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El inspector Serranillos había pasado una mala noche. Otra más. Y el hecho de haber tenido que madrugar tanto para emprender un largo viaje no mejoraba las cosas. Era un fastidio, sin duda. Tal vez fuese ese el motivo de que al llegar a su destino se sintiera tan sorprendido. Había esperado encontrarse con un par de personas nada más, pero allí había decenas, tal vez más de un centenar. Y eso que era la antesala. Cuando entró a la sala principal comprobó que el número sobrepasaba con creces cualquier expectativa. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido tanta gente? Sin poder salir de su asombro, el inspector avanzó discretamente, esquivando a hombres y mujeres de edades muy dispares. También se topó con algún que otro niño despistado que trataba de encontrar a sus padres entre aquel bosque de piernas. Cuando logró atravesar la sala y se situó frente al ojo de buey, contempló durante unos segundos aquella imagen fantasmagórica. Antes de que los recuerdos comenzaran a fluir en su cabeza, notó que alguien le tocaba el hombro. Un hombre se había situado a su lado. Después, sin poder contener las lágrimas, se echó a sus brazos y prorrumpió en un sonoro sollozo, lo que atrajo la atención de los demás. El inspector se vio rodeado de pronto de gente que no conocía de nada, pero, contra todo pronóstico, ellos sí parecían conocerle a él, a juzgar por los abrazos y la sinceridad que mostraban al estrecharle la mano para darle el pésame. Durante unos minutos se encontró a sí mismo prestando sus hombros a varias personas al mismo tiempo, intentando consolarlas de la mejor manera posible pese a que no era capaz de reconocer a nadie. Para el inspector fue todo un descubrimiento recibir tanto apoyo inesperado. Se sentía algo abrumado. Hasta ese día el único abrazo que había recibido, sin contar los puramente formales que tenían que ver con las felicitaciones por su ascenso en el Cuerpo Nacional de Policía, solía ser el que cada noche le daba a su almohada. Por eso, ante la falta de práctica, se limitó a dar pequeños golpecitos en la espalda de quienes se acercaban hasta él para presentarle sus respetos. Era, de hecho, lo mismo que le hacía a su almohada antes de irse a dormir.

Tras lograr un respiro en el asedio al que estaba siendo sometido, el inspector Serranillos aprovechó para sentarse frente al ojo de buey y echar un rápido vistazo a su entorno. La profunda tristeza en la que estaba sumida la mayor parte de los asistentes era notable. Luego volvió la vista hacia el cristal y arqueó una ceja. No podía creer que aquel cabronazo hubiese dejado tantos corazones rotos. Su padre podía ser cualquier cosa, y a él no se le ocurría decir ninguna buena, pero lo conocía lo suficiente como para saber que la única huella que era capaz de dejar en los demás se debía a las generosas propinas con las que solía premiar a los camareros de los restaurantes que visitaba. No recordaba un nivel de generosidad en su padre que superara ese. En cualquier caso, hacía ya muchos años que no sabía nada de él. Alrededor de diez, si la memoria no le fallaba. Durante todo ese tiempo podría haber cambiado lo suficiente como para que en el día de su adiós se hubiesen congregado alrededor de su lecho de muerte tal cantidad de personas. Era una posibilidad remota. Si bien el inspector, volviendo a repasar aquellos rostros apesadumbrados, seguía sin reconocer a nadie. Allí no había ni un pariente cercano, lejano o mediano. Por si eso fuera poco, sus dos únicos tíos habían muerto hace tiempo y dudaba de que alguien proveniente de esa parte de la familia pudiera estar presente, salvo para asegurarse de que, en efecto, había acompañado a sus dos hermanos en su viaje al más allá. Tenían cuentas pendientes y nunca mejor dicho, pues su padre se había llevado la mejor parte de la herencia familiar tras el fallecimiento de sus abuelos y siempre circuló la sospecha de que hubo algún tipo de manipulación en los papeles notariales.

