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Winslow siguió el rastro de unos somorgujos hasta dar con un lago plagado de tocones y se sentó en un tronco a contemplar los remansos con intención de capturar su cena. El sol poniente anidaba sobre las copas de los árboles. Aparte de los somorgujos, bandadas de ánades rabudos y de porrones picudos se mecían sobre el agua teñida de rojo.

Una ráfaga de patos alzó el vuelo. Volaron hacia el sol y giraron en las alturas. El estruendo de un rifle resonó orilla arriba. Uno de los patos de la bandada cayó derribado de la cuña que se elevaba produciendo un golpe seco entre las espadañas que crecían a los pies de Winslow. La cabeza irisada, como de metal verde, el ala rota bajo el cuerpo acribillado. Lo recogió, el cuello del ave se le venció sobre los dedos, el cuerpo aún estaba caliente, las plumas de la cola empapadas.

De pronto surgió un perro de caza entre los juncos, se aferró al brazo de Winslow con sus fauces y se puso a sacudir violentamente la cabeza. Winslow soltó el pato y alzó al perro con un abrazo de oso. El sabueso intentó morderle la cara, Winslow apretó con fuerza y el perro aulló.

Un destello naranja entre los juncos. El cazador levantó el rifle y le estrelló la culata en la mandíbula. Acto seguido, Winslow estaba en el suelo con la vista nublada. Se incorporó para huir. Corrió dando tumbos, las piernas le temblaban y las espadañas le fustigaban la cara.

Winslow se despertó con la visión llena de chispas. Un dolor agudo le punzaba los ojos. Estaba tendido en el casco de una barca metálica, las manos y los pies atados con sedal, la mandíbula tan hinchada que no podía ni levantar la cabeza.

Las nubes se deslizaban en lo alto, el cielo encanecía hacia la noche. No tardaron en aparecer ramas de cipreses cubiertas de musgo, el halo de luz de un muelle. El cazador arrastró el bote hasta tierra, Winslow sintió cada tirón en el cráneo como un mazazo en una estaca.

Se sucedieron unos minutos de soledad, pero el dolor en la cara evitó que Winslow intentara moverse. Al rato aparecieron tres hombres. Uno a cada lado y el otro a sus pies. Lo sacaron del bote y lo metieron en la caja de una camioneta que apestaba a pescado.

Avanzaron despacio, pero la carretera estaba llena de baches y Winslow acusó cada empellón. Le arrastraron hasta una pequeña edificación de piedra y le depositaron sobre el catre de una celda con barrotes de metal.

Le cortaron las ataduras. Winslow no opuso resistencia. Los hombres se retiraron a unas sillas plegables al otro lado de los barrotes. El hombre que iba con la indumentaria naranja de cazador era corpulento, de rostro caballuno, con mejillas rubicundas e imberbes. El que se sentó a su lado con las piernas cruzadas tenía dos agujeros oscuros por ojos y lucía de pies a cabeza el color canela de los agentes de la ley. El tercer hombre, con la piel envejecida del mismo color que las manchas de tabaco de su dentadura postiza, se manifestó lenta pero sonoramente:

–Estamos-en-el-condado-de-Barclay.

Winslow trató de pronunciarse, intentó decir quién era, pero tenía la mandíbula destrozada, sus palabras fueron un galimatías.

–¿Veis esos ojos? –dijo el anciano a los demás–. Este muchacho es salvaje como el viento.

Un hombre demacrado con el pelo embadurnado de gomina se presentó con un maletín negro y aguardó junto al catre de Winslow. También entró el agente de la ley. Se sirvió de su pistola para apartarle la barba del mentón. El médico achicó los ojos para examinarle.

–La tiene totalmente destrozada –le dijo al agente–. Acérqueme mi maletín.

Winslow indagó en los ojos las intenciones de aquel hombre.

–Ahora tranquilícese, amigo –le dijo el médico como calmando a una mula. Winslow sintió el frío del alcohol en el bíceps. El pinchazo de una aguja.

Volvió la mirada al techo resquebrajado. Una polilla revoloteaba en torno a una luz protegida por una tela metálica. La luz no tardó en difuminarse, la polilla se convirtió en confeti resplandeciente y sus párpados, pesados, se cerraron.

Volt

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