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El bozal apestaba a estiércol.

–No se trata de ti –dijo Ham apretándole a Winslow las tiras de cuero. Estaban los dos apiñados en el diminuto cuarto de baño, el clamor del bar retumbaba en las paredes–. Pienso en el espectáculo. Cualquier idiota sabe que un hombre salvaje no habla.

Pero Winslow sabía que sí se trataba de él, que siempre se había tratado de él. Ham le abrochó las tres correas en la parte posterior del cráneo y en el espejo turbio del baño Winslow compuso una mueca agresiva.

–Joder, sí que pareces una bestia feroz –dijo Ham sonriendo–. Apuesto mi culo a que esta noche nos hacemos de oro.

Nochevieja y el bar hasta arriba. Dos hombres en los extremos de una cuerda para contener a la multitud y Winslow detrás de Ham hasta subir al estrado. Winslow no llevaba más que una tira de cuero, las manos amarradas a la espalda, las luces del escenario en los ojos. Ham alzó la campana de plata, pero antes de que le diese tiempo a hacerla sonar se desató un tumulto entre el público, codazos, empujones, dos hombres forcejeando. Bently se lanzó de cabeza a la muchedumbre y se metió entre los alborotadores. Winslow sabía que todo aquello había sido planeado; Ham había pagado veinte dólares a cada uno de los agitadores para que simulasen una pelea, afirmando que una multitud enardecida siempre pujaba más.

Mientras Bently los sacaba a rastras del tumulto, Winslow lo vio; un hombre con el cabello blanco como la luna. Los rostros se atropellaban, se desgañitaban. Las luces eran cegadoras. Con las manos atadas, Winslow no podía protegerse los ojos, fue incapaz de dar de nuevo con aquel rostro. Ham hizo sonar la campana y gritó: «El mundo se ha vuelto excesivamente respetuoso, hay quien diría que demasiado delicado…».

Winslow escudriñó frenéticamente en busca del hombre del tren. Puños agitando billetes, hombres pujando a voz en grito. Ham ayudó a un tipo desgarbado a pasar al otro lado de la alambrada. El hombre levantó los puños como un luchador profesional en espera de la campana. La multitud le vitoreó exaltada. Winslow vio que Ham le preguntaba si estaba listo, pero él solo podía oír el rugido de la multitud.

Entonces volvió a verlo, al otro lado de la cerca, sonriéndole con su labio marcado. Los ojos del hombre del tren le marcaban a fuego. Sintió de nuevo la culpa, el dolor. La multitud se sacudió, como la cebada mecida por el viento, y el hombre del tren desapareció.

Winslow bajó los ojos. Asintió a Ham, pero dejó el abdomen blando.

El puñetazo le detonó muy adentro. Sin manos para evitar la caída, Winslow se dio de bruces contra el suelo. Fue como si el mundo se hubiese quedado de repente sin aire, como si estuviese tratando de gritar pero no hallase la voz. Tras unos segundos logró inhalar una pequeña bocanada de aliento y se puso a resollar bajo el bozal.

Comenzaron a lloverle botellas. Los hombres derribaron la alambrada. Bently se abrió paso hasta Winslow agitando la pistola por encima de la cabeza. A Winslow le ardía el costado. Resoplaba ensanchando las fosas nasales y, como si estuviese tratando de despertarse de una pesadilla, murmuraba sin parar lo que en cuanto le quitaron el bozal pasó a ser un aluvión de palabras pronunciadas entre espasmos de dolor: «Sadie, llamar a mi Sadie…».

Volt

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