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Sigfrido del Río y Villescas no estaba para improvisar grandes cosas. Más bien estaba planeando concienzudamente el modo de recuperar la sesión de fotos realizada por su mujer aunque para ello tuviera que recurrir a tomar medidas extremas. Y era precisamente lo que pensaba hacer cuando entró en el bar El Topo, muy próximo a la finca de su familia. Llevaba un humor de perros y preguntó de mala manera por el Camarero al chaval que se encontraba tras la barra.

—¿El Camarero, señor? —dijo este mientras hacía un gesto en dirección a los dos hombres que había sentados en una mesa cercana.

Sigfrido comprendió de inmediato y bajó el tono de su voz.

—Sí, el Camarero. Quiero que tome nota de lo que quiero.

—Entendido, señor —asintió el muchacho antes de interrumpir su tarea de secar un par de vasos—. Espere un momento. Iré a avisar en cocina.

Mientras desaparecía de su vista por la puerta, Sigfrido tuvo que esperar con impaciencia, asegurándose de que aquellos dos hombres no lo reconocieran. Les dio la espalda y suspiró. Eso de esperar no le gustaba nada, y menos aún después de su última experiencia.

Pasados unos interminables segundos, el chaval regresó acompañado de un hombre mucho más fuerte y alto que él. A continuación le hizo un gesto con la mano y le señaló en dirección al comedor, el cual estaba vacío en aquel momento. Una vez a salvo de miradas extrañas, Sigfrido tomó asiento en una de las mesas y cruzó sus manos, pensativo.

—¿Qué va a ser? ¿Pollo o pescado? —preguntó el Camarero, de pie frente a él.

—¿Cómo? —dijo Sigfrido, desacostumbrado a aquellos dobles sentidos. Hacía tiempo que no iba por allí.

El Camarero buscó otra forma de decirlo.

—¿Pollito o pescadito?

Pero Sigfrido no estaba precisamente por la labor se seguir jugando al juego de palabras y de los mensajes cifrados. Ese día no, desde luego.

—No, no, no. Nada de eso —dijo, negando con la cabeza—. Hoy quiero un menú distinto.

El Camarero hizo oscilar el bolígrafo que llevaba en la mano y miró su libreta. No había mucho más que ofrecer.

—Pues usted dirá —comentó, torciendo el gesto—. Supongo que prefiere el plato especial.

—Sí, eso mismo —asintió Sigfrido—. El completo, además.

El Camarero volvió a mirarlo en silencio unos segundos.

—¿El completo dice, señor?

—Sí, eso he dicho. ¿Hay algún problema?

Sigfrido empezó a pensar que aquel tipo era un tanto idiota.

—En absoluto, señor. Es solo que el menú completo le costará una pasta.

—No se preocupe por el dinero —dijo Sigfrido haciendo un aspaviento con la mano.

—Bien, en ese caso dígame qué le apetece —repuso el Camarero, agitando nerviosamente el bolígrafo. Por desgracia, eran pocos los clientes que se atrevían con el menú completo y a él siempre le había parecido una lástima.

—Salami —dijo Sigfrido tras meditarlo un instante.

—¿Salami? —preguntó el Camarero, en cuyo diccionario gastronómico personal no aparecía aquella palabra.

—Quiero decir fuagrás, carne picada o alguna de sus múltiples variantes. ¿Me explico?

—Perfectamente, señor. ¿Y cuándo quiere que empecemos a cocinar?

Sigfrido miró al Camarero. Era un detalle en el que no había pensado. Saber la hora resultaba determinante.

—Deme un minuto —dijo mientras sacaba su móvil del bolsillo—. Hola, ¿es el centro social para mayores? —El Camarero anotó algo en la libreta después de que Sigfrido se lo indicara—. Simplemente quisiera saber si mañana podría visitar a Lucy. —Y una nueva anotación llevó a la siguiente—. ¿De veras? Perfecto. ¿Entre las seis y las doce? Pongamos en torno a las once. Sí, ya sé que mi abuelita se alegrará de verme. —Al escuchar la palabra «abuelita», el Camarero arqueó las cejas y torció el gesto. No le entusiasmaba demasiado tener que hacer un menú completo con una anciana—. ¿Que cuál es mi nombre? Jeremías. Je-re-mí-as. Todo junto. Gracias a usted.

Cuando terminó la llamada, Sigfrido suspiró aliviado. Lo bueno de aquel lugar era la discreción, una discreción que te permitía no tener que aportar datos verdaderos para proteger la intimidad de los clientes. Un método similar al que se empleaba a veces en los negocios de la política. Luego se aseguró de que el Camarero lo hubiese anotado todo correctamente y se levantó de la silla, satisfecho.

—Ah, se me olvidaba —dijo Sigfrido, volviendo sobre sus pasos y sacando de uno de sus bolsillos un fajo de billetes—. Tres mil euros por adelantado. Recibirá el resto cuando sepa que ha cumplido con el encargo.

Antes de que el Camarero cogiera el dinero, no pudo evitar hacer una última pregunta.

—¿Está usted seguro de que quiere que hagamos un menú completo con su abuela?

Sigfrido fue a girarse, pero se detuvo en seco.

—¿Mi abuela? Créame, Lucy es cualquier cosa menos una abuela. Nunca se fíe de las apariencias.

Tiempos felices

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