Por otra parte, ¿qué cojones hacía allí una tuna? El inspector Serranillos acababa de ver a unos cuantos hombres vestidos de tal guisa unos metros más allá. ¿Acaso su padre, al borde de la locura, había dedicado el último tramo de su vida a ser tunero o como coño se llamasen? Aquello sí que le dejó desconcertado. Primero porque su padre nunca fue capaz de manejar otro instrumento que no fuera la pandereta y segundo porque, al menos hasta donde llegaba su conocimiento, mantuvo siempre una particular obsesión por no aparecer en público más de lo estrictamente necesario. La tuna no encajaba en absoluto con la forma de ser de su padre. De hecho, no encajaba con nadie, ni siquiera con su único hijo. Aunque, viendo tal cantidad de gente, el inspector llegó a pensar que el viejo cabrón había estado llevando una doble vida a espaldas de su difunta esposa. Esa podía ser una teoría. Sin embargo, la descartó de inmediato. Su padre no tenía tantas luces. Y no es que engañar o llevar una segunda vida en paralelo fuese solo cosa de personas inteligentes, pero es que su padre tampoco era habilidoso y para mentir había que tener al menos cierta picardía. Él lo sabía mejor que nadie. Llevaba ejerciendo de inspector policial desde hacía más de una década. Lo suficiente como para saber algo del oficio y para detectar los perfiles psicológicos que eran más propensos a caer en ese tipo de comportamientos duales. No, su padre había sido siempre un tipo de lo más ordinario. Y ahora que lo observaba allí, amortajado, no parecía ni siquiera eso. Estaba blanco como la cera, como uno de tantos cadáveres a los que se había acostumbrado a ver en su día a día.

El inspector Serranillos se sentía triste por no sentir tristeza. Rodeado de tanta gente, tanta lágrima y tanto pañuelo pegado a la nariz, tenía la incómoda sensación de que era precisamente él, su propio hijo, el que menos dolor demostraba ante la pérdida. Y en cambio no dejaba de preguntarse a qué venía aquel escenario tan dramático. Al fin y al cabo, su padre jamás había movido un dedo por nadie. Si hubiese sabido en qué consistía eso de la empatía es muy probable que la hubiese usado como bolsa de basura. Dar cariño no fue nunca su cualidad más destacable. Su madre podía dar un testimonio fidedigno al respecto. De ella siempre pensó que había muerto de pena. Aunque el informe médico indicaba un prematuro ataque al corazón, el inspector sospechaba que el aburrimiento había sido la principal causa de su muerte. Estaba convencido de que su padre había perpetrado el crimen perfecto. Un asesinato indirecto y sin usar otra arma que no fuera la anodina vida en la que su madre se sumergió tras haberse casado con él. Recordaba aquella vez en que, al preguntarle a su madre sobre qué podía haber visto de interesante en un hombre tan feo, barrigón y torpe como ese, recibió una respuesta igual de desapasionada que el matrimonio que habían compartido durante más de treinta años. «Nada, hijo. Absolutamente nada», le dijo mientras hacía una tortilla francesa con ánimo desganado. Y el secreto de ese «nada», si es que había algún secreto —y era evidente que, cuando menos, debía de existir un pequeño enigma, aunque solo fuera del tamaño de un guisante—, se lo llevó con ella a la tumba, dentro de la cual el inspector estaba convencido de que llevaría una existencia mucho más activa y dinámica de la que había llevado en vida. Y fue justo ese mismo día, el del entierro de su madre, cuando también pasó sus últimas horas junto a su padre. El destino tenía esas paradojas, pensaba el inspector, sentado frente al ataúd que acompañaría al cementerio poco después. Porque, a pesar de ser un ateo convencido, el inspector también era un firme defensor de concederle a la divinidad una duda razonable, lo que podría definirse como ser un ateo lo suficientemente precavido.

