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22. Arcady Boytler: a la sombra de Eisenstein y de las vanguardias europeas

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Su obra fílmica es muy limitada y se concentra prácticamente en los años treinta (con un filme posterior, a mediados de los cuarenta) pero merece considerarse el caso de Arcady Boytler por tratarse de una experiencia muy peculiar dentro de una cinematografía en formación, entre otras cosas porque se trata del único realizador extranjero, a diferencia de lo que ocurre en otros rubros, como el de la fotografía, donde los aportes foráneos son notorios. Pero no es solo un realizador extranjero, sino alguien que proviene de un territorio tan lejano como el de la Unión Soviética. Y no es que su llegada a México acompañase la de Eisenstein y su equipo, aunque estuvo vinculado con el autor de El acorazado Potemkin por el hecho de ser ambos cineastas, haber estado presente el director de La mujer del puerto en varios tramos de la preparación y el rodaje de ¡Que viva México! y tener el mismo origen. Bueno, aclaremos, Boytler nació en Moscú en 1890, cuando esa ciudad pertenecía al imperio ruso, mientras que Eisenstein nació en Riga, Estonia, que estuvo bajo el dominio ruso desde el siglo XVIII y que, después de la Revolución de Octubre, se constituye en una de las repúblicas soviéticas. A diferencia de Eisenstein, Boytler no se integró al proceso revolucionario sino que migró a Berlín, donde hizo teatro y cine, desplazándose a mediados de 1925 a Buenos Aires, donde estuvo tres años, y luego a Antofagasta, donde en 1927 dirigió en clave de comedia el largometraje El buscador de fortuna, que interpretó él mismo con la actriz argentina Vilma Vidal. Después de un breve paso por Nueva York y Hollywood, Boytler, que pudo haber conocido en esta última ciudad a Eisenstein, se trasladó a México.

Boytler estuvo presente en el rodaje de ¡Que viva México! aunque no como un colaborador activo. Sin embargo, la impronta del cineasta de Riga va a quedar marcada luego en la breve obra de Boytler. Este estaba nutrido, además, por el influjo de las corrientes de vanguardia europeas de la década de 1920. No es que Boytler haya querido aplicar tal cual esas prácticas experimentales, pero sí quiso en alguna medida incorporarlas a los géneros o a las formas fílmicas que se desarrollaban en el naciente cine sonoro mexicano. Su aporte resulta especialmente significativo por ser el único realizador activo en el México de esos años con un legado cultural muy distinto al de quienes edifican esa cinematografía (Fernando de Fuentes, Miguel Contreras Torres, Chano Urueta, Ramón Peón, Juan Bustillo Oro, Gabriel Soria, Miguel Zacarías…). El que se sume a la presencia de Eisenstein no debe hacer pensar, sin embargo, en una suerte de refuerzo decisivo del legado eisensteiniano en las tierras aztecas, lo que avalaría la posición que magnifica la influencia de Eisenstein, sino en una contribución seguramente no muy gravitante en el desarrollo posterior de la industria local, pero no poco relevante en ese proceso de construcción narrativa y estilística que se confrontaba en la etapa inicial.

Boytler se inicia en México participando en espectáculos de teatro de revista como actor y luego realiza el corto Un espectador impertinente (1932), en el que también actúa, y en seguida el mediometraje Mano a mano (1933), cuyo registro paisajístico lo consagra como “el heredero artístico de Eisenstein […] más que copiar o parodiar el estilo de sus paisanos, Boytler aprovechó la oportunidad para emular la experiencia artística que ellos habían vivido filmando en territorio mexicano” (De la Vega, 1992, p. 42). Viene luego su primer largometraje, La mujer del puerto, cuya significación en la puesta en marcha del cine norteño es enorme. Pese a no contar con un presupuesto holgado, la impresión es de una obra sólida y con un notable aprovechamiento de sus escenarios. Eduardo de la Vega (1992) menciona algunas fuentes rastreables en este filme insólito: desde el impresionismo francés de Fiebre (Fièvre, 1921) de Louis Delluc, Corazón fiel (Coeur fidèle, 1923) de Jean Epstein y Nana (1926) de Jean Renoir, hasta la “escuela soviética” de El acorazado Potemkin y ¡Que viva México!, incluyendo el expresionismo de Georg Wilhelm Pabst en Bajo la máscara del placer (Die Freudlose Gasse, 1925) y Lulú, la caja de Pandora (Die Büsche der Pandora, 1928), o de Josef von Sternberg (en las películas con Marlene Dietrich) y también el clasicismo de Griffith. Todo ello en una amalgama que funciona muy bien (p. 108).

