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20. Una visión degradada del melodrama
ОглавлениеRomán Gubern hace un pequeño recorrido histórico del alcance del término melodrama en su libro Mensajes icónicos en la cultura de masas (1974), señalando que el sustantivo se confunde con el folletín o el dramón en el habla común, y que se aplica indistintamente a producciones novelescas impresas, radiofónicas, cinematográficas y televisivas e incluso a situaciones de la vida cotidiana. Bien visto, no ha cambiado luego de 40 años el sentido que se le atribuye al género. Dice Gubern:
Este melodrama [que es el que nos interesa a efectos de nuestro trabajo] ha tomado de la comedie larmoyante y del drama burgués sus personajes, situaciones y lenguaje doméstico, mientras que de la tragedia clásica (que es su antinomia teatral) ha arrebatado los mitos de la fatalidad, del destino trágico, del hombre en lucha contra la voluntad de los dioses, de la grandeza de tal batalla aunque esté condenada al fracaso, etc. Es una opinión muy común, en efecto, la de que el melodrama moderno es una forma degradada de la tragedia […] y se ha establecido con frecuencia su homología con el vodevil, como corrupción o degradación de la comedia. (pp. 283-284)
Esa visión degradada del género ha favorecido el menosprecio con el que los melodramas han sido tratados desde las posiciones intelectuales o supuestamente informadas, que ha traído consigo el descrédito de quienes lo han promovido o abordado. Melodrama no solo ha sido sinónimo de dramón sino de mal gusto o de cursilería, descartado desde su solo enunciado. John King (1994) ha señalado al respecto, haciendo referencia al medio académico, que “no ha habido un intento por analizar el potencial radical del melodrama en América Latina, que es un área fértil de debate crítico en los estudios sobre el cine de Hollywood y los melodramas británicos de Gainsborough” (p. 64). Por otra parte, y de manera más virulenta, en los años sesenta y setenta el melodrama va a ser vilipendiado desde las posiciones de la izquierda marxista con argumentos que en parte coinciden con los que provenían de los sectores de la burguesía ilustrada, sobre todo aquellos que ponen el acento en el lado grueso y estereotipado del género.
Un texto muy representativo de esa exclusión ideológica del melodrama (que abarca igualmente el nivel estético) es el que escribieron los cubanos Enrique Colina y Daniel Díaz Torres, “Ideología del melodrama en el viejo cine latinoamericano” (1972), que se publicó en los números 73-75 de la revista Cine Cubano, a comienzos de los años setenta, en el que no se rescata absolutamente nada en un género fílmico al que sus autores descalifican a partir de algunas consideraciones sumarias, entre ellas la exaltación sentimental, por lo que la vida se reduce a una temática unidimensional: la fidelidad como valor ético primordial y con ello la atadura al orden establecido, la nivelación de pobres y ricos en la ingravidez de la recompensa espiritual, el objetivo moralizante y a la vez el sensacionalismo incitante que explota la anormalidad emocional, el repertorio iconográfico de villanos, madres sufridas, hijos pródigos, muchachas inocentes y mujeres del arroyo, la estructura narrativa lineal en la que se combinan las múltiples variantes de dos o tres temas repetidos, profusión de momentos climáticos, desarrollo esencialmente verbalista, enclaustramiento en el estudio, inexpresividad de los componentes visuales (locaciones, decorados, vestuarios, maquillajes, utilería).
Por ahora, hago notar que las observaciones de Colina y Díaz Torres, ambos también cineastas, no son todas impertinentes pero están teñidas por una lectura ideológica que tiende a reducir el género a un corsé muy apretado, cuando hay muchos matices que señalar. La función de ocultamiento de las contradicciones sociales que según ellos caracteriza al género no es en absoluto lo monolítica que ellos pintan y más bien el análisis de las películas permite ver que en ningún otro género canónico del periodo clásico esas contradicciones se hacen tan evidentes como en el melodrama. Por otro lado, el rol de la mujer en el género ha sido revisado, entre otros, por el análisis feminista en las últimas décadas, y esas lecturas ofrecen claves que no consideran trabajos como el de Colina y Díaz Torres. Tampoco la “inexpresividad de los componentes visuales” es consustancial al género y, por el contrario, hay obras que demuestran ampliamente que el melodrama pasaba por el filtro de una estilización mayor que otros géneros, como se puede apreciar en Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950), Armiño negro (Carlos Hugo Christensen, 1953) o Más allá del olvido (Hugo del Carril, 1955).
