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16. Los límites de lo permitido

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Pregunta contrafáctica: ¿qué hubiese pasado en el cine de Estados Unidos de no haberse aplicado el Código Hays (MPPDA, 1930) a partir de 1934? Si solamente recordamos a Miriam Hopkins semidesnuda en una imagen de El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931, de Rouben Mamoulian) o la escena final de Una mujer para dos (Design for Living, 1933, de Ernst Lubitsch), con la misma Miriam Hopkins aceptando implícitamente una relación triangular con Gary Cooper y Fredric March, podemos imaginar (no nos queda otro recurso que la imaginación) lo que podía venirse luego. Para la plataforma moralista que el Código Hays representó, ese futuro inmediato corría el riesgo de convertirse casi en el reino de Sodoma y Gomorra en la producción de Hollywood y por eso se instalaron las barreras. Que quienes instalaron esas barreras hayan sido los propios productores en alianza con sectores conservadores es un hecho cuya explicación merecería mayor sustentación.

Estamos, nótese, en el momento en que se está echando a andar la maquinaria del cine en México y Argentina, en cuyas industrias en formación no se aplica, ciertamente, el Código Hays como tal, que solo obligaba a las compañías norteamericanas. Sin embargo, podemos hablar de una suerte de aplicación indirecta. El Código Hays, a la manera de una tabla de prohibiciones, impuso una larguísima lista de restricciones entre las que sobresalían aquellas referidas a la desnudez, al adulterio, al incesto, a cualquier referencia no ortodoxa a la sexualidad, a la pareja y a la familia, así como también a los límites en el uso de la crueldad, la violencia, el lenguaje hablado y un larguísimo etcétera. Se podría escribir una larga historia haciendo un cotejo solo entre lo que fueron y lo que pudieron ser muchísimas de las más conocidas películas norteamericanas entre 1934 y 1960, exclusivamente sobre datos factuales y no sobre suposiciones, es decir, a partir de lo que se les privó o modificó en los guiones, en las escenas filmadas y retiradas, en las operaciones de montaje y más. Y eso, considerando que todas ellas se hicieron dentro de las reglas impuestas por el código y que sabían de antemano hasta donde podían llegar, con las excepciones que desde fines de la Segunda Guerra Mundial se ponen de manifiesto, sobre todo en los predios de la serie B (especialmente en varios thrillers), que podían tomarse algunas licencias inaceptables en las producciones de mayor calado presupuestal.

El hecho es que hay un giro pronunciado en el espacio de lo permitido en la producción de Hollywood a partir de la aplicación rígida del código desde 1934, que en realidad ya se venía aplicando con cierta flexibilidad. Las líneas maestras (el predominio de los géneros canónicos, la construcción narrativa, el perfil de los caracteres individuales) continúan, pero con restricciones que el espectador común de los Estados Unidos termina aceptando y “naturalizando”. Esa producción, no lo olvidemos, inunda el mercado latinoamericano y, por tanto, difunde esas mismas restricciones en el público de la región, las que de manera casi inevitable van a ser incorporadas por las industrias nacientes. Esta es otra de las manifestaciones en las que se hace evidente el influjo del modelo norteamericano. Un ejemplo muy sintomático es el que se refiere a los besos en los labios. Es sabido, y sobre todo visto, que en las escenas de esos tiempos en las que se incluían besos entre parejas la duración era breve, los labios en contacto permanecían sellados y las posturas solían ser bastante rígidas, en muchos casos con la pareja un poco ladeada y evitando la frontalidad. Los primeros planos de besos eran muy discretos, así como muy racionadas las escenas que mostraban ese contacto bucal que muy rara vez sugería algo más que la atracción sentimental, el enamoramiento o el encuentro final de la pareja, casi sin connotaciones sexuales o, si las había, apenas estaban sugeridas, más por la situación o el contexto narrativo que por la intensidad del beso.

Eso que era la regla en la producción de Hollywood se repetía con algunos matices en las industrias europeas, con la excepción parcial de España en el periodo franquista hasta la mitad de los cincuenta en que la regla era la prescindencia del beso en los labios. La regla se aplica igualmente a la producción de las industrias hispanohablantes de América en las que el beso, incluso con las características apuntadas, fue menos frecuente en las décadas de 1930 y 1940 que lo que se puede constatar en la producción de Hollywood. Como si la norma no escrita hubiese indicado que, si se podía prescindir del contacto de labios, se hiciera por discreto que el beso hubiese podido ser.

Sin embargo, sería muy tendencioso decir que los límites de lo visible y lo audible en las películas de la región dependieron únicamente de lo que pudiera entenderse como una extensión del Código Hays y de la aceptación pasiva del público. Por lo pronto, si el código se impuso en Hollywood es porque en los tiempos de la depresión posterior al crack y el inminente New Deal, las posiciones moralistas ganaron fuerza y contaron, además, con el apoyo de una población mayoritariamente conservadora (solo en algunas metrópolis como Nueva York o Chicago las tendencias liberales eran considerables). Si Estados Unidos era aún en buena medida un territorio en el que la moral victoriana seguía teniendo asentados sus reales, en América Latina el catolicismo estaba marcado por una tradición de origen colonial y republicano muy arraigada y represiva.

Es verdad que en México la revolución refuerza la separación del Estado y la Iglesia que se había establecido con las Leyes de Reforma (1855-1860) y que el país se convierte en un Estado laico a partir de la Constitución Política de 1917. Más allá, no obstante, de esta separación formal y de las tendencias anticlericales o antirreligiosas en algunos sectores urbanos, atizadas por el proceso revolucionario, el peso que va a seguir ejerciendo la tradición religiosa es considerable y eso permea las disposiciones frente a lo mostrado en la pantalla. En Argentina, con menos fervor religioso explícito pero con una población católica mayoritaria, reforzada por las olas migratorias de españoles y, sobre todo, italianos, no hay separación de Estado e Iglesia, por más que durante el periodo peronista las fricciones fuesen habituales. El peso de la Iglesia y de la tradición conservadora es enorme pese a las tendencias liberales que emergieron en Buenos Aires, Córdoba y otras ciudades.