Al pensar en esto y en lo feo que había sido su padre en vida, en contraste con el atractivo que mostraba una vez muerto, el inspector Serranillos no pudo contener una sonrisa ahogada. Un trabajo de maquillaje post mortem excepcional, desde luego. Y volvió a soltar otra sonrisita ahogada, consiguiendo atraer la atención de una mujer que lloraba a su lado. ¿Qué podía hacer si le estaba dando la risa frente al arrebatador cadáver de su padre? Él tenía más derecho que nadie a reírse cuanto quisiera de un cabronazo con mayúsculas como aquel. No porque hubiese muerto dejaba de ser menos cabronazo. Al pan, pan, y al vino, vino. Era así de sencillo. Además, a lo mal padre que había sido (siempre recordándole lo torpe que era en los estudios, lo torpe que era en las actividades deportivas, lo torpe que demostraba ser en los juegos de mesa —hasta los quince años siguió pensando que el número uno de las cartas en la baraja española indicaba que era la menos importante—, insistiendo una y otra vez en que nunca sería alguien importante debido a su natural torpeza, tratando de despojarle de cualquier atisbo de autoestima; sumiéndole, en definitiva, en una constante depresión que le acompañó durante gran parte de su compleja adolescencia) había que sumarle el hecho de que el muy hijo de puta se fuera al otro barrio dejándole a deber más de cincuenta mil euros, que tuvo a bien invertir en un piso de mierda de un barrio de mierda, situado en una mierda de calle de Madrid y que, por supuesto, había tenido el detalle de dejarle en herencia para que su hijo tuviera que seguir pagando la jodida hipoteca. Este tipo de detalles eran los que desconocía toda aquella buena gente. Y le habría encantado poner un cartel en la entrada del velatorio que contase sus lindezas por si a alguien le quedaba alguna duda de que el hombre al que lloraban y que yacía al otro lado del cristal era en realidad y sin la menor vacilación un auténtico cabronazo. Aunque tal vez estuviera a tiempo de que lo añadieran al epitafio de su tumba. Sí, y adornarlo de paso con luces de colores para que se viera más claramente desde la distancia.

El inspector tuvo que hacer un alto en sus agitados pensamientos y respiró hondo. Empezaba a notar cómo la sangre hervía por sus venas. Debía relajarse. Luego volvió a observar a las personas que le rodeaban. Allí seguían todos, incluidos los de la puñetera tuna. ¿Y si les pedía que se animaran a tocar una canción? Una de las suyas, quizá un «canta y no llores», por ejemplo. Venía que ni pintada para esa ocasión. Entonces el inspector se animó con otra risita ahogada. Tenía que admitir que había algo de teatralidad cómica en aquella sala, no solo por los tunos. También por los cuchicheos, por la patética imagen que daban todos yendo a un velatorio tan emperifollados, algunos incluso orgullosos de haber acudido con traje de etiqueta. Y más allá, en el rincón opuesto, un grupo de jóvenes daban la nota pintoresca habiéndose presentado con un par de minis que sujetaban despreocupadamente en sus manos, ignorando que el lugar era el menos indicado para realizar un botellón. Llegó a preguntarse de qué zoo se habrían escapado y, lo más inquietante, en qué línea de parentesco familiar estarían respecto a él. También vio a dos mujeres de aspecto siniestro deambulando por la sala, arrastrando sus maletas mientras saludaban a la gente. Al parecer se llamaban tía Marta y tía Luisa, según pudo escuchar el inspector, y acababan de llegar desde Santander en un viaje realizado en autobús, cuyos asientos, en opinión de la primera, no eran todo lo cómodos que deberían ser teniendo en cuenta el precio de los billetes.

En su conjunto estaba claro que había razones de sobra para echarse a reír y hasta le extrañaba que nadie lo estuviera haciendo ya. Tal vez por eso el inspector Serranillos se levantó de su asiento e hizo un amago de retirada. Si no salía de allí cuanto antes le daría un ataque de risa. Pero justo en ese momento alguien lo cogió del brazo y lo frenó en seco. Cuando giró la cabeza y se encontró con una mujer de avanzada edad que no le llegaba ni a la altura del pecho —y eso que él no era demasiado alto— tuvo que agachar la cabeza para escuchar lo que la señora estaba murmurando.

—Perdón, ¿cómo dice? —preguntó el inspector.

