Читать книгу Flores - Afonso Cruz - Страница 14

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FUI A ESPERAR A CLARISSE A LA ESTACIÓN. Al verla sentí un peso inmenso, una especie de dolor de cabeza que se propagaba por todo el cuerpo, que agarraba los miembros y me apretaba los órganos como si fuera un enorme alicate de hierro. Beatriz corrió hacia ella, la abrazó, con un gesto emocionado entre la risa y el llanto. Clarisse me miró y levantó una ceja, preguntándome en silencio qué ocurría. Yo me encogí de hombros.

Al llegar a casa nos encontramos con el señor Ulme, que venía de la biblioteca con dos libros debajo del brazo. Me pidió que le sirviera un té, yo asentí.

El señor Ulme volvió a sacar la revista que yo tenía en la estantería de caoba y la hojeó hasta detenerse en una página, la misma, creo, que la vez anterior. En voz baja, murmuraba una frase que, lo supe más tarde, es una especie de oración que repite con frecuencia para apaciguarse y, según me dijo después, «revelarse eterno en el mundo, cuando estas palabras son pronunciadas, la muerte no existe». Lo que él susurraba era:

«Entremos más adentro en la espesura».

* * *

Allí estaba él, de pie, recortado contra el sol del final de la tarde, con una revista pornográfica americana en las manos, mientras susurraba entremos más adentro en la espesura, entremos más adentro en la espesura. Solo le veía la silueta negra, pues estaba a contraluz, junto a la ventana, con la ciudad detrás.

Le pregunté si nunca había visto una revista pornográ­fica. Me dijo que sí, que no era ningún tonto ingenuo. No tuve el coraje de preguntarle si había estado íntimamente con una mujer. En vez de eso, le ofrecí té. Fui a hervir el agua y lavar la yerbabuena. Cuando llegué a la sala, el señor Ulme estaba agachado sobre Beatriz. Tenía una cinta métrica enrollada alrededor de su cabeza.

—Cincuenta y tres centímetros.

El señor Ulme estaba midiendo el diámetro del cráneo de mi hija.

—Aquí tiene su té.

—Ese es el tamaño del universo, decía. Cincuenta y tres centímetros. No se necesitan telescopios ni esos aceleradores de partículas ni números largos. Basta con esto —se refería a la cabeza de Beatriz—. Cincuenta y tres centímetros.

Cuando me vio, Beatriz reculó, como si temiera algo, como si yo le fuera a pegar. Dio dos pasos atrás, bajó la cabeza, se quedó callada y emanó una niebla densa a su alrededor. Clarisse entró en ese momento, notó el ambiente que se cernía sobre la sala y preguntó qué sucedía.

—Nada —le dije.

—Medíamos el universo —dijo el señor Ulme.

Beatriz, en voz baja:

—Cincuenta y tres centímetros.

* * *

El señor Ulme se tomó el té, se levantó, me extendió la mano y se fue a casa. Arrastraba los pies al caminar.

Flores

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