Un ejemplo muy temprano de “transgresión” podemos encontrarlo en la película mexicana La mujer del puerto (Arcady Boytler) en la que se evidencia una relación incestuosa entre dos hermanos, y en la escena de una orgía se aprecia a una mujer con el pecho desnudo7. Como se trata de una producción de 1933, se podría pensar que el clima previo al Código Hays, vigente en ese momento en los Estados Unidos, facilitó esas licencias. Pero más bien habría que conjeturar que, estando situada muy al inicio del cine sonoro y en una etapa aún preindustrial, no se le concedió, sobre todo a la relación incestuosa, la gravedad que iba luego a ostentar. El cine aún no era visto con las aprensiones que se van a ir imponiendo. Más aún porque en el relato los personajes desconocían su vínculo fraterno y, al enterarse de ello, la hermana se suicida, con lo cual se terminaba “castigando” el pecado. Esa escena del suicidio es dramática y visualmente notable y en ella se objetiva “el horror sagrado del incesto”, en palabras de Silvia Oroz (1995, p. 63). Otra película posterior, de 1937, la única que dirigió el pintor Adolfo Best Maugard, La mancha de sangre, incluía también un desnudo parcial en un espectáculo de cabaret, pero recién pudo estrenarse en salas de segunda en 1943 y cortada, de modo de que el desnudo desapareció. Esta cinta de fama transgresora y de una configuración estética propia totalmente ajena a lo que se hacía en México en esos tiempos ha sido restaurada posteriormente, conservando el metraje original.

En Argentina la censura estuvo a punto de impedir el estreno de Safo, historia de una pasión (Carlos Hugo Christensen, 1943), sobre los amores de un joven provinciano con una mujer mayor, tratados de un modo audaz para su época. Niní Marshall se vio presionada para aligerar los diálogos de su alterego Catita “considerados vulgares por los censores” (Fidanza y Pardo, 2017, p. 55). Esa fue una de las razones del primer viaje a México de Marshall en 1949, donde actuó en Una gallega en México (Julián Soler, 1949).

En México, Las abandonadas (1944) de Emilio Fernández fue objeto de la censura y su estreno se postergó por un año en una época en la que se quería mostrar una imagen positiva del país (García Riera, 1986, p. 136). Más adelante, Espaldas mojadas (1955) de Alejandro Galindo estuvo censurada durante dos años.

Por supuesto que uno de los grandes desafíos para los cineastas, así como una de las grandes expectativas de al menos un sector del público de esa época, va a estar en la posibilidad de “desbordar” esas barreras y la historia del periodo que tratamos es abundante en ejemplos. Pero va a ser, finalmente, la propia “sociedad” local y regional la que termine dictando implícitamente la tabla de prohibiciones y que aliente, como también ocurrió en Estados Unidos y otros países, los mecanismos de autocontrol de los propios productores, guionistas y directores. En otras palabras, lo que se impone es la autocensura.

Dicho lo anterior, no se puede minimizar en absoluto la acción directa que va a ejercer el Estado a través de los órganos de censura (nunca tan drástica en México o Argentina como los de la España franquista, hay que decirlo8) y de la misma Iglesia en alianza con otras organizaciones sociales a través de Ligas de Decencia o de Defensa de la Moral y las Buenas Costumbres. Carlos Bonfil (2016) señala que más que en los años treinta, en las dos décadas siguientes se acentúa la presión de la censura en México.

Las palabras de Monsiváis (2000) son elocuentes:

Mientras se mantiene el imperio de la censura, el tradicionalismo no concede: condena del adulterio, desdichas infinitas para los que extravían la honra, camas gemelas para los matrimonios, ninguna mención explícita a la homosexualidad y el aborto, impensabilidad del lesbianismo, inexistencia del ejercicio laboral de las prostitutas (las “damas de la noche” nunca comparten desnudas o vestidas una cama). Las moralejas son de extracción religiosa: entre los pobres el pecado, la pasión y el apetito de dinero desembocan en la infelicidad y la muerte; el divorcio es el pórtico de la locura y el derrumbe psicológico de los hijos; un desnudo femenino ofende a los niños y a los viejos, un acto contranatura tan molesta a Dios que no pertenece a la realidad. (p. 64)

Lo que afirma Monsiváis se aplica por igual a las dos cinematografías latinoamericanas.

Aparte de las presiones de carácter moralista están aquellas que provienen de los aparatos políticos y que también pusieron lo suyo en el asunto de recortes por cuestiones no relativas a “la moral y las buenas costumbres”, sino por implicancias políticas o ideológicas mal vistas en las esferas gubernamentales. Sin embargo, tanto las presiones sobre los “excesos” sexuales como sobre las desviaciones políticas se van a hacer más notorias en la segunda mitad de los años cincuenta, en las décadas de 1960 y 1970, de manera mucho más dramática en Argentina. Más adelante eso se verá en la experiencia de Leopoldo Torre Nilsson y de Armando Bo, aunque no son los casos más graves. Estos últimos escapan al periodo que registramos. Podemos concluir este apartado diciendo que el autocontrol funcionó con eficacia en las industrias latinoamericanas y no hubo necesidad de prohibiciones o recortes notorios como los que se desplegaron en otras latitudes.

Más allá de las lágrimas

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