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Winslow se paseaba de un lado a otro de la caravana. Se había dado cuenta de que ahora que había recuperado la voz podía telefonear a Sadie cuando quisiera. Pero era muy tarde. No tenía teléfono. Iré a la ciudad por la mañana, se dijo. Puedo escuchar su voz ahora mismo. Puedo contarle dónde estoy, decirle que no sé cómo he llegado hasta aquí. Y no será del todo mentira. Podía contarle que deseaba volver a casa. Podía decirle que sin ella estaba perdido. Le contaría todas las verdades que pudiese antes de que le colgase.

–Algo bonito –dijo en voz alta–. Algo bonito –buscando la bondad perfecta en el tono.

Entonces Winslow recordó la expresión de disgusto de Lilian y supo que su voz no podía ocultar su aspecto. Me cortaré el pelo. Me afeitaré. Volveré a ser yo mismo.

Pero entonces los viejos temores volvieron a imponerse. Sadie no querrá saber nada de mí. Se alegra de que me haya largado. Se alegra de que no ande por allí recordándole a cada momento su hijo muerto. Winslow se tumbó en el suelo. Se puso a hacer abdominales llevando la cuenta en voz alta para no pensar, gritando los números contra las paredes de la caravana fría y oscura.

El viento cortante hacía que el pelo le batiese en los ojos. Se encogió tras el poste de rayas rojas que había en el hueco del edificio. Al rato el anciano barbero se presentó y apartó a Winslow con un gesto para abrir la puerta. Winslow siguió al hombre al interior de la tienda oscura.

–No tengo ni un centavo para darte –le dijo el barbero.

–Tengo dinero.

El anciano asintió receloso. Acto seguido encendió las luces y se puso la bata blanca. Se situó detrás de una silla y la cepilló con una escobilla. Winslow tomó asiento. El barbero le aseguró la capa al cuello y se quedó ante Winslow con los ojos muy abiertos, como si se dispusiera a desmalezar una llanura.

–¿Qué va a ser?

Winslow se fijó en la guirnalda navideña que colgaba en la luna del escaparate.

–Antes fui granjero –dijo–. Fui diácono en mi iglesia.

–Muy bien entonces –dijo el barbero–. Estilo diácono.

El barbero le rasuró la garganta. Afuera el sol resplandecía sobre la carretera nevada. Pasaron tres chavales, cada cual con un cigarrillo entre los labios. Uno de ellos, con una mandíbula demasiado prominente para su edad, se asomó al escaparate. Winslow oyó el dosificador de espuma, sintió el calor de la crema en el cuello. Los chicos seguían en la ventana, fumando, mirando.

–¿No hay escuela por aquí? –preguntó Winslow.

El barbero se volvió con la navaja de afeitar preparada.

–No todo el mundo nace para ir a la escuela –dijo, y se inclinó sobre Winslow entrecerrando los ojos al deslizar la cuchilla por la espuma. Winslow sintió que el aire le enfriaba la piel, sintió los ojos de los chavales en su garganta desnuda.

En la radio del Delsea’s Café sonaba la voz de Bing Crosby cantando «Silver Bells». Winslow observó a Lilian rellenar la copa de un hombre al final de la barra. A él ya se la había rellenado tres veces, le había mirado directamente a la cara, pero con su nuevo corte de pelo y su afeitado no le había reconocido. Winslow tenía un billete de cinco dólares en la mano, permaneció un rato contemplando sus bordes, luego lo alzó. Lilian se acercó con la cafetera. Winslow le entregó el dinero.

–¿Me darías cambio? –le preguntó.

–¿Algún billete o todo en monedas?

Dijo que no con la cabeza.

–Tengo que hacer una llamada. Necesito monedas.

Lilian fue a por cambio a la máquina registradora, luego Winslow empujó la puerta del café y salió con las monedas tintineándole en el bolsillo. Pasó por un callejón donde fumaban acurrucados los chavales de la barbería. Cruzó la calle. Los chavales le siguieron por la acera de enfrente hasta el aparcamiento del supermercado y la cabina telefónica que había junto a la puerta.

Winslow descolgó el auricular. Introdujo unas monedas y trató de ignorar a los chavales que tenía a su espalda. Pero no podía pensar teniéndolos ahí detrás, no podía recordar su antiguo número de teléfono. Alguien le dio un toque en el hombro. Winslow colgó el auricular con brusquedad y se giró para hacerles frente.

Una sonrisita resplandecía en la cara redonda del chaval.

–Diez pavos a que te reviento de un puñetazo.

–No es el momento, hijo.

El chaval se ajustó el guante y apretó el puño.

Winslow le observó. Al volverse de nuevo hacia la cabina, el chaval le golpeó en el riñón. Prendió una mecha en su interior. Se giró hacia el chico y le dio un puñetazo brutal en la boca.

El chico se desplomó en la pasarela de acceso. Los dientes impregnados de sangre. La puerta del supermercado se abrió y una anciana encorvada se quedó atónita mirando al chico derribado en el suelo y a Winslow inclinado sobre él. Al alejarse corriendo, las monedas se le fueron cayendo del bolsillo y rebotaron en el asfalto helado.

Volt

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