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ОглавлениеCAPÍTULO 5
EL SALÓN OVAL
En el ala oeste de la Casa Blanca, frente a un escritorio adornado con el escudo del águila calva, se encontraba ella. Esa mañana habría una importante reunión con el Consejo de Seguridad Nacional. Tenían poco tiempo y muchas cosas para resolver, pues la vida de una nación y de buena parte del mundo occidental dependía de sus decisiones.
Desde la asunción de la presidencia, cada día había sido un desafío como primera mujer al mando de la nación más poderosa del mundo. Pero nunca como ese día sentía la responsabilidad pesando sobre sus hombros.
Margaret, su secretaria, la llamó por el interno.
—Ya han llegado todos —anunció.
—Que pasen entonces —invitó ella—. Estoy pronta.
Tres hombres de traje oscuro, dos generales y cuatro mujeres de aspecto ejecutivo componían el grupo de consejeros que abordarían los principales asuntos de seguridad nacional. De ellos dependía la respuesta al último ataque terrorista que se había activado contra los aliados occidentales, entre los que se encontraban los Estados Unidos.
La meta estaba clara. Había que hacer desaparecer al Estado Islámico y a los terroristas, aunque en un principio ellos mismos hubieran alentado la formación de aquel monstruo.
Sin embargo, ahora esos grupos estaban totalmente fuera de control y tenían bajo amenaza bases estratégicas e importantes reservas de petróleo de los americanos. Por otra parte, la extensión de los dominios del Estado Islámico y su poderío económico y militar ya había crecido demasiado. Era el momento de ponerle fin.
Washington y el bloque occidental europeo habían creído que estos terroristas no serían más que una cuadrilla de asesinos a sueldo, manipulables como tantos otros en el pasado.
Históricamente, la superpotencia había aprovechado estas situaciones y, quizás por eso, alimentaron el poder militar de aquellas tropas realizando negociaciones por debajo de la mesa, procurando utilizarlos para sus propios intereses. Pero el Estado Islámico había dejado de ser un simple grupo de guerrilleros. Actualmente tenían moneda propia y comenzaban a autoabastecerse militar y económicamente, conquistando nuevos territorios y extendiendo sus dominios.
Como presidente de la nación, ella sabía que para combatir estos grupos había que incrementar las alianzas internacionales, tanto las manifiestas como las ocultas, en aquellos territorios. Estas últimas, tal vez fueran las más valiosas frente a la posibilidad de una guerra global y el descubrimiento de nuevas tecnologías de armamentos.
Arabia Saudita y Turquía eran actores clave en oriente medio para los aliados occidentales, pero el mundo musulmán ya desconfiaba de ellos y eso los hacía poco útiles a sus intereses.
Unos aliados indirectos, mucho más efectivos para combatir a los extremistas islámicos, habían resultado ser los kurdos. Estos eran un grupo disperso por distintos países del mundo musulmán, que tenían su propio idioma y religión y que aspiraban hacía muchos años a la conformación de un país independiente. Esta situación de marginalidad y opresión, los convertía en necesitados de una alianza fuerte especialmente con los Estados Unidos.
Tanto en Irak, Siria, así como en Turquía, las comunidades kurdas conformaban fuertes organizaciones que resistían los ataques del Estado Islámico, pero los kurdos mantenían de todas formas sus intereses separatistas.
El objetivo estaba claro para los Estados Unidos. Había que desarticular el terrorismo de guerrillas y su expansión por el mundo, por lo tanto, era preciso buscar los aliados adecuados, fueran estos quienes fueran.
Lo que preocupaba últimamente a los consejeros de Estado americanos, era la amenaza de ataque de un terrorismo bioquímico interceptado a través de las redes secretas del Pentágono y la CIA.
Lamentablemente, frente a la primera señal de alerta en las denominadas «Marianas» de internet —el nivel más profundo de la deep web— se había tardado demasiado en responder y tomar medidas. Por eso ahora era necesario actuar sin demora.
El objetivo era desarticular una compleja red que tenía base en distintos países musulmanes y que, debido a su enorme crecimiento demográfico eran ahora una pesadilla.
La reunión comenzó con palabras de la señora presidente, quien fue breve y concisa:
—Señoras, señores, todos saben por qué han sido convocados y los motivos apremiantes que debemos resolver. Aguardo vuestra información y consejos estratégicos. Yo me encargaré de conseguir los respaldos políticos necesarios, tanto en nuestro país como a nivel internacional. Pueden contar con mi absoluto compromiso y dedicación para estos fines —concluyó.
A continuación, el primero en hacer uso de la palabra fue el ministro de Seguridad Nacional. El general Maclean era un veterano de guerra con años de experiencia en los conflictos con medio oriente.
