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CAPÍTULO 11

LA CARTA

Acabado el frugal almuerzo, el camarlengo se retiró a sus aposentos para tomar una breve siesta que acostumbraba a hacer por las tardes.

Baglione era un hombre de rutinas a quien no le agradaban los sobresaltos ni los imprevistos, en especial los que provinieran de su ámbito familiar.

Tras la muerte de su madre, pensó que ya no tendría más vínculo con el resto de sus parientes. Menos aún con su hermana Sara, a quien íntimamente detestaba. Por lo tanto, la llegada de aquella inesperada comunicación, no solo lo fastidiaba, sino que le inquietaba que algo pudiera arruinar sus planes.

No obstante, pudo más la curiosidad que sus oscuras emociones y munido con el cortapapeles, rasgó el sobre y se dispuso a leer la carta.

«Giuseppe,

Han pasado muchos años y seguramente te sorprenda recibir estas líneas. Bien sabes que no lo haría si no fuera por alguna poderosa razón. Ambos, probablemente sentimos que es difícil considerarnos como hermanos luego de lo ocurrido.

De todas maneras, apelo a tu humanidad y al tiempo que alguna vez compartimos en familia, para que puedas comprender la situación en la que me encuentro.

Como bien sabes, hace varios años que falleció Antonio, quedándome viuda y a cargo de las niñas.

No sé si recordarás el nacimiento de mi segunda hija, Belén. Ella tomó los hábitos tiempo atrás y partió como misionera hacia medio oriente. Allí le fue asignado un lugar en Siria con las hermanas agustinas, para ayudar a los refugiados.

Tristemente, hace un par de semanas nos enteramos que la iglesia de San Agustín en la ciudad de Palmira, fue atacada y quemada por grupos terroristas.

Sabemos que es prácticamente imposible que nuestra querida Belén haya sobrevivido. Pero somos, ante todo, buenas cristianas y el Señor a veces obra milagros.

Es por eso que te molesto luego de tanto tiempo de silencio. Dada la autoridad que hoy posees en la Iglesia, quizás puedas obtener información respecto de lo sucedido con mi hija, que es también tu sobrina.

Apelo a la elevación espiritual que sustenta tu cargo, para que puedas considerar mi pedido, que no es otro, que el de una madre desesperada.

Cualquier gesto de tu parte lo agradecería infinitamente, formando quizás nuevos cimientos, para reconstruir nuestra relación y tal vez volver a transformarnos en una familia.

Ese era el mayor anhelo de nuestra difunta madre.

Recibe un fraternal abrazo,

Sara.

—¡Maldita sea! —rugió Baglione.

¡Otra vez su hermana irrumpiendo en el perfecto equilibrio que había instaurado en su vida sacerdotal! Nuevamente aquella metiche aparecía en su camino para reclamarle o pedirle algo. Ella, la misma que lo había descubierto y juzgado por su condición, era ahora quien venía a solicitarle que tuviera compasión por su sufrimiento.

Lo mejor sería que su hija estuviera en manos de los terroristas—pensó—. Así su hermana expiaría con su dolor lo que le había hecho vivir a él en carne propia.

¡No movería un solo dedo para evitarle el sufrimiento a esa mujer, que todavía tenía la osadía de escribirle como una hermana! Nunca le perdonaría su falta de sensibilidad, su mirada prejuiciosa y la escena nefasta que tanto había marcado su vida.

Si no hubiera sido por eso, tal vez se hubiera animado muchos años después a volver a declarar su amor. Pero la mirada de la mocosa, el llanto de su madre y la ira de su padre, al enterarse de su homosexualidad, lo habían degradado.

Tal fue su trauma, que luego de aquel incidente nunca más se sintió merecedor de amar o de ser amado.

Esa traidora había destrozado su autoestima y su juventud.

Quizás ese fuera el motivo por el cual ahora se conformaba con tímidos secretarios, a quienes manejaba como gato que juega con ratones. No obstante, aquellos «pasatiempos» estaban lejos de satisfacer sus necesidades afectivas.

¿Cómo olvidar a quien había sido su amor platónico? ¿Cómo perdonar a quien había sido su rival?

¡Su propia hermana! La que había ganado el amor de Antonio y se había casado con él formando una familia. ¡Nunca podría perdonarla! Tal vez si ella no hubiera existido, Antonio en algún momento hubiera reparado en él.

Quién sabe si las cosas entonces no hubieran sido distintas y si Antonio aún no estaría con vida a su lado. Él se hubiera encargado de cuidarlo y tratarlo como merecía. No hubiera permitido jamás, que viajara a aquellas tierras salvajes al otro lado del mundo, donde no había podido recibir el tratamiento adecuado.

Sara era la culpable. Ella lo había hipnotizado, lo había embrujado como hacían todas las mujeres con los hombres que eligen de presas. Él había visto cómo ella se arreglaba por las tardes para esperarlo, resaltando sus encantos femeninos y hablándole con palabras almibaradas.

Desde entonces, Giuseppe Baglione odiaba profundamente a su hermana y, en general, a todas las mujeres. Pero a Sara la detestaba más de lo que su corazón quería recordar.

Aquella traición había sido también el origen de su ingreso al seminario, en la que luego de una larga carrera sin vocación, había tomado los hábitos. Poco a poco fue superándose, hasta que comprendió que quizás esa era la única manera de alcanzar un lugar de destaque y reconocimiento. El de entonces era un mundo hostil para aceptar su condición y vivirla abiertamente.

No obstante, nada ni nadie podía ahora arrebatarle la posición que detentaba.

Era imposible perdonar a quien había sido su peor enemiga. Su hermana, un ser deleznable como la mayoría de las mujeres, excepto su querida madre. La única santa, además de la Virgen María.

Todo aquello debía permanecer en el olvido y en el más absoluto secreto—reflexionó—, mientras encendía una cerilla para quemar la carta. Su íntimo deseo era que al hacerlo, estuviera quemando también las esperanzas de su hermana de encontrar a su hija con vida.

Sonrió ante el espejo pensando en las vueltas del destino. Si de él dependía, la joven jamás aparecería. Si no la hubieran matado los terroristas, buscaría la forma de que tuviera algún accidente para que no pudiera volver a los brazos de su familia.

Su Dios era el del Antiguo Testamento y sabía que eso no era bien visto por otros clérigos. Pero él creía en la venganza y en la justicia divina.

Las rosas del apocalipsis

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