No es este el momento de hacer un comentario detallado en torno a la argumentación de los cineastas cubanos pero habrá que volver sobre este texto pues, así como ofrece útiles claves analíticas, las explica a través de una lectura rígida y establece conclusiones que invalidan prácticamente las potencialidades creativas del melodrama, convirtiéndolo en un género estereotipado que inculca un “código de sumisión” y negando de plano que se pueda rescatar cualquier manifestación del sentimiento popular, que la hubo. Pensemos solo en un ejemplo emblemático, Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez. Ese rechazo sin distingos forma parte de la negación de la casi totalidad de lo que está enunciado en el título del artículo de los cineastas cubanos: el viejo cine latinoamericano, considerado como una vergüenza o una rémora en el desarrollo cultural y estético de América Latina. Viejo entendido como sinónimo de inservible, de aquello que se debe desechar o poner en el baúl, en el altillo o en el sótano. Como lo que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) prácticamente ocultó durante muchos años con vergüenza, el “viejo cine cubano”, ni siquiera exhibido en la Cinemateca de Cuba o visto en alguna emisión televisiva de la isla.
Démosle la palabra a otro escritor cubano, Reynaldo González (1993), quien fue director de la Cinemateca y que, sin aludir a sus colegas y compatriotas, parece dirigirse a ellos en algunos tramos del texto que seleccionamos:
Es fácil hacer el inventario y echar el anatema sobre esos métodos demasiado sostenidos de una producción cinematográfica que termina por representar la quintaesencia del mundo latinoamericano. Es fácil, a partir de posiciones elitistas culturales, rechazar todo este andamiaje, acusándolo de haber desnaturalizado una realidad y traído un perjuicio casi irreparable. Nosotros hemos llegado a posar sobre el melodrama una mirada más mesurada: ni despreciativa ni complaciente, tampoco descartándolo en la denuncia del “camp” o del “kitsch” como sublimación del ridículo. Debemos hacer desfilar delante de nuestra mirada más tolerante los films más característicos de esta fórmula, recordando que ella reinó durante más de veinte años […] Es importante consagrar un poco de tiempo a una nueva lectura de estos films a fin de saber distinguir la repetición del hallazgo. (p. 23)
González agrega la consideración de carácter estético, que suele estar ausente de la reflexión sobre el género (a no ser para descalificarlo prácticamente a priori), cuando habla del hallazgo, es decir, de aquello propio e intransferible, más allá de las convenciones genéricas, que se encuentra en ciertas obras, como pueden ser Sensualidad (Alberto Gout, 1951) o Salón México (Emilio Fernández, 1948) para poner solo dos ejemplos.
En verdad, apenas un libro, El cine de las lágrimas de la investigadora argentina radicada en Brasil Silvia Oroz (1995), publicado inicialmente en portugués y luego traducido al español, está dedicado al género en la región, lo que es un indicador muy elocuente de la escasa atención dispensada pese al enorme arraigo que ha tenido. El libro de Oroz es propiamente una introducción al tema y no hace un seguimiento histórico o una clasificación de variantes. Tiene el mérito de abordar el melodrama sin los preconceptos que hasta ese entonces atenazaban cualquier intento de aproximación, pero no ha tenido hasta hoy una continuación que se conozca de parte de la misma Oroz o de otros autores, que amplíe y profundice lo enunciado en ese primer volumen dedicado al género. Por cierto, el cineasta brasileño Nelson Pereira dos Santos realizó un relato híbrido entre la ficción y el documental con Cinema de lágrimas (1995), en el que se extractan escenas de diversos melodramas mencionados en el libro, especialmente mexicanos.
