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CAPÍTULO 13

PALMIRA

Ayman Al Said mandó destruir todo templo contrario a la fe musulmana en los territorios bajo su comandancia. Así quedaron reducidos a escombros monumentos y santuarios considerados patrimonio cultural de la humanidad y parte de la identidad de diversos pueblos y civilizaciones antiguas. Entre ellos cayó el histórico templo de Baalshamin y el hermoso santuario de Bel, dedicado a la deidad suprema de Babilonia, en la antigua ciudad de Palmira.

La bella ciudad de los siglos I a. C. a II d. C. que había sido uno de los centros más importantes del mundo, punto de encuentro de las caravanas de la seda, estaba desapareciendo entre las arenas del desierto.

De todo el antiguo esplendor no quedaba más que el recuerdo. Pero la mayor desgracia, era que junto a la caída de templos y monumentos, se derrumbaba también la cultura de pueblos avanzados, que ahora eran obligados a morder el polvo de una derrota brutal.

Parecía como si los hombres del Estado Islámico quisieran hacer que la historia volviera a escribirse a partir de su llegada. Pretendían provocar una amnesia colectiva, para perder cualquier tipo de referente contrario al régimen.

Tarik estaba consternado. Desde el encuentro con la religiosa católica, muchas cosas habían cambiado con respecto a su comprensión de la guerra santa. Le había impactado que alguien tan distinto a sus creencias fuera capaz de transmitirle tan profundamente la fe y el amor por un Dios desconocido.

Aquella no era una mujer corriente, en esa mirada azul habitaba un espíritu especial que trascendía cualquier religión. Quizás por eso decidió ayudarla de forma tan inexplicable.

Todo ese episodio había generado un gran revuelo en el campamento. Cuando los hombres de Ayman se percataron de la falta de una motocicleta y algunos víveres, comenzaron las investigaciones y el ambiente se había tornado tenso. Pero con el fragor de la lucha y las últimas victorias obtenidas, el asunto había quedado en el olvido.

Poco después de la quema de la iglesia de San Agustín siguieron la de otros templos religiosos, sinagogas y santuarios de distintos credos. Cada una de esas destrucciones eran celebradas como triunfos en el nombre de Alá.

Pero él ya no podía sentir satisfacción en eso. Tarik percibía que algo no estaba bien en lo que allí sucedía. No sabía precisarlo exactamente, pues había sido adoctrinado durante años. Pero matar y torturar personas indefensas, solo por profesar una fe diferente, era algo para lo que aun con el duro entrenamiento militar no estaba preparado.

Tal vez, si hubieran sido solo hombres en combate, se hubiera sentido honrado y merecedor del paraíso junto a las setenta y dos huríes. Pero las muertes que veían sus ojos diariamente, eran mucho más de lo que un hombre como él podía soportar.

Su pensamiento nuevamente se perdió rememorando a su familia y los ojos azul noche de su prometida.

Cómo le hubiera gustado haber escuchado a tiempo las súplicas de su madre, cuando le decía que no podía seguir a una religión que glorificara la muerte y la guerra. Ella había insistido en que debía optar por el camino recto que tenían los cristianos armenios como parte de su familia o los yazidíes kurdos como ella, pero Tarik decidió abrazar la religión de su difunto padre.

Abdulá había dejado la vida en pos del ideal suní y Tarik quería ser su continuador.

Por eso, o quizás por su falta de conocimiento de la política y la historia, había decidido enrolarse en el ejército del Estado Islámico. De esta manera y casi sin percatarse, se convirtió en una marioneta de intereses muy turbios. No solamente para el ejército terrorista, sino funcional a otros poderes que ni siquiera podía imaginar y que distaban mucho de la religión musulmana tradicional.

Tampoco evaluó cuando decidió entrar en aquella milicia, que él era un joven demasiado sensible para enfrentar los horrores de la guerra. Y menos aún pudo considerar, que la religión de su madre, en cuyos valores había sido educado, era algo muy diferente a los intereses por los cuales estaría luchando. Esto ahora provocaba que se sintiera tremendamente dividido y mortificado.

Saber que su facción militar pasaba por las armas a cualquiera que pensara distinto, utilizando además los últimos avances científicos para eliminar a miles de personas, le hacía sentir un profundo desprecio por sí mismo. Todo esto iba mucho más allá de lo que hubiera imaginado como una guerra limpia, menos aún como una «guerra santa».

No obstante, en el ejército de Ayman Al Said nunca habían existido desertores. Todos los que estaban allí sabían que el enrolarse en esa milicia era para matar o morir, y el temor a ser considerado débil era demasiado fuerte conociendo los métodos destinados para ellos y sus familias.

Debido a esto, Tarik sabía que la decisión de haberse unido a ese ejército no tenía retorno y estaba condenado a vivir diariamente en aquel infierno.

Su única esperanza era que la religiosa católica que accidentalmente había conocido, pudiera cumplir con su promesa. Quería mantenerse con vida hasta recibir alguna señal acerca del cumplimiento de su pedido, esa era su única motivación para levantarse cada mañana.

En la carta para su madre y en el camafeo enviado a Aisha, iban el último intento de salvar los pocos afectos que había tenido e intentar colaborar con la causa independentista de los kurdos.

Parecía descabellado pensar que un simple soldado pudiera tener algún tipo de incidencia en esos acontecimientos, pero algo en su interior le decía que por primera vez en mucho tiempo, había tomado la decisión correcta. Ese era su mayor anhelo.

Las rosas del apocalipsis

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