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Ascendieron a las colinas por carreteras desmoronadas. Winslow llevaba una chaqueta nueva, un mono de faena, calcetines, botas y una bolsa llena de latas de sopa en su regazo, todo comprado por Ham, un adelanto de su primera paga.

–El pavo es el futuro –dijo Ham que llevaba hablando sin pausa desde que salieron del pueblo–. La gente quiere salubridad. Quiere pavo. Nutritivo como una manzana. Más versátil que el pollo. Es el futuro, amigo, y no es solo palabrería. Hay cincuenta maneras de sustituir a la ternera y el cerdo por el pavo… –Y se puso a enumerarlas una a una.

Al rato tomaron un camino de tierra entre fresnos deshojados y traquetearon hasta el claro donde estaba la granja. El corral de los pavos cobró vida de pronto, ajetreo de plumas negras y chillidos. Más allá del corral se hundía un granero erosionado por las inclemencias del tiempo. Avanzaron hasta la parte de atrás y estacionaron junto a una caravana plateada encajada entre unos abetos. Los árboles la abollaban en vertical y se inclinaban sobre el fuselaje como gigantes abatidos.

–La tengo aquí para bloquear el viento –dijo Ham a modo de disculpa–. No parece gran cosa, pero te quitará el frío de dentro.

El calor de las mantas hizo que Winslow se sintiese incómodo. En el bosque había estado permanentemente alerta, pensando en cómo mantener el fuego, en cómo repeler los mosquitos, en cómo encontrar agua y saber si era potable. Ahora la mente de Winslow no dejaba de pensar en el hogar.

A estas alturas del año, Ced Raney estaría montando su Oktoberfest en el granero y a Winslow le preocupó lo que dirían de él en su ausencia. Pensó en Jon Debuque, un soltero que tenía los ojos puestos en Sadie desde el instituto, y se imaginó a Sadie llorando en su mecedora mientras Jon le acariciaba el pelo, diciéndole que él se encargaría de que todo fuese bien.

Winslow se desprendió de las mantas y salió precipitadamente de la caravana. El viento gélido le mordió la piel. La tierra helada le quemó los pies. Se subió al abeto. Se aferró a una rama y trepó. Echado de espaldas, temblando sobre el lecho de agujas, Winslow miró hacia arriba y observó las frías entrañas oscilantes del árbol.

Al romper el día las luces de una camioneta titubearon en el claro. Winslow se alegró de haber superado la noche. Se metió a toda prisa en la caravana y se vistió, salió al encuentro de Ham en el momento en que este bajaba del camión junto a una versión adolescente del propio Ham y una mujer grandota con un jersey tejano. Ham se los presentó como Jim y Sheila, su hijo y su esposa. Winslow le estrechó la mano a Sheila y Jim se quedó embobado mirando su mandíbula cosida de alambres.

Winslow siguió a Ham por el corral. Ham se fue abriendo camino a patadas entre los pavos glugluteantes. Entraron al viejo granero. Faltaba una extensa sección del tejado. A través de la brecha caía suavemente la nieve. Ham volvió el rostro hacia el cielo y trató de capturar unos copos con la lengua. Luego se golpeó los labios y miró a Winslow.

–¿Red? –dijo–. ¿Cómo llevas lo de matar?

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