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Las visitas se sucedieron a lo largo de todo el día. Se presentaron los primos de Winslow, su banquero, los vecinos de arriba y los vecinos de abajo. Hablaron de carreras de caballos, de excavaciones a cielo abierto y de sabuesos. Jimmy Lang había cazado un ciervo de seis puntas. Helen Farraley había arrestado a Harlan Delmore por cultivar marihuana en su silo. La pequeña Janice Franklin se había vuelto a quedar embarazada. Winslow tirado en el sofá, Sadie entrando y saliendo de la cocina a por café y galletas. Nadie preguntó dónde había estado ni cómo se había lastimado y Winslow supuso que ya lo sabían.

Fue como volver a revivir el funeral, gente hablando cordialmente y en voz baja, inundando la cocina de tartas, cazuelas y tarros de conservas. El sentimiento fúnebre conjuró en él el recuerdo, enterrado hacía mucho tiempo, del día en que Rodney desapareció.

Ya era bien entrada la noche y su hijo llevaba perdido desde el mediodía. En el porche Sadie había abrazado a Winslow y le había dicho que no se preocupase, que seguro que no le había pasado nada. Entonces un caballo se puso a cocear su cubículo en el establo. Encontraron a Rodney durmiendo en uno de los comederos. En retrospectiva resultaba una visión adorable, el niño enroscado como en un útero. Pero Winslow lo despertó tirándole del brazo y gritándole todas las cosas horribles que le podían pasar a los niños que actuaban por su cuenta. Sadie le agarró la mano y se lo llevó de vuelta a la casa diciéndole que estaba sacando un poco las cosas de quicio. Dejó que Rodney se rezagase.

Winslow lo recordaba ahora con toda claridad, lo recordaba como nunca lo había recordado, y se dio cuenta de que Sadie siempre había sabido que, incluso más que Rodney, quien necesitaba ser velado de cerca era él, era él quien necesitaba la firmeza de su consuelo y su sensatez.

La casa estaba a oscuras salvo en el salón. Sadie le sirvió un cuenco de guiso de atún, dijo que estaba agotada.

–Voy a darme un baño y a meterme en la cama –le dijo con los ojos puestos en la escalera del recibidor. –¿Te tomas tu pastilla y apagas la luz?

–Claro –dijo Winslow desde el sofá.

–Puedes poner la tele si quieres. –Se dirigió al recibidor–. No te quedes despierto hasta muy tarde.

–¿Sadie?

–El mando está en la mesa. –Se aferró al pasamanos y se quedó mirando la oscuridad que reinaba en las escaleras.

–¿Sadie?

Solo volvió la cabeza. Sus ojos se encontraron con los suyos y se miraron.

–Ojalá pudiera quitarme el cerebro y meterlo en tu cabeza –dijo Winslow–. Solo por un momento. Así sabrías todo lo que no encuentro el modo de decirte.

Sadie sonrió, sus ojos cansados.

–Que duermas bien, Winslow –dijo–. Hasta mañana.

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