Читать книгу Flores - Afonso Cruz - Страница 7
ОглавлениеA LA MAÑANA SIGUIENTE, me desperté con una fuerte migraña, desde las sienes hasta la nuca, como si mi cabeza fuera una colilla y un zapato la estuviera apagando. Hice café, me tomé dos analgésicos, pero no mejoró, tuve ganas de llamar a los bomberos para que me apagaran el dolor, cómo es posible que quepa tanto dolor en tan pocos centímetros cúbicos de cráneo, en fin, cuando lo pienso comprendo eso de que cada hombre es un universo, pues si no lo fuera no cabría tanto sufrimiento dentro de cada cabeza. ¿Dónde habré leído que mientras los filósofos creen que el hombre es un microcosmos, los sabios saben que el hombre es un macrocosmos? Dicen que a Lewis Carroll le daban fuertes migrañas y que por su culpa escribió Alicia en el país de las maravillas. Con seguridad no eran migrañas peores que las mías, un día de estos a lo mejor me salga una obra maestra.
Clarisse estaba en el baño depilándose. La observé unos segundos y sentí que contemplaba un paisaje triste, no sé por qué. Clarisse estaba sentada encima de la tapa del inodoro, una pierna en el piso, la otra levantada, con un pie descalzo sobre la tapa y una toalla de algodón azul clara debajo. Las baldosas blancas, el ruido de la máquina de afeitar, los gestos metódicos, los calzones blancos, el cuerpo encorvado, la piyama casi del color de la piel, el pelo que le caía por el cuello y que ella acomodaba detrás de la oreja (y que volvía a caer y ella volvía a acomodar), esta escena, no sé por qué, me dio ganas de llorar.
Abrí las dos ventanas grandes de la sala y me fumé un cigarrillo en el balcón mientras miraba una biblioteca al otro lado de la calle. Pensé en el señor Ulme y en la confesión que me había hecho el día anterior. Me parecía imposible que un hombre de esa edad nunca hubiera visto a una mujer desnuda, pues constantemente nos bombardean con imágenes de desnudez. A pesar de que se había referido a una fotografía, a lo mejor quiso decir que nunca había visto una en vivo. Pero eso también me parecía difícil de creer.
Volví a entrar. Las cortinas ondeaban con el viento cálido de julio. Me acerqué al baño, golpeé la puerta entreabierta y le dije a Clarisse que saldría, necesitaba tomarme otro café, el dolor de cabeza me estaba matando.
Cuando regresé a casa, tocaba una banda llamada orquesta Mnor, que todos los días ensayaba en el último piso y llenaba el edificio de melodías. Doña Azul se meneaba sutilmente mientras subía las escaleras, noventa y dos años de huesos moviéndose al ritmo de la música, un ligero menear que solo era perceptible si se le prestaba mucha atención. Doña Azul suele bailar con algunos de los músicos —a veces con los vecinos— en la azotea junto al salón de copropietarios. La vista es espléndida.
Transcurrían las mazurcas, las tarantelas, los estándares de jazz, los tangos, las mornas, y parecía que las paredes comenzaban a empaparse, poseídas por la humedad etérea de la música. Juro que vi gotas de agua escurriéndose hasta el piso.