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Un golpe retumbó en la puerta de la caravana. Ham y Bently estaban plantados en medio de la glacial oscuridad. Bently le explicó que tenía que encerrarle en el calabozo, aunque nadie iba a presentar cargos y sabía que esos chavales no eran trigo limpio.

–Solo para que la gente se piense que mantengo el orden –dijo el agente–. No te tienes por qué quedar en la celda. Incluso te daré una copia de las llaves. Aguantas ahí dentro hasta primeros de año y no te dejas ver. Luego serás libre como un pájaro, todo el año por delante y borrón y cuenta nueva.

Bently dijo que Ham también tenía algo que decirle y Ham miró el interior de la fría caravana.

–Maldita sea, Red –dijo frotándose la gordura del cuello–. Se acabó el espectáculo del hombre salvaje por un tiempo. Hasta la víspera de Año Nuevo puedes tomarte un respiro.

Winslow asintió.

–Bently también te dejará que vengas a casa para celebrar la Navidad –dijo Ham–. Para nosotros eres uno más de la familia y de verdad que nos encantaría.

Bently le puso la mano en el brazo.

–Nos preocupa que te deprimas con las fiestas. Si te sientes triste nos lo dirás, ¿verdad?

–Estoy bien –dijo Winslow.

–De todos modos nos preocupamos –dijo el agente–. Tú tómatelo con calma, amigo. Recomponte.

Winslow le había llevado a Ham una botella de escocés por Navidad. Ahora era de noche, el día de Navidad ya había pasado y Winslow se sirvió otro vaso para vaciar la botella. La familia estaba apoltronada en el sofá al otro lado de la habitación, Jim se había dormido con la cabeza en el regazo de su madre, Sheila estaba desplomada sobre Ham y Ham estaba haciendo equilibrios con su copa en la tripa y tenía los pies apoyados en la mesilla.

Reinaba el silencio, era muy tarde, Winslow preguntó:

–¿Alguna vez habéis hecho algo lo bastante malo como para que la gente jamás os lo perdone?

Sheila se acurrucó en el hombro de Ham.

–Casarme.

Ham sonrió con suficiencia.

–No ponerme la goma.

La leña crepitó en la chimenea. Winslow se puso a observar el fuego tras la rejilla.

–Una vez conocí a un tipo que conducía un tren –dijo–. El caso es que un tren no frena tan deprisa como uno se cree. El caso es que… –y Winslow le dio un buen trago a su escocés–. A lo que voy es a que, ¿alguna vez habéis estado al lado de alguien a quien no podéis perdonar? De nada sirve decir «Te perdono». Decir cosas es inútil. Es así. –Se posó el vaso en la mejilla–. Lo que pasa es que por más que quiera no puedo huir de mí mismo.

Los ojos de Sheila se abrieron, pero no se movió. Ham miró a Jim, le pasó la mano por la cabeza.

–No deberías beber tanto, Red –dijo–. No te hace ningún bien.

Winslow se acabó su escocés, se escurrió hasta el borde de la silla.

–Gracias por la Navidad.

–¿Te vas? –preguntó Ham aparentando sorpresa.

–Será mejor que vuelva al calabozo.

–No estás en condiciones de ir por ahí, Red.

Winslow se puso en pie.

–Me las arreglaré.

–No irás a hacerte nada, ¿verdad? –dijo Ham.

–No –Winslow se inclinó con torpeza para dejar el vaso en la mesilla–. Tengo una actuación importante dentro de unos días.

Winslow se acurrucaba apático en su catre. Salvo las horas de las visitas de Bently, se pasaba allí todo el tiempo. No hacía ejercicio, no comía. Bently llamó al médico y Winslow alegó que solo era un virus, que se pondría bien si le dejaban reposar. El médico le dio un bote de pastillas. Era fácil deshacerse de ellas, las aplastaba con el tacón y las esparcía con la mano como si fuese polvo. En Nochevieja, con el fin de su condena, el rostro de Winslow transmitía resolución.

–Hoy me encuentro mucho mejor –le dijo a Bently–. Doc me ha curado del todo.

Pero Winslow había sufrido una desintegración espiritual. Ya no creía que todo lo que había tenido que padecer hasta entonces fuese una penitencia por lo que había hecho, un castigo que debía cumplir. Era su vida y punto. Moriría bajo esa misma piel y seguiría sintiéndose igual.

La luz de la luna se filtraba entre los barrotes de la ventana. Winslow pensó en el hombre del tren cuyo rastro había seguido hacía unos meses. Recordó su cabello blanco como la luna, su labio seccionado por una cicatriz. Pudo ver al hombre corriendo entre la cebada, elevando los codos, cada vez más pequeño. ¿Hacia dónde corría? ¿Terminaría alguna vez su carrera?

Si corres, corres hacia el vacío, decidió Winslow, y de algún modo era muy consciente de que si lograse asomarse a la ventana de la celda no habría nada, ni carretera, ni bosque, solo la negra materia del espacio y, posado como una gárgola sobre la luna, la silueta del hombre del tren contemplándole, juzgándole.

Volt

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