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VI

La cama está revuelta. La almohada está en el piso, las sábanas tienen manchas de distintos orígenes: hay fluidos y preparados farmacológicos. Y también hay sangre. La muerte médica tiene muchas variantes. A veces es asistida, casi aséptica: una guía de suero que se conecta a una máquina de infusión continua y una pantalla digital minúscula donde los números marcan la velocidad con que el líquido y los fármacos entran al cuerpo. Otras veces la muerte médica es violenta, con intentos de reanimación y rabia. Otras, ni siquiera sucede en una habitación, pasa en una ambulancia, en la calle, en la guardia. La muerte a veces es una máscara de labios pintados o un espíritu que les ladra su anemia a las sombras. La muerte es el loop de la primera noche de los tiempos que nos descubre mortales. La muerte es una cama de hospital que a mitad de la noche se queda vacía.

Esta noche fue violenta. Ni el paciente quería irse de este mundo ni nosotros queríamos dejarlo ir. Pero algo —o alguien— se interpuso y desestimó las buenas intenciones de ambas partes. Los protocolos se cumplieron, se siguieron los pasos de reanimación, los fármacos fueron administrados en sus dosis justas, cada uno cumplió su rol, todo fue hecho según la letra escrita, pero, una vez más, la medicina —y los que la practican— demostraron que nunca habrá una ciencia exacta ahí donde están la vida y la muerte.

La cama está revuelta y me detengo, dándole la espalda. Miro por la ventana. La ciudad es indiferente a nosotros. ¿Así nos verán nuestros muertos? ¿Así como yo miro el horizonte donde se esconde el mar?

Me gustaría escribir que recién amanece; escribir que el viento, tibio, mueve las cortinas, y que desde la ventana entreabierta se entromete una brisa que desordena, apenas y casi irreverente, las sábanas sobre las que trabajamos esta noche. Pero es falso. Como en una ficción sin amores, las palabras son un reloj que mueve las manos en la dirección equivocada. En esta habitación de hospital no hay cortinas. No se ve el mar. Ni siquiera se lo intuye. Una vez más, el tiempo parece no existir cuando se está de guardia. El amanecer está lejos —apenas si pasó la medianoche— y si entrara ese viento que arrecia contra la ventana, tumbaría la guía de suero que cuelga ya inútilmente, revolvería las gasas, y pondría la ropa del paciente que el camillero se acaba de llevar en algún otro lugar: en una bolsa, en el placard de la morgue, a la espera de los familiares o de la funeraria.

Me permito mirar por última vez la cama revuelta. Debo salir de la habitación y continuar con mi trabajo, pero algo sencillo me detiene: este paciente que el camillero se acaba de llevar me devuelve a mi primer muerto. Los movimientos espasmódicos me recordaron las cosas que aparecen tras el estridor final: el azul en las venas reticulares del cuello, la palidez por la pérdida de la circulación, el cúmulo de líquidos en los puntos de apoyo, la equimosis donde el cuerpo contactaba con la cama, y el silencio. Este muerto me devuelve aquel primer silencio: cualquier ejemplo en la descomposición del cuerpo de aquel que va a morir es un punto de partida para razonar la muerte física, pero el silencio posterior a la muerte tiene connotaciones más profundas. Más certeras. Porque eso es lo que queda después de la muerte, de los gritos, de la RCP: el silencio de todo lo que fuimos.

Los preparados

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