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A LAS ÓRDENES DE LA IGLESIA

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El secreto del éxito del catolicismo radicó en que los cristianos estaban muy bien organizados, pues habían logrado desarrollar en poco tiempo una poderosa estructura, la Iglesia, eficazmente implantada gracias a una red territorial muy jerarquizada que partía del nivel local de la parroquia y llegaba hasta el papa de Roma, pasando por los jefes de las «provincias eclesiásticas»: los obispos.

La consecuencia fue que la Iglesia inicialmente clandestina, pasó a convertirse, tras su oficialización, en un auténtico «Estado» dentro del Estado romano. Así, los emperadores empezaron a tener problemas con los obispos que, como estaban crecidos, se habían vuelto respondones. Y ahí es donde empieza la tormentosa historia de las relaciones entre Iglesia y Estado que técnicamente recibe el nombre de «cesaro-papismo», ya que el conflicto se dirimía entre los jefes de los dos «Estados»: los césares y los papas. Hoy en día, dos milenios después de su aparición, la Iglesia católica sigue teniendo su sede en un Estado independiente: el Vaticano que manda sobre una impresionante red territorial que se extiende por el mundo entero. Lo cual, sin duda, es todo un record de longevidad.


Imagen 11. Sacerdote en el Vaticano, el centro neurálgico de la Iglesia Católica (universal) (Fotografía de Verónica Velasco Barthel).

La Iglesia se convirtió pues en un lobby poderosísimo que pudo presionar no solo a los emperadores romanos, sino a sus sucesores, los reyes germánicos, cuyos súbditos, mayoritariamente «romanos», compartían un mismo credo, el cristiano, que los ponía a las órdenes de los obispos. Por eso a aquellos monarcas germanos no les quedó otra que convertirse al catolicismo, en virtud del principio de si no puedes ganar a tu enemigo, únete a él. De hecho, no solo se hicieron católicos, sino que llegaron a un acuerdo con los obispos de su reino por el que la Iglesia consagraba al rey y lo convertía en figura sagrada e inatacable, y a cambio, integraban la estructura eclesiástica en el gobierno del reino. Así, por ejemplo, en el Reino visigodo hispánico los «concilios» o asambleas de obispos que se reunían en la capital Toledo –que a día de hoy sigue siendo la sede primada en España, pues su arzobispo es el jefe de la Iglesia española– y regían la Iglesia hispánica, integraron al rey y a la plana mayor de los notables visigodos. Así, en los concilios de Toledo se tomaban las decisiones más importantes y se aprobaban las leyes más trascendentales, como la compilación legal general llamada Liber iudiciorum (654), el primer gran monumento legislativo hispánico que en parte de España está en vigor nada menos que hasta 1889, fecha de promulgación del Código civil.

El poder acumulado por los obispos hispánicos fue tal que uno de ellos, Isidoro de Sevilla (556-636), una de las mayores eminencias letradas de todo Occidente, llegó a defender por escrito, con total desparpajo, que los reyes para ser legítimos deben actuar rectamente, porque de lo contrario dejan de ser reyes72. El grado de sumisión del poder real a la autoridad eclesiástica en el Reino visigodo de Toledo era, pues, tremendo.


Imagen 12. San Isidoro de Sevilla en los billetes de 1000 pesetas de 1965.

Los que pagaron el pato en todo esto fueron los judíos hispánicos, ya que a partir de la «conversión» de Recaredo I en el III Concilio de Toledo (589), los reyes visigodos, instigados por los obispos, empezaron a perseguir duramente a quienes acusaban de haber condenado a muerte a Jesucristo.


Imagen 13. Los reyes visigodos Chindasvinto, Recesvinto y Égica. Representados en el Códice Albeldense o Vigilano (siglos IX y X) que recoge entre otros documentos, numerosos cánones aprobados en los Concilios de Toledo.

Este tipo de acuerdo entre reyes y obispos no es exclusivo de la España visigoda pues se generaliza prácticamente en todos los reinos germánicos. Y, como sabéis, son los francos los que llevan esta alianza hasta sus máximas consecuencias, gracias al trascendental acuerdo suscrito en el año 751 entre Pipino el Breve, padre de Carlomagno, y el papa Esteban II. Un pacto por el que los papas se convertían en soberanos de un nuevo reino: los Estados eclesiásticos, que habían conquistado para ellos los soldados feudales carolingios, a cambio de lo cual Esteban II consagró al rey franco, sucesor del usurpador Carlos Martel, como soberano legítimo de los francos. Los Estados de la Iglesia desaparecieron en 1870 cuando las tropas italianas conquistan Roma y la convierten en capital del Reino de Italia, pero Mussolini, en virtud de los Acuerdos de Letrán, crea en 1929 la ficción del Estado vaticano. Y en estas seguimos...

Imágenes 14 y 15. ARRIBA: Benito Mussolini rodeado de sus “quadrumviros”Cuadro alegórico de la Marcha sobre Roma (28 de octubre de 1922). ABAJO: Mapa de la ciudad del Vaticano de 1 de febrero de 1929. Anexo a los Acuerdos de Letrán.

Lo importante es que entendáis que en la Europa de la Alta Edad Media (siglos VIII al XI) el catolicismo se había consolidado como religión universal en toda la «cristiandad». Así, y aunque no había ya un emperador en Roma, sí existía en la Ciudad eterna un papa que ejercía de cabeza de la Iglesia católica, apostólica –porque tenía entre sus objetivos propagarse mediante la «evangelización» de los pueblos no creyentes (paganos)– y «romana». Cuando se produce el estallido feudal los europeos eran, pues, ya profundamente creyentes y por eso no solo se encontraban plenamente integrados en la estructura de la Iglesia, sino que estaban totalmente por la labor de aceptar que el mundo se regía por la ley de Dios. No los unía una estructura política común, ya que el antiguo Imperio de Occidente había quedado dividido en reinos diversos, pero sí compartían firmemente una concepción «teocrática» del mundo y de la sociedad. Todos creían firmemente que el único poder legítimo era el otorgado por Dios, «creador del cielo y de la tierra», y desde luego del orden jurídico73. Por eso, desaparecido el imperio, el orden creado por Dios todopoderoso (Pantocrátor) se convierte casi automáticamente en la base del nuevo derecho que necesitaba aquel Occidente postimperial.


Imagen 16. El bellísimo Pantocrátor del ábside de Sant Climent de Taüll (1123).

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