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En el cuarto de baño del bar de Barney, Ham le untó carbón bajo los ojos, le dijo que gruñese entre los alambres, que patease el escenario. Winslow siguió a Ham hasta el bar en medio de hombres con gorros de lana y cervezas apretadas en puños enguantados, ni siquiera la tormenta de nieve había logrado reducir la asistencia.

Esa tormenta había arreciado aquella misma mañana contra la caravana de Winslow. La nieve se arremolinaba como en una de esas bolas de cristal. Se había sentado junto a la ventana de la caravana imaginándose que la estancia temblorosa era una locomotora y que más adelante, en las vías, había un cruce y una camioneta. Distinguió su propia cara en la ventanilla de la camioneta anticipando el aplastamiento de metal, cristal y hueso.

Winslow cargaba esa misma sensación de fatalidad al subirse al escenario, la mente plagada de preguntas. ¿Sería diferente si no hubiese sido culpa mía? ¿Podría dejarlo pasar si supiese a quién culpar? ¿Cómo me deshago de todos estos pensamientos horribles?

Se colocó frente a la tela de alambre delante de todos aquellos rostros que formaban nubes de vaho al respirar en el frío del bar. Ham sacó una fusta del interior de su chaqueta y le dio un latigazo en la espalda desnuda. Winslow arqueó la columna y miró con dureza a Ham mientras el público aullaba de placer.

–No me mires a mí con esos ojos de loco –murmuró Ham a modo de reprimenda–. No soy yo quien va a soltar la pasta.

Winslow estaba tumbado en el consultorio. Por las ventanas mugrientas miraba el cielo tormentoso, una ristra de luces de colores se balanceaba en los aleros de la clínica. Alguien llamó a la puerta. Seis semanas con los alambres y se los acababan de quitar.

Winslow movió la mandíbula para formar la palabra: «Adelante».

Ham entró con la gorra en la mano y se quedó junto al pequeño árbol de Navidad que había en un rincón de la habitación.

–¿Raro hablar?

Winslow asintió.

–La mandíbula, oxidada.

–¿Te ves con fuerzas?

–Estoy bien.

–Genial. Me alegro –Ham miró el árbol, colgó la gorra de una rama–. Ya he vendido los pavos de Navidad –dijo, y se aproximó a la ventana. Tamborileó en el alféizar y sonrió a Winslow–. Tienes muy buen aspecto, Red. Te veo fuerte.

Winslow sabía lo que le rondaba a Ham por la cabeza.

–Quiero un filete –dijo–. Consígueme un buen filete. Y puedes ir a decirle a la gente que me presentaré allí esta noche, como siempre.

–Muy bien –Ham le dio una palmadita en la pierna–. Rico y yo. Los dos –dijo, y miró hacia la puerta–. Pensamos que es mejor que no hables durante el espectáculo. Es que la gente no te ve como un hombre real.

El viento silbaba en las cornisas.

–No diré nada –dijo Winslow, las luces de colores se balanceaban de un modo demencial–. Tú consígueme un buen filete. Si quieres me lo comeré con las manos. Me lo comeré ahí mismo, en el escenario.

En su blusa ponía Delsea’s Café y debajo Lilian. Ham preguntó a Winslow si estaba preparado. Winslow no podía apartar la mirada de la mujer, trastornado por el parecido; la misma complexión que Sadie, el mismo mentón afilado, los mismos ojos pardos y tristes, y la cadenita de plata con la cruz, igual que Sadie.

Su puño se estrelló débilmente en su tripa. Los que estaban en el bar se rieron a carcajadas y se burlaron. Lilian se miró el puño. Poco a poco se puso a temblar y a sollozar.

Incluso lloraba como Sadie.

–Te devolveré tu dinero –le espetó Winslow–. Cómprate algo bonito. Alguna joya, un jersey, lo que sea. Algo bonito. Algo… –La estrechó con fuerza entre sus brazos presionando su mejilla contra su corazón palpitante.

Lilian chilló. Forcejeó para soltarse y Winslow la estrechó con más fuerza. Un chasquido bestial restalló en sus hombros desnudos. Ham liberó a Lilian de un tirón, sacudiendo la fusta ante Winslow como un domador manteniendo a raya a una fiera

Volt

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