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Los pavos causaban tal alboroto que Winslow no oyó entrar a los niños. Llevaba un ave bajo el brazo y vio al hijo de Ham, Jim, dirigir a otros niños por la escalera. Uno a uno fueron desapareciendo en el altillo.

Se había pasado toda la mañana trabajando sin descanso. De un extremo al otro de la pared posterior del granero colgaban ganchos con cadáveres sanguinolentos. Una vez más, Winslow se acercó al tarugo y dejó caer el ave. Alzó un cuchillo de carnicero y le rebanó el pescuezo. La cabeza cayó en un cubo y el cuerpo dio un par de sacudidas antes de quedarse inmóvil.

Winslow sintió algo húmedo en la mejilla. Escuchó risas desde lo alto. Miró y descubrió a los niños silueteados contra el agujero del tejado. El de la gorra amarilla le hizo una seña. El niño carraspeó y volvió a escupirle. Los otros se rieron. Winslow fijó los ojos en esa gorra amarilla. Volvió a alzar el cuchillo. Las patas del pavo cayeron al suelo.

A la hora del almuerzo, Winslow salió al corral. Los niños le estaban esperando. Pasó cauteloso por en medio del grupo. El de la gorra amarilla dio un paso al frente. Era larguirucho pero muy fibroso y tenía las mejillas arrasadas por el acné.

–Encantado de conocer al nuevo –dijo dedicándole una sonrisa retorcida y extendiéndole la mano.

Winslow inició el movimiento para estrechársela pero el niño se abalanzó para darle un puñetazo en la tripa. Winslow se tensó y el puño golpeó de un modo extraño. El niño cayó al suelo sosteniéndose el brazo. Winslow se arrodilló junto a él, lloraba y se retorcía de dolor con el hueso de la muñeca rota a punto de reventarle la piel.

Ham corrió entre las aves y exclamó:

–¿Qué demonios pasa aquí?

Jim señaló al niño del suelo.

–Fue idea de Harold –le contó a su padre–. Harold quería ver cómo gritaba el nuevo con esos alambres.

Esa noche, Winslow siguió a Ham al Grifo de Barney, un bar alargado1 que tenía las puertas abiertas de par en par a pesar del frío. Ham se sentía mal por lo ocurrido con los chavales y montó una partida de póker como muestra de buena voluntad. Alrededor de una docena de personas bebían en la barra. Todos miraron a Winslow cuando se sentó frente al agente Bently y Rico, el anciano del calabozo.

Jugaron con cacahuetes por valor de un centavo. Winslow hacía un gesto para pedir carta y golpeaba con los nudillos en la mesa para subir la apuesta, vio que no necesitaba hablar. Se llevó una botella a los labios y la cerveza se escurrió entre sus dientes. Después de varias botellas, Winslow estaba completamente borracho en una estancia llena de extraños. Le pasó una nota a Rico que le dedicó una de sus sonrisas dentudas y tuvo que alejarse el papel para poder leerla.

–Red dice que tuvo un hijo.

–¿Un hijo? –dijo Ham–. ¿Y qué fue de él?

–No seas ignorante, Ham –Bently miró a Winslow a los ojos para hacerle comprender que no tenía por qué responder.

Winslow garabateó WHISKY y le tendió el papel a Ham.

Una voz gritó su nombre. No, no su nombre. La voz gritó: Red. Winslow se volvió hacia la voz. Tenía la vista turbia, apenas pudo distinguir a Ham en la puerta trasera del bar. Winslow tropezó al ponerse en pie y fue dando tumbos, abriéndose camino entre las mesas, hasta apoyarse en la pared junto a Ham.

–Necesito que conozcas a unos tipos –dijo Ham arrastrando las palabras y tambaleándose al bajar los tres escalones que conducían al solar yermo y oscuro.

Afuera aguardaban dos hombres jóvenes. Uno de barba rala que soltó el humo de lo que estaba fumando hacia la barandilla en cuanto los vio aparecer. El otro tenía la nariz respingona, parecida a un hocico, y no pestañeaba. Winslow bajó junto a Ham. El hombre-cerdo apretó el puño. Winslow se endureció de manera instintiva. El puñetazo crujió como una rama seca y el hombre se puso a corretear en círculos por el patio con la muñeca entre los muslos hasta dejarse vencer sobre la tierra como un animal abatido por un disparo.

Ham abrazó a Winslow por el cuello.

–Os dije que mi chico es una roca –cacareó hacia la noche–. Una puta roca humana.

Al día siguiente, Ham entró y atravesó el granero con las manos hundidas en los bolsillos de su mono de trabajo. Winslow lo vio venir y se giró hacia la pared de los ganchos. Tenía la cabeza emborronada por el humo y el whisky y se puso a mirar de cerca las plumas deslucidas de uno de los pavos.

–Por amor de Dios, Red –dijo Ham–. ¿Cuántas veces tengo que disculparme?

Winslow se dirigió hacia el tarugo de despiece.

–Tengo algo que proponerte –dijo Ham–. Así que escúchame.

Winslow agarró el cuchillo y miró a Ham.

–Eres el tipo más duro que he conocido en mi vida. Y verás –proyectó un pulgar hacia el corral–, esos chavales de ahí fuera quieren apostar cien pavos a que su chico puede tumbarte de un puñetazo. –Ham golpeó el tarugo con los nudillos–. Conozco a ese muchacho. Es grande como un autobús, pero lo que tiene de grande lo tiene de nenaza –dijo–. ¿Qué me dices, Red? ¿Cuarenta para mí y sesenta para ti?

La sangre brillaba en las manos de Winslow. Se odiaba a sí mismo. Todo esto me lo tengo bien merecido, pensó. Soltó el cuchillo, asintió a Ham.

Winslow siguió a Ham hasta la puerta donde se habían reunido los chicos dando brincos como cachorros. El que le sacaba una cabeza a los demás, ancho como una puerta, arrojó a un lado su chaqueta universitaria verde y dorada e hizo crujir su puño rollizo. Ham situó a Winslow contra la cerca. El chico se plantó ante él.

–Esto va por Harold –le bufó.

Winslow indicó con un gesto que estaba preparado.

Un gancho como un ladrillo atado a una cadena lo lanzó contra la cerca y le hizo rebotar hacia adelante, pero se mantuvo en pie. Exhaló a través de los dientes. Inhaló con calma. La voz de Ham sonó por encima de las maldiciones de los chicos. «Este es mi salvaje. Mi roca.»

Volt

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