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Enrique Pichon Rivière
Ginebra 1907 - Buenos Aires 1977
A principios de siglo XX la Argentina aparecía –a los ojos del mundo– como uno de los países más prometedores en cuanto a prosperidad, libertades y oportunidades de ascenso social. Atraídos por dichas promesas, ingentes cantidades de europeos se lanzaron a jugar su suerte en estas tierras. Entre estos, la familia Pichon Rivière. Cuando Enrique tenía 3 años llegaron a este país y se instalaron en el agreste Chaco, todavía amenazado en aquel tiempo por los malones de los indios guaraníes. A sus 8 años se trasladaron a la provincia de Corrientes, e instalados finalmente en la ciudad de Goya donde su madre funda el Colegio Nacional. El deporte, la poesía y la pintura conforman la pasión de la niñez, adolescencia y juventud de Enrique. Confiesa, en sus conversaciones con Vicente Zito Lema (1976), que la lectura del Conde Lautréamont, Rimbaud y Artaud fueron una influencia constante en su pensamiento; en 1946 publica “Lo siniestro en la vida y en la obra del Conde de Lautréamont”. En Buenos Aires frecuenta la bohemia literaria, periodística y artística de la exuberante intelectualidad porteña. Una vez obtenido su título de médico en 1936, ingresa en el Hospicio de las Mercedes donde pone en práctica su inagotable inventiva innovadora en la atención psiquiátrica; inventiva innovadora que no armonizaba con las anquilosadas estructuras siquiátricas de la época, que terminan expulsándolo. Es justamente en este ámbito donde se gesta el germen de lo que sería, en 1958, “la experiencia Rosario”1 en que nacen los grupos operativos con las correspondientes nociones de emergente y portavoz. Hasta aquí se perfilan su singular faceta de innovador de la psiquiatría y su interés por la articulación de la psicología individual y grupal.
Su pasaje por el psicoanálisis en los inicios de los años 40 tampoco fue inocua y deja también su impronta revulsiva e innovadora. A tal punto que se lo podría considerar como el iniciador e inspirador de una corriente, a mi juicio original, que denominaría la vertiente psicosocial del psicoanálisis argentino (Leone, María Ernestina, 2003). Figuras como David Liberman, José Bleger, Willy y Madeleine Baranger, Horacio Etchegoyen, entre muchos otros, plasmaron gran parte de las ideas pioneras de este inquieto creador. Sin embargo, tampoco su relación con el psicoanálisis y con la institución que lo albergaba fue del todo armoniosa. En contraste con la mayoría de los consagrados psicoanalistas de su época, y por qué no, también actuales, que velaban y velan por una identidad psicoanalítica netamente definida y una pureza conceptual no contaminada, Enrique Pichon Rivière, en cambio, no ponía esos límites tajantes o excluyentes, tanto en la clínica como en la teoría. No se centraba en la diferencia entre la atención psicoanalítica y la psiquiátrica, tampoco entre el grupo y el individuo, ni en la exclusividad de las fuentes conceptuales del psicoanálisis. Como ilustrativo de estas afirmaciones se puede citar su trabajo “Empleo de Tofranil en psicoterapia individual y grupal” (1960). Tampoco su patrimonio conceptual se nutría exclusivamente de fuentes psicoanalíticas, sino además de la noción de praxis que partía del marxismo y de la filosofía sartreana, de la Teoría del Campo de Kurt Lewin, de la Teoría de la Comunicación de G. Bateson y del Interaccionismo Simbólico de George H. Mead, entre muchos más. En cuanto a sus fuentes psicoanalíticas también puede destacarse la amplia base de autores de la época; pero no puede ocultarse su mayor adhesión a una psicología de las relaciones de objeto, en ese entonces lideradas por Melanie Klein y Ronald Fairbairn. Esta peculiaridad del pensamiento pichoneano que he intentado subrayar, nutrido de una riquísima y variada experiencia vivencial y una no menos variada formación intelectual, debería compadecerse con un imprescindible esfuerzo de integración para dotar de coherencia lo aparentemente heterogéneo de dicho pensamiento. “Aparentemente” en tanto su cosmovisión científica tomaba como punto de partida una concepción que podría calificarse de totalizadora o copernicana versus la habitual cosmovisión ptolomeica, centrada en el individuo. La siguiente cita de J. Bleger (1963, p. 47-48) debería ser esclarecedora de este punto: “todos los fenómenos humanos son, indefectiblemente, también sociales [...] porque el ser humano es un ser social. Más aún, la psicología es siempre social, y con ella se puede estudiar también a un individuo tomado como unidad”. A mi juicio la noción pichoneana de grupo interno como configuración del psiquismo, así como el ECRO como el bagaje conceptual con el que abordamos todo objeto de indagación, constituyen la claves decisivas y necesarias que dotan de sentido el antes mencionado esfuerzo de integración. El primero como instrumento articulador de lo individual y colectivo, y el segundo como disposición conceptual amplia, abierta y dinámica para operar en la realidad.