El tesoro de Pancho Villa (1935) está considerada una respuesta mexicana al exitoso ¡Viva Villa! (1933) de Jack Conway, en el que Wallace Beery interpreta al caudillo nacido en Durango. Se perciben las huellas eisensteinianas en el tratamiento del paisaje, pero este filme épico de Boytler no reúne los méritos para igualarse, por ejemplo, con ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Fernando de Fuentes. Sigue luego un melodrama con mayor carga expresionista aún que La mujer del puerto, ingresando en el delicado terreno del extravío psicológico, Celos (1936) y culminando, como La mujer del puerto, en una tragedia signada por el suicidio, que llega a extremos delirantes. Celos se puede ver como un lejano anticipo de Él (1953), de Buñuel, aunque en este caso el celoso es Fernando Soler y quien agita los celos es nada menos que Arturo de Córdova.

¡Así es mi tierra! (1937), con un Cantinflas aún primerizo, no está al servicio del bufo y es más bien una obra hecha bajo el impulso de Allá en el Rancho Grande, es decir, una comedia ranchera, aunque no tan característica del género como se hubiese podido esperar. Aquí Boytler deja ver esa atracción visual paisajista, una vez más marcada por la estética eisensteiniana, por la que se reconocen modelos procedentes tanto de ¡Que viva México! como de La huelga, Octubre y Lo viejo y lo nuevo (Staroye i novoye, 1929). Sin embargo, Aurelio de los Reyes (1987) insiste en que los exteriores y escenarios naturales ocupan un segundo lugar frente a la filmación “intramuros” (p. 159). Puede parecer curioso imaginar a Cantinflas en un proyecto tan ajeno a lo que haría después, pero ahí estuvo, y ese lado, digamos, experimental, de Boytler, no impidió que se desplegara la comicidad del actor mexicano y la de su colega Manuel Medel, como tampoco limitó el número de canciones. Los dos actores se reencontraron con Boytler en Águila o sol (1938), ya menos ranchera pero igualmente musical que la anterior y con una extraña combinación de humor y melodrama.

Después Boytler dirigió a José Mojica en su única película mexicana (todos los filmes previos del actor-cantante, hemos visto, pertenecieron al ciclo “hispano” de Hollywood), El capitán aventurero (1938), en el que el director ruso aprovecha los números musicales y los lados cómicos sin poder hacer lo mismo con las otras dimensiones de la historia. Cinco años más tarde, Boytler hace su último largometraje, ya desprendido de los anteriores y en una etapa distinta del desarrollo del cine mexicano, Amor prohibido (1944), un melodrama moralizante que, sin embargo, cuenta con detalles parciales que recuerdan que no es cualquier artesano de la industria quien está detrás de la cámara, sin que ello oculte las gruesas convenciones de la puesta en escena.

El balance es el de una obra parcial e inconclusa que hubiese requerido de un mayor desarrollo para alcanzar un grado de definición que no alcanzó el cine del realizador ruso. Hasta qué punto se pudo redondear una mayor integración entre el aporte personal de Boytler y las condiciones que marcaban la industria mexicana es una interrogante sin respuesta. Habría que remitirse a la experiencia posterior de Luis Buñuel en el cine mexicano para indagar en la integración de otro extranjero con un background cultural y estético muy notorio en una industria a priori tan ajena a sus inquietudes.

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