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Esa posibilidad la estaba barajando también Sigfrido del Río y Villescas, cuyo mayor deseo en aquel momento era que alguien le ayudara a liberarse de las cuerdas que lo mantenían atado a la cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido ya desde que su mujer hubiese huido con las fotos en su poder. Maldita zorra psicópata, pensó Sigfrido con rabia al ver que su propia esposa acababa de chantajearlo. Desde luego que pagaría por ello. Si creía que se iba a quedar de brazos cruzados viendo cómo ponía en riesgo su credibilidad, estaba muy equivocada. Antes estaba decidido a acabar con ella y, sobre todo, con su horrible traje de cuero. En cuanto a Lucy… En el fondo él… ella no tenía culpa. Solo había intentado cumplir con su trabajo. Y muy bien, por cierto. Debía reconocer que no tenía motivos para quejarse, por mucho que Sigfrido no hubiese contratado sus servicios. Pero no había necesidad de entrar en detalles. Unos detalles que si llegaban a hacerse públicos situarían su rostro en las portadas de las revistas más vendidas y no precisamente por haber hecho un gran discurso en el Congreso.

—¿Pero todavía hay alguien aquí? —Escuchó la voz de una mujer que entraba en la habitación en ese momento. Tiraba de un pequeño carro con utensilios de limpieza e hizo un gesto de desaprobación al encontrarse con un hombre atado de pies y manos en la cama—. Hay que ver lo que es el vicio. Algunos nunca tienen suficiente. Qué barbaridad —dijo mientras daba media vuelta y desaparecía por la puerta, dejando nuevamente solo a Sigfrido.

En realidad, era lo mejor que podía haber hecho. Sigfrido no tenía ganas de ver a nadie y mucho menos de que lo vieran a él. Aún estaba tratando de asumir la novedosa experiencia, una experiencia que además había sido retratada con todo detalle. Y lo peor es que su mujer lo había amenazado con hacerlo público si no cumplía con su parte del trato. ¿Qué era eso que había dicho sobre hacer un discurso en contra de la nueva reforma de la ley del aborto? No serviría de nada. Y presionar a algunos diputados tampoco. La muy imbécil no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas en la política.

En cualquier caso, aquel no era el mejor momento para aclarar las ideas. Seguía recordando algunas imágenes y todas ellas situaban a Lucy en primer plano. Lucy aquí, Lucy allá y tal vez la peor de todas, la de la cabeza de Lucy entre sus piernas. Y así continuó durante varios minutos hasta que otra persona entró en la habitación. Era la recepcionista, quien le sonrió nada más verle. Casi al mismo tiempo vio entrar al director del centro social para mayores, que también le mostró una sonrisa. Parecían estar acostumbrados a ver a gente atada a las camas.

—La mujer de la limpieza nos ha comentado que aún quedaba alguien en las habitaciones —dijo el director con absoluta naturalidad—. Menos mal que nos ha avisado. Podría haberse quedado usted atado todo el día.

Cuando la recepcionista y el director consiguieron liberarlo de las ataduras y lo dejaron solo hasta que pudiera recuperar la movilidad para vestirse, Sigfrido se levantó de la cama y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño, donde encontró su ropa. Antes de ponerse el traje se contempló a sí mismo frente al espejo y se preguntó qué era aquello que había cambiado en su interior. Porque estaba convencido de que desde ese día no iba a ser el mismo. Luego se lavó la cara y especialmente cierta parte de su cuerpo. Después salió de la habitación y caminó muy despacio, pues sentía sus músculos entumecidos, hasta que llegó con alguna que otra dificultad a la salida del centro, donde de nuevo se encontró con la recepcionista y el director.

—Espero que haya disfrutado, señor —dijo este sin dejar de sonreír—. Al menos su mujer ha salido muy satisfecha. Y permítame que les felicite. Es la primera vez que un matrimonio nos visita decidido a compartir juntos la experiencia. Normalmente, lo hacen por separado y sin que ninguno de los dos sepa que su pareja disfruta de nuestros servicios en una habitación contigua. Hay que estar muy unidos para hacer algo así. Por cierto, me dijo su esposa que usted se hacía cargo de los gastos. Aquí tiene el total.

Aunque Sigfrido pensaba que podía decir muchas cosas y que ninguna de ellas iba a ser buena, prefirió mirarlo un instante sin decir nada. Luego cogió la nota que el director le había extendido y la observó por un momento. Era mucho más de lo que se gastaba cuando acudía él solo. Por lo visto, el precio se disparaba si acudías con tu pareja.

—¿En efectivo o con tarjeta? —preguntó la recepcionista, cuya sonrisa empezaba a ponerle nervioso.

—En efectivo —respondió Sigfrido, deseando salir de allí cuanto antes.

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