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Horacio no tenía más remedio que contarle a su madre aquella versión de los hechos. No es que fuese muy creíble, pero al menos era la menos fantasiosa. Que Orlando hubiese decidido volver a su país al no verse con la fuerza necesaria para poder soportar la presión social a la que estaría sometido tras la boda, junto con el terror que sentía cuando pensaba en lo poco que iba a poder disfrutar en compañía de su amada octogenaria, si es que el curso de la naturaleza no variaba, no parecía ser una historia demasiado ficticia o exagerada. Al menos su madre daba la impresión de haber picado el anzuelo. Al principio le había costado un poco aceptar que no volvería a ver a su joven prometido, pero al final no tuvo más remedio que admitir que uno de sus temores acababa de hacerse realidad. Esperaba que un muchacho de veinticinco años de edad se echara atrás en el último momento. Era, de hecho, lo más lógico. Horacio pensaba de la misma manera y su madre se limitaba a asentir mientras él le hablaba.

—Le ofreciste tu corazón y él prefirió aceptar una oferta para regresar a su país. Fue muy ingrato por su parte, mamá.

Y Jimena del Río y Villescas seguía asintiendo. Pensaba en lo mucho que echaría de menos aquellos momentos de recalcitrante romanticismo, en sus deliciosos masajes y en ese acento latino que tanto la fascinaba. Por otra parte, habría que empezar a buscar un nuevo enfermero y esa idea la excitaba. La novedad de tener otro amante —aunque muy probablemente tendría que volver a ser un amante narcotizado— siempre resultaba estimulante. Pese a que solo Orlando había sido capaz de contribuir de una manera consciente a sus expectativas amorosas, el hecho de no estar comprometida, aunque esto nunca fue un impedimento para Jimena, volvía a darle la posibilidad de sondear el mercado masculino en busca de excitantes novedades. Mientras tanto, debía conformarse con los cuidados de Mildrec, su asistenta, la cual podría ser muy habilidosa en cualquier tarea doméstica, pero jamás lograría satisfacer ciertos aspectos básicos de su vida. Algo que sí lograba el equipo de seguridad contratado para proteger la mansión y que estaba formado por tres corpulentos y atractivos hombres. Era el momento de retomar algunas de las viejas costumbres, se dijo mientras contemplaba a su hijo.

Tras unos minutos de silencio, en los que Horacio empezó a preocuparse al ver que su madre no dejaba de asentir con la cabeza, decidió que tal vez lo mejor era dejarla a solas con sus reflexiones. De modo que caminó sigilosamente hasta la puerta y, antes de abandonar el salón, le comentó que si necesitaba algo estaría en su despacho realizando algunas gestiones.

—Horas —dijo de pronto Jimena. Horacio se giró y la miró un instante.

—¿Sí?

—Supongo que denunciarás la desaparición.

Su hijo no supo qué contestar. A continuación bajó la mirada e hizo una mueca con la boca. Estaba claro que no había conseguido engañarla. Al parecer, su madre seguía conservando cierta lucidez, lo que le llevó a tener que imitarla en el gesto de asentimiento. Eso fue suficiente para Jimena, quien miró a través del cristal de la ventana sin mover una pestaña en cuanto Horacio cerró la puerta y se quedó sola. El estilo familiar no era el de preguntar antes de tomar decisiones y, por mucho que a ella le pesara, su hijo había hecho precisamente lo mismo que cualquier Del Río y Villescas habría llevado a cabo en su lugar, defender su territorio frente a lo que consideraba una amenaza para sus propios intereses. No podía reprocharle nada.

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