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CAPÍTULO 7

LAVANDERAS DEL ÉUFRATES

Belén se encontraba exhausta, ya no sabía cuántos días y noches habían transcurrido en su peregrinar por distintos pueblos y aldeas de la Siria rural, siguiendo la estrella indicada por Tarik para no desviarse. Lo más difícil había sido la travesía nocturna por zonas desérticas, pero la gracia divina la había acompañado, y en ese trayecto no hubo de cruzarse con mayores peligros.

En aquel momento había muchas personas que viajaban solas o en pequeños grupos de «caminantes». Hombres, mujeres y hasta niños de diferente edad y religión, buscaban refugio del avance terrorista en las tierras del norte. El objetivo era poder llegar hasta Europa, la nueva tierra prometida para quienes huían de los horrores de la guerra en oriente medio.

Los más agraciados pasaban las fronteras e ingresaban en campos de refugiados. Allí recibían ayuda de organismos internacionales o eran acogidos por algún país que hubiera implementado ese tipo de políticas.

Sin embargo, la mayoría deambulaban en un incierto peregrinar hacia cualquier destino, que no fuera caer en manos de los extremistas fanáticos.

De ese modo, una silenciosa mujer entreverada en un grupo de familias, vestida con hiyab y lentes oscuros, no llamaba mayormente la atención. Había sido realmente muy buena la idea de Tarik de vestirse como musulmana para poder integrarse.

Por otra parte, a pesar de sus magros conocimientos del idioma, Belén siempre había tenido un excelente oído para las lenguas extranjeras. Por lo que las palabras que iba aprendiendo diariamente, las podía repetir luego con gran naturalidad.

Sin embargo, lo que más había colaborado para mantenerse a salvo, era sin duda su actitud de silencio y recogimiento. La misma, generaba un halo protector y un manto de conveniente invisibilidad dadas las circunstancias.

Luego de varios días y noches en la motocicleta hasta agotar la gasolina y después caminando como tantos otros, la religiosa agotó sus reservas de agua y alimentos. No obstante, tal vez por gracia divina, pudo llegar hasta una pequeña aldea sobre el río Éufrates, donde aprovechó para aprovisionarse y descansar.

Mientras se refrescaba en el río, tuvo la fortuna de coincidir con un grupo de mujeres lavanderas. Decidió hablar con ellas mostrándose dispuesta a colaborar y ofreciéndose por si había alguna vacante de trabajo. Su petición fue bien recibida, lo que acrecentó su optimismo pensando que no iba a ser tan difícil encontrar un lugar donde guarecerse por las noches y reunir dinero extra para continuar su viaje hacia Tell Abyad.

«Lavanderas del Éufrates» era el nombre del emprendimiento que se dedicaba al lavado de ropa en forma artesanal. Allí se brindaba servicio a pueblos cercanos donde todavía no habían llegado los avances tecnológicos. En ese entorno, los lavarropas automáticos eran verdaderos artículos de lujo.

Con el correr de los días, Belén fue tomando confianza y estableciendo relación con las mujeres de la aldea. Así consiguió compartir mejores trabajos y obtener algo de dinero extra. De esta forma, obtuvo también un lugar donde dormir en un cobertizo cercano al lavadero principal. Aquello era mucho más de lo que se hubiera atrevido a imaginar cuando partió de la iglesia en ruinas. Pero el tiempo pasaba e iba siendo hora de comprar un boleto para conseguir un salvoconducto hacia Turquía y posteriormente un pasaje desde Roma a Montevideo.

Su segundo objetivo era encontrar a la madre y a la prometida de Tarik. Aquel hombre que vestía el ropaje del enemigo le había salvado la vida y ahora ella quería cumplir con su palabra.

El camino desde la aldea hasta la ciudad de Tell Abyad, se realizaba mediante un camión que llevaba trabajadores, familias y gente como ella que huía de las ciudades del sur. Pero aquel transporte, a diferencia de la peregrinación junto a las familias de refugiados, era peligroso para las mujeres solas.

Belén intuía que esa travesía no sería fácil, por lo que cuando una de las lavanderas comentó que iría hacia el norte con su familia, decidió consultarle para ir con ellos. La excusa de ser viuda y tener que encontrarse en Tell Abyad con la familia de su difunto marido, parecía haber bastado para ser bien recibida.

