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IV

En abril de 2018 una ballena quedó varada en Punta Mogotes, uno de los balnearios más populares de Mar del Plata. En el verano previo había pasado algo similar en una ciudad costera más al norte y se criticó duramente a las personas que se ocuparon de sacarse fotos —selfies— con el animal. En vez de tirarle agua y empujarlo hasta que una corriente lo devolviera mar adentro, decidieron subir fotos a las redes sociales. Ese antecedente —y también que ya no fuera verano— permitió que concurrieran a Punta Mogotes solo las personas interesadas: rescatistas, biólogos y también los periodistas que debían cubrir la mala suerte de la ballena. Mi madre me llamó por teléfono y me pidió que la llevara. Escuchó la noticia por radio y me dijo que quería ir. Necesitaba ir. Mi padre había muerto hacía poco tiempo y ella, sola en esa casa que de un día para otro se le había hecho gigante, no se encontraba a sí misma. La pasé a buscar media hora después de su llamado y salimos rumbo a Punta Mogotes. El frío era intenso, habitual. Una garúa tenue hacía innecesario usar los limpiaparabrisas pero cada cuatro o cinco cuadras yo los activaba para que corrieran la fina película de agua, como dicen que se corre la memoria al cambiar una palabra de lugar. Durante el viaje mi madre se acordó del incidente de los peces. Recordó la angustia y el silencio de mi padre como castigo, pero más que nada recordó la certeza de que yo me daría cuenta de inmediato del falso Bigotudo. Había que intentarlo pero sabía que no te iba a engañar, me dijo. Estacioné en el playón del balneario. Bajamos y caminamos hasta la construcción pero dos hombres de la policía local no nos dejaron pasar más allá de la puerta del balneario. Mi madre protestó levemente. No vamos a molestar, dijo. Su queja no tuvo efecto. En un momento temí que hiciera un escándalo, que se pusiera a gritar. Sentí esa vergüenza doble que sienten los hijos: por las cosas que sus padres hacen y por no poder hacer nada para impedirlo. Pero mi madre no hizo ningún escándalo. Al contrario, habló más animada durante el viaje de regreso. Entonces entendí que ella quería estar conmigo. La ballena había sido una excusa. Los rescatistas trabajaron durante más de treinta y seis horas para devolver el mamífero al mar hasta que finalmente lo consiguieron. Lo vi por televisión, en mi casa. Llamé a mi madre y ella me dijo que recién salía de su clase de yoga. No podía verlo. Le relaté el abrazo de alegría de los rescatistas y corté. Ese abrazo, que debía durar mucho tiempo, duró apenas unas horas. A la mañana siguiente encontraron que la ballena había vuelto a encallar. Mi madre me llamó por teléfono, me dijo que estaba segura: la ballena no había quedado varada, había salido a la orilla para morir. Los rescatistas intentaron devolverla al mar una segunda vez, pero el animal finalmente murió. El Museo de Ciencias Naturales reclamó el cadáver y se lo enterró cerca del basurero municipal. Tres meses después, se removió la tierra para sacar los huesos y exhibirlos, como unidad, en una sala del museo.

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