Sin mayores rodeos, aquel hombre que ya peinaba canas expresó:
—Es momento de atacar, movilizar tropas e interceptar posibles contraataques. Los rusos, los chinos y todo el bloque oriental están tomando la delantera en este asunto. En cuanto a la amenaza de armas químicas y bacteriológicas, tenemos información clasificada del servicio secreto israelí, sobre la nueva pandemia en la que nos encontraremos si no actuamos a la brevedad.
Pese al informe adverso que presentó el consejo económico, todos los demás participantes de la reunión sabían que si no intervenían en Siria, la guerra en oriente medio se perdería y las consecuencias serían nefastas.
La potencia nuclear americana estaba siendo superada por alianzas del enemigo con socios estratégicos. Entre ellos financiaban experimentos de armamentos químicos, que estaban empezando a desestabilizar los servicios de inteligencia americanos.
Ya era hora de poner freno a las nuevas armas introducidas mediante la importación de alimentos, las cuales, por alguna extraña reacción química, generaban la muerte selectiva de cientos de miles de personas a lo largo y ancho del mundo.
La guerra estaba tomando dimensiones que afectaban a la salud pública internacional, de una forma tan sutil como mortífera. En algo tan corriente como la importación de aves desde medio oriente, había sido implantada la simiente del desastre y ahora la pandemia se extendía por todo el planeta.
Los terroristas habían descubierto la manera de hacer penetrar las armas químicas de forma silenciosa. Parecía el principio de un tipo de guerra que no se había planteado anteriormente y que coincidía con el aumento de la compra de productos con el rito halal, obligatorio para la alimentación musulmana a nivel internacional.
Por otra parte, aquella amenaza esbozada en la ONU de los años setenta, planteada por el argelino Houari Boumédiène de conquistar el mundo con el vientre de las mujeres musulmanas, parecía estar materializándose. La profecía no solamente afectaba la demografía, la cultura y la religión, sino la vida política y a la economía internacional. Si la población islámica radicalizada continuaba en franco crecimiento, era cuestión de pocos años para que dominaran el mundo e impusieran sus dogmas.
La estrategia terrorista era financiada en las sombras por los grandes poderes de las corporaciones y la denominada “Nobleza Negra”, quienes se beneficiaban históricamente del fanatismo religioso. En los países occidentales, se compraban alimentos con rituales halal para refugiados y emigrantes musulmanes, para conformar los valores de este tipo de población. No obstante, actualmente estos productos se habían transformado en bombas químicas de activación selectiva y esa era la gran preocupación.
Estados Unidos y Europa habían sido notificados y advertidos de la situación y ya estaban intentando deshacerse de estos alimentos. Pero en la actualidad, era difícil saber cuáles de ellos contenían potencial mortífero y cuáles no, pues en contacto con otros productos alimenticios transmitían estas nefastas capacidades. Debido a la expansión del comercio musulmán y al supuesto contagio entre los alimentos, había comenzado un tipo de guerra donde el caballo de Troya podía encontrarse en el plato de comida de cualquier familia. De esta forma, la mesa estaba servida para el desastre.
—Pues entonces, nos desharemos de las últimas importaciones de alimentos de medio oriente y volveremos a una política subsidiada de producción, mientras nos organizamos militarmente —propuso ella.
El general Maclean asintió agregando:
—No será sencillo, señora presidente, sobre todo por el crecimiento de nuestra propia población musulmana, que demanda este tipo de alimentos con el ritual halal. No obstante, junto a la dirección de salud y producción alimenticia, intentaremos que se realice ese ritual dentro de los Estados Unidos y con el control de nuestro gobierno.
Me parecen excelentes medidas, general, pero debemos pensar también en una estrategia de respuesta militar —expresó la presidente, acomodando su cabello detrás de las orejas.
—Por cierto —continuó Maclean—, en cuanto al contraataque, hemos pensado que podemos emular la estrategia kurda que parece estar dando buenos resultados.
—¿Los kurdos? Tenía entendido que eran un pueblo bastante atrasado militarmente con respecto a nosotros. ¿Cuál es esa estrategia, general?
—Las mujeres, Sra. presidente. Las mujeres armadas.
—No entiendo, general.
—«Todo hombre que muera en manos de una mujer en combate dejará de merecer el paraíso», recitó Maclean. Así lo dispone la sharía y la interpretación que le dan los extremistas a los suras del Corán.
Debido a estas creencias, las milicianas kurdas los están exterminando en algunos puntos de la resistencia, tanto en Irak como en Siria —añadió otro de los miembros de la comisión de seguridad —. Por lo tanto, tal como indica el general Maclean, las mujeres armadas en el combate cuerpo a cuerpo son una buena apuesta estratégica.
—¡Vaya! —Sonrió la presidente—. Parece que después de todo sí existe una kryptonita para estos terroristas desbordados —apuntó ella, mirando fijamente al general en jefe.
—Mandaremos nuestros propios ejércitos femeninos — concluyó Maclean—. Nos encargaremos de ello—acotó su subalterno, mientras el resto de los presentes asentía unánime.