Kaela era una mujer joven y de personalidad fuerte, a la que Belén le había caído en gracia desde el día en que la vio en el río. Con el correr de los días habían hecho buenas migas, así que cuando Belén pidió unírseles en el viaje, ella accedió de buena gana. La musulmana pensó que era natural que una viuda buscara protección familiar en esas circunstancias.

No era bueno en aquellos tiempos que una mujer quedara sin marido, así que Kaela pensó que quizás, como ella tenía hermanos mayores, Belén pudiera ser de su agrado.

«¿Por qué no?», pensó la improvisada Celestina. Después de todo, Belén era joven, hermosa y respetable. Sus hermanos eran hombres justos y buenos musulmanes que cumplían la voluntad de Alá. Esas eran las bases de cualquier buen matrimonio.

A Belén no le gustaba mentir, de hecho, este asunto de hacerse pasar por la viuda de un musulmán, la torturaba casi tanto como el miedo a caer en manos de los terroristas. Pero confiaba en que su Dios misericordioso le perdonaría estos pecados, a fin de preservar su vida para ayudar a la comunidad cristiana en otro lugar.

El día del viaje por fin llegó, y tal como habían convenido, Belén se encontró con su amiga en la improvisada estación, donde los lugareños tomaban esos precarios medios de transporte.

El objetivo de la familia de Kaela era llegar hasta la ciudad de Kobane, aún más al norte de la que iría Belén. La religiosa sintió que Dios estaba de su parte allanándole el camino, pues esa era la compañía familiar que necesitaba para poder viajar protegida.

Las dos mujeres se saludaron afectuosamente. Kaela siguiendo la tradición presentó su familia a Belén, comenzando por su padre y luego siguió en orden de edad con sus tres hermanos mayores. Por último, le presentó a su madre y hermana menor, que observaron a la extranjera con curiosidad. Pero al mirar a los ojos del hermano mayor de Kaela, la religiosa sintió un escalofrío. Aquel hombre manifestaba demasiado interés hacia ella y lo que era peor, portaba insignias militares del Estado Islámico.

En ese instante, Belén comprendió que la idea de su viudez no había sido tan buena como había pensado. Por algo Tarik le había dicho que se presentara como una mujer casada. También se percató, que había olvidado ponerse los lentes oscuros, pero por fortuna, al menos llevaba el hiyab cubriendo sus cabellos.

Entre las mujeres musulmanas el color de sus ojos era extraño, pero no llamaba tanto la atención. No obstante, una mujer pelirroja era demasiado exótica para esos parajes.

Farid volvió a mirarla con interés. Aquellos ojos color del Éufrates, no eran comunes entre las mujeres de su raza. Él conocía a muchos hombres que pagarían buenos dinares por una esclava así. Lo único que salvaba a la amiga de Kaela de sus tenebrosos negocios, era que fuera una viuda musulmana. A pesar de que se trataba de una mujer extranjera por su fuerte acento, había códigos a respetar durante el luto.

—¿De dónde eres Belén? —preguntó el hombre de forma intempestiva.

Sorprendida y atravesada por aquella mirada oscura, Belén titubeó.

—Soy europea, más precisamente italiana —volvió a mentir la religiosa—. Vivía en Roma con mi familia, pero fui enviada para casarme con un joven musulmán.

—Qué extraño —discrepó el hombre, que no parecía conforme con la respuesta.

En Italia la población musulmana era una franca minoría, así que para hacer más consistente su historia, Belén agregó detalles a su mentira.

—Cuando llegué a la ciudad de Palmira me fue informado que mi marido había muerto en batalla contra los infieles o que tal vez había desaparecido —alcanzó a decir, aferrándose a la última posibilidad de ser una mujer casada.

Kaela meneó la cabeza pensando que su amiga debía abandonar la idea de que su marido aún estaba con vida. Tendría que aconsejarle bien si Belén quería volver a formar una familia. Después de todo, una viuda musulmana solo debía esperar cuatro meses y diez días para sentirse libre y volver a desposarse.

Farid hizo una especie de mueca que Belén interpretó como aprobatoria. No obstante, la sospecha continuaba alimentando aquella mente turbada.

La religiosa se dio cuenta de que cualquier error frente a la familia de su nueva amiga, sería el fin de su misión y seguramente de su vida. Pero era tarde para arrepentimientos, el camión ya estaba en marcha cargado de alimentos, hombres, niños y mujeres con velos oscuros, que viajaban rumbo a las lejanas tierras del norte.

Las rosas del apocalipsis

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