El grupo interno2
No es posible encontrar entre los artículos conocidos de nuestro autor ninguna exposición sistemática y completa de esta esencial pieza de su pensamiento, sino jirones repartidos en diferentes escritos; por elegir alguno, solo transcribiré un párrafo su trabajo Freud: punto de partida de la psicología social (1971): “Podemos observar, de acuerdo con los aportes de la escuela de Melanie Klein, que se trata de relaciones sociales externas que han sido internalizadas, relaciones que denominamos vínculos internos, y que reproducen en el ámbito del yo relaciones grupales o ecológicas. Estas estructuras vinculares que incluyen al sujeto, el objeto y sus mutuas interrelaciones, se configuran sobre la base de experiencias precocísimas, por eso excluimos de nuestros sistemas el concepto de instinto, sustituyéndolo por el de experiencia. Asimismo, toda la vida mental inconsciente, es decir, el dominio de la fantasía inconsciente debe ser considerado como la interacción entre objetos internos (grupo interno) en permanente interrelación dialéctica con los objetos del mundo exterior”.
De este condensado párrafo se podrían subrayar los siguientes puntos: a) una teoría del desarrollo evolutivo que se diferencia de las clásicas freudiana y kleiniana. Ya no se trata de que el psiquismo se construya con la internalización de representaciones (Freud de la primera tópica) o con objetos (Freud de la segunda tópica y Klein) sino con la internalización de vínculos; b) una definición de vínculo como organización compleja que pone en juego no solo al sujeto y al objeto, sino el contenido de esas mutuas interrelaciones que se incorporan como experiencia en las etapas más tempranas de la vida humana; c) consecuentemente con un diseño grupal o ecológico (espacial) del aparato psíquico a fin de dar cuenta la permanente interacción entre el psiquismo, así configurado, y los diversos grupos humanos de la realidad fáctica. El grupo interno consistiría, entonces, en concebir la subjetividad como un repertorio unificado (en el mejor de los casos) de vínculos internalizados a lo largo del desarrollo evolutivo que servirían para nuestro mejor o peor desempeño en los vínculos de la realidad.
ECRO (Esquema Conceptual, Referencial y Operativo)
Tratando de desglosar la sigla, cuando Pichon Rivière se refiere al término ‘esquema’ alude a un conjunto articulado de conocimientos; lo de ‘conceptual’ es porque ese conocimiento está expresado en forma de enunciados con un cierto nivel de abstracción y generalización propios del discurso científico; el aspecto ‘referencial’ atiende a trazar los límites jurisdiccionales del objeto de indagación; y finalmente la noción de ‘operativo’ pretende no limitar sólo al criterio epistemológico tradicional de verdad nuestros esfuerzos sino que conlleva la producción de cambios; de ahí la noción de praxis. En síntesis: se puede decir que su ECRO se define no sólo como instrumento de indagación de un sector de la realidad, sino que conlleva la idea de que la tarea misma opera como un proceso dinámico y constante de transformación, tanto del objeto de la indagación como del sujeto que indaga. A mi entender la noción de ECRO aboga a favor de una revisión crítica permanente de nuestro conocimiento de la realidad interna y externa, previniendo contra la fosilización de las cosmovisiones que conducen al dogmatismo. También aboga, a mi entender, por superar la oposición entre el aprendizaje por los libros versus el aprendizaje por la experiencia vital; si se me permite un término coloquial, “la calle”: en condiciones ideales ambos aprendizajes deberían retroalimentarse mutuamente.
1 Ver “Técnica de los grupos operativos” en colaboración con José Bleger, David Liberman y Edgardo Rolla, Acta neuropsiquiátrica (1960) y Del psicoanálisis a la psicología social (1971).
2 He dedicado a este tema gran parte de mis escritos a los largo de los últimos cuarenta años. Para un mayor esclarecimiento de este tópico remito a Arbiser, Samuel (2001 y 2003).