Читать книгу Los preparados - Sebastián Chilano - Страница 26

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I

El 30 de septiembre de 2009 murió Margarita Di Tullio. Tenía sesenta y un años. Los empleados de la funeraria acomodaron a su loro en un rincón de la sala de la cochería Italiana y pusieron una toalla debajo para que ensuciara sin molestar a nadie. Se cuenta que sus familiares encendieron un radiograbador que aturdió con música de Sandro y cerca del cajón instalaron una heladera llena de hielo y champán: la idea era que hubiera una silla, una copa y una anécdota en forma de canción por cada familiar, político, abogado o amigo que diera el pésame a los deudos de la ilustre abanderada de las calles del puerto de Mar del Plata.

El capítulo final en la historia de Di Tullio comenzó a escribirse tres meses antes, en la provincia de San Juan, donde había iniciado las tratativas de abrir una cadena de pizzerías. Pero todo esto es una suposición, porque las imprecisiones sobre su estadía en San Juan y gran parte de su vida son tantas y tan sutiles como la causa de su muerte. Se dice que murió de un derrame cerebral. Pero bajo ese título se acumulan diagnósticos diferenciales que van desde embolias, infartos cerebrales, hemorragias subaracnoideas y otras enfermedades que tienen un pronóstico y un final muy distinto según su localización y extensión. Sí es cierto que los síntomas aparecieron en San Juan. Se sintió cansada, débil, sin fuerzas. Arrastró las palabras, las desarticuló y mezcló, hasta que la lengua fue un nudo sin anécdotas y todo el cuerpo se desplomó. Y sin palabras, mejor morir.

La caravana hasta el cementerio comenzó antes de la desconexión al respirador, con el traslado en avión sanitario hasta Mar del Plata. El viaje debió ser impresionante. Como en todas las peregrinaciones de muertos que siguen conectados a este mundo, el respirador silbó ida y vuelta mientras el piloto de cabotaje luchaba contra las turbulencias y la cama ortopédica bailaba sobre una tierra lejana y arrebatada. Un creciente número de tubos y cánulas intentaban disimular —sin conseguirlo— el ahogo, el dolor, las infecciones, los espasmos, las secreciones y las escaras. Una regla médica dice que todo cuerpo postrado en una cama se consume, lo lastima el roce terco de las sábanas, lo debilita la constante atrofia de los músculos inmóviles. El avión aterrizó unas horas más tarde en el aeropuerto de Mar del Plata sin que los pasajeros pudieran ver el mar. En la pista los esperaba la ambulancia que trasladó a Di Tullio hasta el hospital. La comitiva de autos que acompañó a la ambulancia llegó hasta la avenida Juan B. Justo, conocida como la avenida de los pulóveres, pero no la cruzó. Del otro lado de esa avenida, y hacia el corazón del puerto, para mucha gente no existen ni existirán la medicina ni el Estado, y el amor que se compraba en los famosos cabarets no valía más que la entrega. La ambulancia se metió en el playón del hospital y los autos que la escoltaban se desparramaron, como arañas cuando se remueve una pila de madera, y buscaron estacionar en alguna de las calles laterales al edificio gris de tres pisos. La ambulancia apagó las sirenas y solo las luces circulares, entonces mudas, siguieron alumbrando la puerta de la guardia. Dos camilleros, cansados, salieron a recibir a Margarita Di Tullio. El puerto llegó hasta ahí, hasta la puerta de la guardia, y no entró. Se mantuvo al margen de su agonía y continuó siendo la entidad nula que será siempre. El puerto es la parte de Mar del Plata que no existe más que para ver un partido de fútbol o para lamentarse cuando una lanchita amarilla desaparece.

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