracasar como en su relación con R y evitar tocarnos afectivamente.
De entrada, dada su dilatada experiencia en análisis, advertí que debía utilizar un lenguaje coloquial, llano y desmitificante –no exento de respetuoso sentido del humor– y que en ella, como en otros pacientes, no sólo era importante acertar en lo que le decía sino en el cómo lo decía. Estimé que las interpretaciones inteligentes o profundas que ella me pedía sólo servían para hacerme jugar una “pulseada” intelectual con ella, para reforzar su creencia en los mecanismos de agudeza mental en detrimento del contacto afectivo y corporal; pero básicamente, debía encontrar la forma de diferenciarme de sus idealizadas analistas anteriores en tanto me veía como a su para ella inconsistente padre subsumido en su supervalorada e inalcanzable madre. En este sentido fueron cruciales las alternativas de su primer casamiento. Al promediar el primer año de análisis conoce a T –un joven estudiante universitario visiblemente incompatible con ella, no sólo en el plano intelectual, sino también en el social, económico y cultural–, con quien finalmente se casa y con quien tiene su primer hijo. Acá despliega toda su artillería tratando de que, por medio de interpretaciones “sugerentes”, yo la ayude a decidir acerca de la viabilidad de esa unión. Si bien yo estaba convencido –al igual que ella– de la inviabilidad de aquel matrimonio, también estaba convencido de que ya era una resolución inapelable y que, de todos modos, se iba a casar. Me reprocha que con sus analistas anteriores había sentido la seguridad de que en definitiva siempre la salvaban y le permitían las mejores opciones. Yo le señalo que yo no estaba demasiado seguro si ella necesitaba las mejores opciones delegadas en mí o sus padres o si ella podía asumir o ensayar sus propias opciones aunque no fueran las “mejores”. Así, puede sustraerme de la situación paradojal en la que intentó encerrarme, lo que implicó diferenciarme de sus analistas anteriores, a la vez que le permitió a ella tener una nueva versión del análisis. Por otra parte, se hizo evidente que esa elección representaba para ella su propia imagen denigrada. Posteriormente, pude convencerme de que al permanecer sentada en el diván ella me vigilaba, no sólo por temor a la violación y por el triunfo final sobre el violador, sino que no acertaba a terminar de estudiarme, en tanto yo evitaba que me ubicara en los roles de sus analistas anteriores, de quienes no tenía dudas de su solvencia intelectual, y decidir acerca de mi solvencia como analista. Hace poco tiempo, ya con la fecha del alta del tratamiento, me confesó que en su momento no supo por qué, pero que luego, cuando en una interpretación yo le había insinuado que ella no estaba segura si yo era un “boludo”, se recostó en el diván cuando pudo dejar de desconfiar y sentir que yo me anticipaba a sus miedos y suspicacias. Era decisivo que sin descalificar sus análisis y analistas previos yo pudiera entrar en una relación directa, no mediada con ellas.
P.: ...Usted me recuerda a un humorista de T.V.: Gila...1 por su sentido del humor...
A partir de esos dilatados escarceos, y de poder poner en evidencia el significado defensivo con que a veces utilizaba su intelecto, surgió más claramente el problema del contacto corporal y afectivo. Yo me daba cuenta de que mi entonación y mis palabras intentaban “tocarla”, entrar en contacto. También en mi comportamiento; cuando ella me traía fotos, yo las miraba con ella y hacía comentarios prudentes, pero no analíticos y sólo sesiones más tarde hacía alguna alusión interpretativa al sentido de traerme fotos, que en general eran una forma de entrar más en contacto personal, que el setting a veces impedía. Todo esto permitió la emergencia de un material en el que se hizo evidente su relación conflictiva infantil y actual con su madre. Esta cumplía con todos los requisitos de una madre joven, moderna, culta y muy generosa. Siempre fue comunicativa y comprensiva. Desde que la paciente había sido muy niña tenían diálogos de “amigas” conformando entre ellas un microclima de consenso en que ellas y todo el grupo familiar “eran muy especiales”. Las consecuencias indeseables de esta relación de amigas entre la paciente y su madre me llevó a ponderar y reparar en la importancia teórica de la diferencia adulto-niño (brecha generacional). Por otra parte, la madre siempre se jactó de su “modernismo” en tanto que al nacer la paciente decidió, apoyada por su médico, suprimir la lactancia natural por la lactancia artificial, “más científica y racional”.
P.: ...a veces tengo la sensación que no puedo contactar con las cosas o las personas, es como si estuvieran detrás de un vidrio...
A.: Ahora me resulta más claro entender que cuando usted me pedía interpretaciones más profundas e inteligentes aludía, como su mamá y su médico a algo más científico y racional, y así interponer un vidrio a la posibilidad de que nos tocáramos.
Posteriormente, según pude deducir de su material, en la infancia y la adolescencia estuvo más reforzado el diálogo intelectual con su entorno que el contacto afectivo personal. Era una niña que jugaba sola, se pasaba horas bailando –aprendía danzas– y allí daba rienda suelta a su imaginación. Aparte, se pasó casi toda su infancia, adolescencia y juventud en análisis –“ella era muy enferma”– lo cual, quiérase o no, implica un reforzamiento de la preponderancia de la comunicación verbal en las relaciones interpersonales. Además, como es sabido, en el análisis es necesario, para su dinámica, una aceptable “introspección crítica” (conciencia de enfermedad) por parte del paciente. Sin embargo, en esta paciente, esta introspección crítica favorecía su hiperresponsabilidad culposa, reemplazando la moral convencional por una “pretendida moral psicoanalítica”. Al lado, y disociado del contexto mítico “eres muy especial”, estaba el “eres o soy muy enferma”, “no sabemos qué hacer contigo”, “que se arreglen los analistas con la loca”, por otra parte “qué padres modernos y comprensivos que somos que te mandamos a analizar”.
En la situación analítica, cualquier padecimiento somático “funcional” u “orgánico” pasajero por el que atravesaba, era motivo de un minucioso análisis, en la búsqueda de los “motivos inconscientes”, culposamente perseguidos. En una sesión de esta índole, le dije que la iba a desconcertar por lo que iba a decirle, porque muy trabajosamente estaba intentando darme todos los elementos para que le hiciera una interpretación de la causa de su padecimiento, pero que yo me preguntaba simplemente por qué no iba a consultar con un médico clínico. Al principio quedó algo desconcertada, pero un tiempo después reconoció que esto la había aliviado, en tanto creía que consultar al médico era traicionarme, no queriendo “ver los problemas que ella somatizaba”. Algo similar había ocurrido con el intento de violación. Se sentía intensamente responsable y culpable por el episodio: en el análisis anterior “había visto que se trataba de su curiosidad de ver el pene”. Para mi reflexión me resultaba penoso comprobar cómo el cliché psicoanalítico soslayaba su condición de víctima. Luego de aquel penoso episodio, se había sentido por varios años acorralada. Sentía terror de movilizarse sola por las calles, pero estaba impedida de pedir ayuda dado que ella, como todo el consenso “psicoanalítico-intelectual” que la rodeaba, lo sabía “que toda víctima de una violación es inconscientemente promotora de la misma...”. Por consiguiente debía sofocar su agorafobia a costa de un intenso sufrimiento no compartible ni con su familia, ni con su analista, ni con ella misma. Acerca de esto, también recientemente, cuando faltaban pocas semanas de análisis, me confesó que yo había sido la primera persona importante de su mundo, que la había reconocido también víctima indefensa de una agresión sexual sádica, a pesar de que conocía las interpretaciones cliché que se hacen en esos casos.