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CAPÍTULO 1

HUMO

El camarlengo Giuseppe Baglione despertó alterado con un rosario de cuentas negras entre las manos. La noche de vigilia y oración había sido traicionada por el cansancio de un simple mortal.

Mientras tanto, la Plaza «San Pedro» exigía respuestas.

Multitudes se agolpaban a las puertas de la Santa Sede, esperando el humo blanco y nuevos tiempos de esperanza para la Iglesia católica.

Los cardenales habían pasado tres días sin contacto con el mundo exterior, pero ninguno de los candidatos había obtenido los dos tercios del sufragio necesarios para ser electo. Por este motivo, se había convocado un día completo de retiro y oración, aguardándose una resolución en el cónclave de esa mañana.

En un descuido, el rosario de cuentas caoba rodó sobre la lujosa alfombra y Baglione cuidadosamente lo volvió a colocar junto al altar. Aquel objeto era un regalo especial de Carlo, su tutor espiritual y anterior pontífice. Nadie podía llamar al difunto papa por el nombre de pila, pero para él, era la forma habitual de dirigirse a su amigo.

Los ojos se le humedecieron una vez más al recordarlo. Jamás iba a olvidar el día en que Carlo aceptó el honor de ser el santo padre, eligiendo el nombre de Pedro II con todo lo que eso implicaba. Ningún pontífice se había animado a utilizar esa denominación, por respeto al primer apóstol y también por temor a las profecías de san Malaquías, que anunciaban el fin de los tiempos para ese papa. No obstante, Carlo siempre tuvo claro que su misión era la continuación de la obra, de quien fuera la piedra fundamental sobre la que se construyó la primera Iglesia.

El camarlengo mantendría siempre en su memoria la mirada del flamante papa al salir de la «sala de las lágrimas» aquella mañana. La sotana blanca hecha a su medida y la bendición que dio a la multitud desde el balcón.

Invadido por los recuerdos, Baglione se postró nuevamente frente al altar y tomando el gastado rosario pidió iluminación a Dios, para mantener su mente alejada de las cuestiones del mundo. No obstante, las plegarias parecían reticentes a la intervención divina y los recuerdos perturban sus mayores esfuerzos de concentración.

En ese momento, otra imagen se coló sin permiso en su memoria. Sellar las habitaciones papales tras corroborar la muerte de Pedro II y romper frente al consejo el anillo conocido como «Pescatorio», eran los peores recuerdos de aquellos días de pesadilla.

Muchas cosas extrañas habían sucedido esa oscura mañana de noviembre, asuntos que aparte de él solo conocía Dios.

Las palabras pronunciadas horas atrás por el cardenal Rudolph Hailler también retumbaban en sus oídos.

Pasado, presente y futuro lo acosaban sin concierto.

Enormes cambios sociales se estaban manifestando a nivel internacional. Frente a un mundo occidental decadente, crecía un oriente violento y unificado bajo la fe islámica.

El resultado de la denominada «Primavera Árabe» ocurrida décadas atrás, había desembocado ahora en un nuevo tipo de «guerra santa». Las múltiples guerrillas, los problemas sanitarios y climáticos, sumados a los constantes ataques terroristas, hacían cada vez más difícil la vida humana y la paz internacional pendía de un hilo.

En cuanto a los aspectos religiosos, la fe católica estaba siendo duramente cuestionada por una sociedad cada vez más secularizada. Las mujeres habían llegado a lugares de poder impensados para el actual camarlengo.

—¡Pero en la santa Iglesia no! —gritó hacia adentro su sangre roja como el atuendo cardenalicio.

El Vaticano había resistido siglos de conflictos, movimientos y revueltas por la igualdad de derechos dentro del clero. No obstante, las crisis actuales evidenciaban una humanidad cada vez más permisiva. Era importante que la Iglesia no cayera en esa redada.

Debido a lo complejo de la situación y en vísperas de una nueva elección papal, todos los altos cargos del mundo católico habían sido convocados durante el novenario de luto. Era sabido que nunca como en aquella ocasión, el nombramiento del nuevo pontífice sería clave para el futuro de la Iglesia Católica. De las características personales del elegido, dependía la paz y la unidad interreligiosa o el conflicto y las guerras santas a escala global.

A pesar de estas preocupaciones, el camarlengo presentía que aquel sería un gran día. Algo en su interior le decía que finalmente acabarían las amenazas y con la gracia de Dios, un nuevo papa dirigiría los destinos de millones de fieles en todo el planeta.

En ese instante, el sonido grave de las campanas lo despertó de sus cavilaciones. Baglione se vistió según el protocolo y salió sin más demora para unirse al resto de los cardenales y entonar el Veni Creator Spiritus.

Acabadas las letanías, los prelados se dirigieron a la capilla Sixtina y allí esperaron reunidos en pequeños grupos, aguardando al decano Rudolph Hailler, para que presidiera el escrutinio.

El decano cardenalicio llegó minutos más tarde y junto con él todos los purpurados ingresaron al recinto que fue sellado decretando el extra omnes.

Cada uno de los presentes tomó asiento en su silla de cedro y se iniciaron las deliberaciones. No obstante, el rostro del cardenal Hailler parecía desencajado, por lo que Baglione adivinó que no era el único que había pasado una mala noche.

Así comenzaron los rituales previos y la distribución de las papeletas con la frase: «Eligo in summum pontificem» junto a un espacio en blanco. Cada cardenal debía colocar allí el nombre del «elegido» disimulando su propia caligrafía, tal como disponía el protocolo.

En esos menesteres se encontraba el cónclave, cuando intempestivamente el decano cardenalicio cayó al suelo como fulminado por un rayo.

El espanto fue generalizado y varios minutos pasaron antes de que se pudiera avisar a la guardia suiza. La situación era de una excepcionalidad tal, que generó un verdadero caos entre quienes sostenían que ya no podían abrirse las puertas del cónclave y los que creían que era una situación extrema y había que actuar en consecuencia.

Lo cierto era que el estupor se había instalado en el rostro y alma de los clérigos de sotana escarlata, por lo que suspendieron una vez más las votaciones papales, en esta ocasión, de forma indefinida hasta que hubiera un clima más propicio elegir al nuevo pontífice.

En esos momentos, la imagen del difunto parecía sagrada. El decano yacía en el piso con las manos aprisionando su crucifijo, mientras los ojos tiesos se perdían en el infinito.

Lo único que desentonaba en la póstuma escena del impecable cardenal alemán, eran sus zapatos rojos inusualmente manchados de lodo. Pero nadie, excepto el camarlengo, parecía haber notado ese detalle.

Las rosas del apocalipsis

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