Читать книгу Flores - Afonso Cruz - Страница 17
ОглавлениеEN EL ESPEJO:
—¿Cómo se siente hoy, don Aguillera?
—Bien, Kevin, muy bien, el calor que irradié por toda la pista quedará suspendido en este salón por más de una década. Los bailarines que me sucedan sentirán el lugar donde puse mis pies, como si pisaran flores en el campo. Por años, bailar aquí será como un paseo bucólico de una belleza más intensa que la de una cascada tropical. Los bailes que son ejecutados a la perfección nunca mueren.
—¿Y ese momento de vacilación, don Aguillera?
—Un pecado de mi pareja, es una inculta, una vieja que no ve bien de cerca, incapaz de comprender las sutilezas del cuerpo, no lee el lenguaje de la piel y en vez de girar el pie a la derecha lo hace a la izquierda. Mi problema son los demás, la pequeña ignorancia. Para que una persona muera basta con que el agua le llegue hasta la nariz, un centímetro hace toda la diferencia.
—¿Te demoras mucho? —preguntó Clarisse al otro lado de la puerta del baño.
—Dios, la gente sí que desprecia los pasos pequeños, los granos de arena, el pestañeo, don Aguillera. Pero su actuación fue notable, quedará en nuestra memoria.
—Más que eso, quedará en la madera del suelo, en el mármol de las columnas, el universo es testigo de que mis zapatos pisan el suelo.
—¿Te demoras mucho?
—Pie izquierdo, pie derecho, así, fíjese cómo deslizo los pies con la inteligencia del viento que pasa por las caderas de una mujer. La sutileza con que…
—¿Bueno?
—Ya salgo.
* * *
Encendí el carro y partí hacia el sur. El pueblo donde el señor Ulme creció quedaba a hora y media de camino. No tenía aire acondicionado en el carro y el día estaba caluroso. Abrí todas las ventanas. Me fui por la carretera nacional para ahorrar dinero. Paré por la carretera a almorzar en un restaurante con ventanas de aluminio marrón y comí borrego al horno, demasiado grasiento. Leí un periódico deportivo. Me bebí un aguardiente al final mientras me fumaba un cigarrillo.
El pueblo quedaba en la frontera, junto a España. Ya antes había recorrido esa carretera de niño. En ese entonces, Portugal era aún más pequeño y nosotros íbamos hasta España a comprar caramelos Solano, mi hermano, mis padres y yo. Un día me traje un Action Man. Tengo una fotografía con él, recién comprado, lo sujeto sonriente a la altura de la cabeza, frente a nuestro Austin Allegro blanco. Recuerdo cuando mi padre lo compró, estaba contento, orgulloso, pero me sentí decepcionado, esperaba algo más deportivo. Mi padre abrió la puerta y señaló el volante. Era cuadrado. Decían que era mejor para conducir.
Paré en la plaza principal del pueblo, junto a la iglesia. Pregunté por la casa de los Ulme. Un viejo de boina de cuadros, con vellos que le salían por la nariz y las orejas, de bigote blanco, con un cigarrillo en la comisura de los labios, me señaló la casa.
Era un edificio señorial, bastante deteriorado. Timbré, pero nadie me abrió. Golpeé la puerta de al lado. Una señora vestida de negro abrió la puerta. Le dije que estaba averiguando información sobre la familia Ulme.
—¿Para qué?
—Para ayudar a una persona.
—¿A quién?
—A Manel Ulme.
—¿El niño Manel?
—El mismo.