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Winslow se quedó un buen rato sentado entre la cebada, decidido a concluir su faena. Pero le sobrevino un temblor en las manos y una pulsación en los ojos, y se vio superado por la fiebre. Solo tuvo fuerzas para volver a la casa.

Intentó recomponerse en el recibidor. Se desplomó contra la pared y escuchó el crujido de una silla. En el salón, una estancia con revestimiento de madera y oscura a pesar de los ventanales, Sadie bordaba una manta de lana para el sofá; retales violetas, rojos y dorados cubrían su mecedora.

–Me voy a tomar un descanso –anunció Winslow antes de apresurarse a la cocina en la parte posterior de la casa. Le ardían los ojos. Las sienes le palpitaban. Al abrir la puerta del congelador se le cayó una bolsa de guisantes. Winslow se dejó resbalar hasta las baldosas. Se llevó los guisantes congelados a la cara.

–¿Hambre, Win? –preguntó Sadie desde el pasillo, sus pasos se acercaron y al rato apareció en la cocina–. ¿Win?

Winslow cerró los ojos, la sintió a su lado, su mano caliente en la nuca, la otra en la frente.

–Oh, Win –dijo ella–. Estás ardiendo.

Sadie era como una estufa que le acababa de estallar encima. Sus dedos le quemaban las mejillas, la garganta. Le rogó: «Déjame en paz», y luego, «Por favor, cariño», pero ella no se movió y el calor se intensificó, los hombros y los brazos comenzaron a temblarle.

Winslow la apartó con brusquedad. Ella se tambaleó, fue a dar contra la mesa de la cocina y se cayó. Se quedó tendida en el suelo, agarrándose el cráneo.

Winslow corrió a su lado.

–Cariño –dijo con miedo a tocarla–. De verdad que lo siento, cariño.

Sadie apoyó una mejilla contra una baldosa y retiró la mano de su pelo. Tenía la palma teñida de sangre.

Winslow yacía despierto con plena consciencia de sus músculos, de su respiración, de los gemidos del somier. El médico le había recetado unos analgésicos a Sadie y ahora ella dormía profundamente a su lado. Le habían afeitado una franja del cráneo y los puntos se le habían teñido de naranja a causa del yodo.

Ahora y siempre seré el hombre que mató a su hijo. El hombre que empujó a su mujer. Winslow quiso despertar a Sadie y disculparse una y otra vez. Estaba muy alterado. Se bajó de la cama procurando no despertarla y avanzó a tientas por la oscuridad con su mono y sus botas.

Recorrió el pasillo a trompicones hasta una puerta que ahora mantenían cerrada. Como el borracho que evita una taberna, él siempre eludía aquella habitación. Apoyó la frente en la puerta y trató de recordar el rostro de Rodney. Pero solo le vino a la mente el hombre del mercancías, sus cabellos blancos, corriendo por el campo de cebada, perdiéndose en la lejanía.

Tenía la frente empapada en sudor. Se precipitó al baño y se roció la cara con agua fresca. Volvió a recordar al hombre del mercancías empequeñeciéndose en la colina, desapareciendo.

Winslow se dirigió a la puerta. Desde el recibidor la luz de la luna trepaba las escaleras. Recorrió el pasillo, se asomó al resplandor. Sadie había retirado de la escalera todas las fotografías de Rodney y, al bajar, Winslow, fue deslizando la punta de los dedos por los clavos donde habían estado colgadas.

El salón estaba bañado por la luz de la luna. Winslow se aproximó al mirador. En el exterior la tierra brillaba. Dejó vagar los ojos mucho más allá del promontorio donde crecía la cebada. Al fondo del campo se agazapaba la muralla que formaba el tren, una silueta negro hollín, un mercancías sin maquinista.

¿Por qué no habían venido a por él? ¿No iba siendo ya hora de que alguien lo echase de menos en alguna parte? La sangre le bullía en el cráneo. No se podía quitar de la cabeza la mejilla cicatrizada del conductor del tren. Aquel hombre se había puesto a correr sin más. Se largó.

Winslow entró con decisión en la cocina y se puso a revolver en los cajones hasta dar con un cuaderno y un bolígrafo. Dudó. No supo qué poner. Garabateó: Salí a pasear. Volveré pronto.

Winslow lo leyó una vez, consideró el sentido de sus palabras. No tenía ningún plan. Solo caminar. Calmarse un poco. Dobló el papel. Se lo llevó a los labios y lo dejó sobre la mesa de la cocina.

Volt

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