Читать книгу Flores - Afonso Cruz - Страница 18
Оглавление—VIVÍAMOS EN UN RINCÓN —DIJO.
Pensé: así es, doña Eugenia, en ese tiempo las mujeres vivían en un rincón. El mundo no era para ellas. Vivían siempre al fondo, en la penumbra húmeda de la vida. Su voz era un susurro lejano, que se arrastraba desde el rincón donde vivían y moría a su alrededor, cayéndoles de la boca directo al piso, como saliva. Las mujeres eran puertas cerradas.
—Las mujeres vivían en un rincón. Trabajábamos mucho, de sol a sol, en el campo y en la casa.
—¿Y ahora es diferente?
—No lo sé. Sí, hay cosas que son diferentes. En ese tiempo cuajábamos el queso con las flores de cardo, les dábamos los restos a las gallinas. Ahora todo se va a la basura.
—¿Tiene hijos?
—Se me llevaron a mi único hijo y enterré un cajón vacío, porque sus pedazos quedaron regados por Angola.
Pensé: la soledad es una enfermedad, doña Eugenia, que nos contamina el cuerpo, se entierra la semilla y luego nos nace en el pecho un roble muerto.
—¿Por qué se quedó aquí?
—Porque soy de aquí. ¿A dónde más iría?
Pensé: lo comprendo, doña Eugenia. De la misma forma que un soldado resiste hasta la muerte para mantener su puesto, ella también lo había hecho, se había quedado en el campo, como el soldado que no abandona el puesto, así no crea en la guerra, aunque no sepa por cuál ideal lucha. Nunca será condecorado, pero sin duda es un soldado heroico. Ella pertenece a la tierra, así como los olivos y los alcornoques.
Nos sentamos en las sillas de plástico rojo que tenía a la entrada de la casa.
Según doña Eugenia, el niño Ulme era un muchacho perfecto, sin mancha, incapaz de cualquier injusticia, ponderado, simpático. Siempre se peinaba con la raya en el medio, y eso, según ella, «seduce a cualquier mujer».
Era muy buen estudiante, me aseguró, trataba a todos por igual, «incluso a los de baja condición».
—Vivían en una casa —dijo— donde las visitas eran doctores e ingenieros, pero él nos trataba como si nosotros también fuéramos personas de esas.
—Hábleme un poco de la infancia del señor Ulme.
—Era guapo, a las mujeres les gustaba, pero la niña Margarita fue la que le dio tres vueltas.
Doña Eugenia recordaba el día en que él se enamoró.
—Un saltamontes quedó atrapado en el pelo de ella, y cuando el niño fue corriendo a quitárselo los dos cayeron al piso y se echaron a reír. Doña María da Graça, la madre del niño Manel, se enojó, frunció el ceño, apretó las manos, y yo me di cuenta de que eso iba a salir mal, pues ambos venían de mundos diferentes, ¿se fija?
—Quizá esos mundos aprendan a andar cogidos de la mano.
—¿Cómo?
—Nada. Así que ambos cayeron al piso y se echaron a reír.
—Sí, pobres, estaban enamorados. Él andaba todo el tiempo con el nombre de ella en la punta de la lengua, si pedía sal, decía Margarita, si gritaba gol, decía Margarita, si exclamaba amén, decía Margarita, era un infierno para la señora, pobre. Era una gran vergüenza.
La perra, con las tetas hinchadas, se acostó a los pies de la señora y se lamió la pata trasera. Batió la cola un par de veces cuando la miró, luego puso la cabeza en el piso como una especie de suspiro.
Me puse las gafas oscuras, el sol me estaba atacando.
Supe que Margarita Flores había sido una niña de pueblo, muy bonita, al igual que las otras dos hermanas. Eran las rompecorazones de la región. Años más tarde, Margarita se volvió fadista, según doña Eugenia, solo porque quería un destino triste, en el que terminó presa algunas veces. Era una muchacha rebelde, que «no se conformaba con su condición. Nosotros somos humildes, gente seria y honesta, no nos robamos nada, pero ella quería más, confundió a muchos, su padre debió haber resuelto el problema, unas palmadas bien propinadas, aunque en esa época eran correazos, ahora se volvió pecado pegarles a los jóvenes, pero antes se hacía todo el tiempo, es decir, no todo el tiempo, sino cuando fuera necesario».
Al rato llegó el marido. Le pregunté acerca del niño Ulme, y respondió:
—No era más que un cabroncito burgués.