Читать книгу Volt - Alan Heathcock - Страница 26

18

Оглавление

Avanzaron por la Avenida Elm. El pueblo emergió de la niebla, el restaurante a un lado, el mercado en la acera de enfrente, las ventanas de la primera planta aureoladas de luz acuosa. Un anciano con un anorak naranja, Marshall Traverson, bajo el toldo del restaurante, abrió un paraguas para proteger a su esposa, Leta. Alzó una mano para saludar a la camioneta. Sadie le devolvió el saludo. Winslow se encogió en su asiento.

No tardaron en llegar a la iglesia baptista situada en mitad de unos campos yermos. Aparcaron al final del patio. Las luces del interior avivaban los colores del vitral. Winslow no se movió. Distinguió siluetas difusas tras las ventanas coloreadas. Entonces Sadie le abrió la puerta. Le ofreció una mano, él la tomó y ella le ayudó a salir.

Winslow se quedó a la zaga estudiando los coches estacionados en el aparcamiento y se imaginó a los propietarios rezando en los bancos de la iglesia. Resonó un órgano. Irrumpieron las voces del coro. Sadie le esperaba en la entrada, junto a la puerta, con la mano en el picaporte, mirándole por encima del hombro.

Winslow dudó al llegar al primer escalón. Miró más allá del patio y de los campos. Borrosa por la niebla y la distancia se alzaba una línea de árboles deshojados. Las voces del coro se intensificaron al mismo tiempo que su pulso, el bosque tan próximo y las voces cada vez más altas, sostenidas. Luego se hizo el silencio.

Winslow echó a correr por el patio de la iglesia. Las suelas le resbalaban en la nieve, cada retorcedura era como un cuchillo que se le clavase en las costillas. Sadie gritó su nombre pero él no se detuvo. Siguió hasta dejar muy atrás la iglesia y adentrarse en los campos con la mirada fija en el bosque, los zapatos de vestir chapoteaban y se hundían en el barro. Sadie volvió a gritar, estridente, desesperada, una madre que llamaba a gritos a un hijo perdido. Winslow se detuvo. Se estremeció, le costaba respirar, le ardían los pulmones.

Los árboles se mecían como sueños en la niebla. Sadie estaba en los límites del campo, abrazada a su Biblia, mirándole como si fuese un ciervo, algo que en cualquier momento podía saltar y huir. Entonces fue la propia Sadie la que se puso a correr de vuelta al patio hasta cruzar las puertas de la iglesia.

Winslow se echó vaho en los puños. Cambió el peso de un pie al otro en el barro gélido. Las ventanas de la iglesia se abrieron. Aparecieron caras en los resquicios. Unos hombres salieron al patio y el pastor, con sus hombros de toro y su sotana de raso, entró a la carrera en el barrizal. Alzaba los pies como si estuviese vadeando un río, se acercó a Winslow y lo envolvió en un cálido abrazo.

–Cómo me alegra volver a verte, Win –dijo–. Un milagro. Un auténtico milagro.

Le frotó las manos e inclinó la cabeza, Winslow se preguntó si se disponían a rezar.

–¿Winslow?

–¿Sí?

–Nos conocemos desde hace mucho tiempo así que no me andaré por las ramas –dijo–. No voy a mentirte. No está bien que un hombre huya como hiciste tú. La gente de por aquí está bastante enfadada contigo.

Winslow asintió.

–Pero nadie está enfadado por lo que le pasó a tu hijo. Bien sabe Dios que no se trata de eso. Tú sabes que no se trata de eso, ¿verdad?

Winslow sentía la cabeza llena de lodo. Era incapaz de alzar la barbilla.

–Quizá deberíamos tomarnos un café en Freely –dijo el pastor–. Podríamos ir mañana si quieres. Ir presentándote de nuevo por aquí.

Winslow desvió la mirada hacia el patio nevado. Un arremolinamiento de trajes, vestidos y túnicas del coro. Sadie había vuelto a meterse en el campo con las medias salpicadas de barro.

El pastor le puso una mano en el cuello.

–Las cosas execrables que he visto a lo largo de todos estos años. Ni te imaginarías –dijo suavizando la mirada–. Dios nos pone a prueba. A todos. ¿Y quién diablos sabe qué hay que hacer?

Winslow resopló y trató de contener el llanto.

–Win. –Le apretó la mejilla con la palma de la mano–. Hasta Cristo necesitó tiempo y soledad.

Winslow se apartó de la mano del pastor.

–Hasta Cristo necesitó tiempo. Dilo.

Winslow no podía hablar.

–Dilo, Win.

–Hasta Cristo… –fue lo único que pudo pronunciar.

Los zapatos del pastor tenían barro hasta en los cordones.

–Solo a los idiotas les da por quedarse plantados en un campo helado. A los idiotas y a los cazadores. –Sonrió y golpeó a Winslow en el hombro–. Vete a casa, Win –añadió tiernamente.

Winslow asintió.

Siguió al pastor Hamby por el barro. El pastor rodeó a Sadie con un brazo y la acompañó de vuelta al solar de la iglesia. Ordenó a todos que volviesen a entrar, exclamó que ni siquiera había empezado la misa. Acto seguido el pastor Hamby alzó la mano de Sadie y la enlazó con delicadeza al brazo de Winslow. Sadie se aferró a su codo con tanta fuerza, con tanta vehemencia, que le hizo daño, pero él no se atrevió a quejarse.

Volt

Подняться наверх