—Digo que si es usted amigo de mi marido.

Entonces el inspector lanzó una mirada al cadáver y después volvió a mirar a la señora. ¿Amigo? ¿Marido? Eran dos palabras que unidas en una misma frase generaban cierto desconcierto si eran dirigidas a él en aquella situación. No tenían sentido. Tal vez fuese una chalada, pensó. Una de tantas que le rodeaban. A no ser que… El inspector levantó la ceja una vez más, miró de forma alternativa a la señora y al cadáver y, de pronto, una idea atravesó su mente a toda prisa, situándose al borde del abismo de la lógica más evidente. Durante unos segundos contempló a los invitados con un renovado punto de vista. Bien, no cabía duda. Ahora sí encajaba todo. Ahora sí podía tener sentido aquel río de lágrimas y el número tan elevado de personas congregadas dentro y fuera de la sala. Al inspector no le quedó más remedio que admitir que se había equivocado de velatorio.

—Amigo, solo amigo —le dijo a la señora antes de expresarle sus indoloras condolencias, fingiendo estar emocionado, gracias a lo cual pudo justificar su rápida despedida.

En su particular huida por escapar de aquel terrible malentendido tuvo que abrirse paso entre los tunos, quienes le asediaron a abrazos, insistiéndole en que se quedara hasta que terminara el homenaje que le estaban haciendo al que había sido su compañero más veterano.

Tras lograr zafarse de todos los invitados y llegar al recibidor, echó un vistazo al cartel donde se anunciaba el nombre del difunto y confirmó lo que ya se temía. Por si acaso, siguió disimulando sentirse muy abatido hasta llegar a la sala contigua. Miró el pequeño cartelito y leyó, esta vez sí, el nombre de su padre. Después giró sobre sus talones, titubeó un momento y, cuando estuvo seguro de que nadie se fijaba en él, apoyó la espalda en la puerta del velatorio que le correspondía y la empujó. Una vez en su interior, comprobó que estaba solo, lo que le sirvió para darse cuenta de que aquel silencio era mucho más apropiado. Allí no había nadie, salvo él y el cadáver que yacía al final de la estancia. El inspector Serranillos avanzó con paso inseguro hasta situarse frente al cristal y observó un instante el rostro blanquecino de su padre. Nadie se había preocupado de adornar el pequeño habitáculo con una corona de flores. De hecho, ni siquiera veía flores de plástico. La imagen explicaba por sí sola la clase de vida que había querido llevar siempre. Tacaño, egocéntrico, estricto en sus propias costumbres y en cómo debían ser las de los demás y sin preocuparse nunca de otra cosa que no fueran sus latas de cerveza, su sillón y su partido de fútbol. Su padre vivió de forma simple y murió con la misma simpleza. Al menos había que concederle el honor de haber tenido cierta coherencia hasta el final.

—Viejo cabrón —murmuró el inspector, situado de pie frente a aquel semblante que nunca tuvo mayor expresividad de la que ahora tenía dentro del cajón mortuorio.

Casi al mismo tiempo vio aparecer a cuatro hombres que no parecían haberse percatado de su presencia y fueron directamente a retirar el ataúd. Cuando se dieron cuenta de que aún había alguien en la sala velando por el alma del fallecido se quedaron paralizados y algo sonrojados.

—Lo siento, señor —trató de disculparse uno de ellos—. Pensábamos que no había nadie.

El inspector los miró con rostro serio. Después les hizo un gesto para restar importancia al asunto y les dijo que continuaran con su tarea. Segundos más tarde, ya sin el cadáver de su padre delante, miró absorto el hueco dejado por el ataúd, agachó la cabeza y la ocultó entre sus manos. Cualquiera que hubiese entrado en la sala justo en ese momento se habría encontrado con la figura de un hombre que debía estar llorando la pérdida de un ser querido, pero en cuanto se hubiese acercado unos pasos habría llegado a una conclusión muy diferente. Porque el inspector Serranillos estaba llorando, sí, aunque no de tristeza. Acababa de darle un ataque de risa.

Tiempos felices

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