En rigor, el melodrama, más que un género es una matriz genérica o también un transgénero, tanto en sus versiones literarias como en las audiovisuales y otras, en donde caben modalidades, variantes y combinaciones que no se reducen al ámbito de las pasiones privadas. Eso hace, por ejemplo, que una obra como la de Chaplin resulte refractaria a una rápida caracterización genérica. Como en el universo del realizador nacido en Londres, en América Latina el melodrama se asocia al espacio popular y, con frecuencia, marginal. De allí provienen en su mayoría los seres (femeninos, pero no exclusivamente) que atraviesan los relatos y que a veces ascienden socialmente de manera temporal o, en menor medida, definitiva. Si no tienen un origen popular, se ven arrastrados con frecuencia al desclasamiento o a la indigencia. O también los espacios sociales de “arriba” y de “abajo” se confrontan, se alternan o se cruzan de uno u otro modo. Aunque es verdad que “los ricos también lloran”, el segmento pudiente como tal y sin interferencias no ha sido el más conspicuo en las representaciones del género, a diferencia de lo que se puede encontrar en el cine de Hollywood o en la producción francesa o británica de los años treinta y cuarenta. Esa ubicación social preferencial es uno de los rasgos que tipifican el melodrama clásico en la región y que lo diferencian, por tanto, del melodrama que se ha cultivado en los Estados Unidos o en Europa, menos ligado a los estratos populares.
Lo que no se puede poner en duda es que durante varias décadas el melodrama es el género a través del cual “respira” de manera principal el ánimo de las audiencias en América Latina. Otros géneros como la ranchera y la comedia tuvieron lo suyo y llenaron otros espacios anímicos y emocionales, pero el melodrama tuvo un protagonismo firme porque apuntaba a una zona de carencias que tocaban lo más íntimo de aquellos y sobre todo aquellas que lo frecuentaban. Además, el melodrama se “infiltra” en la misma comedia y, principalmente, en el género ranchero, de modo que no está ausente en absoluto en esos otros dos géneros canónicos de la etapa clásica. Describe Monsiváis:
En el periodo que va de fines del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX el melodrama es el fiel escaparate donde se fijan y se “ennoblecen” los rasgos de la moral tradicional. En el estremecimiento radica lo sublime: compadecer a los ricos, expulsar a la pecadora, reconocer en la pobreza a un don del cielo. El melodrama regala comportamientos, frases de la desesperación en noches de tormenta, convicciones estatuarias, la implacable dignidad que le corresponde a rostros inexpresivos y gestos agónicos. La estética del dolor en algo compensa de lo elemental de las divisiones éticas […] En su afán por el límite un género le da a sus espectadores el regalo máximo: la identidad sentimental. Ni el humor probable o imposible, ni la aventura, ni el miedo, arraigan tan definitivamente como la degradación de las pasiones que enaltecen. (Monsiváis y Bonfil, 1994, p. 9)
A propósito de las revisiones del género en otras latitudes, se viene revalorando en los últimos años esa veta de melodramas de época o costume melodrama que menciona John King en la cita que hemos incluido en este apartado. Fue un ciclo de cintas que animó la compañía londinense Gainsborough durante los años cuarenta, las cuales han estado muy olvidadas por la crítica internacional por varias décadas, en parte por ser melodramas, pero también por esa incomprensión o menosprecio que ha sufrido el cine británico de esa época y que en una medida importante proviene de la actitud de rechazo mostrada por el crítico François Truffaut (antes de dar el paso a la dirección), así como de un amplio sector de la crítica francesa. Esas producciones Gainsborough eran con frecuencia adaptaciones de novelas de escritoras inglesas y conformaron un conjunto en el que sobresalen La Madona de las siete lunas (Madonna of the Seven Moons, 1945), Tres hermanas (They Were Sisters, 1945) y Hombría (Caravan, 1946), las tres de Arthur Crabtree; así como El hombre de gris (The Man in Grey, 1943), Mi vida eres tú (Love Story, 1944) y Perversa (The Wicked Lady, 1945), las tres de Leslie Arliss. Se asocia a los melodramas de la Gainsborough, entre otros que también ofrecieron las características de esas recreaciones, El séptimo velo (The Seventh Veil, 1945) de Compton Bennett, que produjo la Sydney Box Productions y que fue, con La madona de las siete lunas, el más exitoso de todos. Los intérpretes más recurrentes en esos filmes fueron Stewart Granger, Phyllis Calvert, James Mason y Margaret Lockwood. Granger y Mason pasaron muy pronto a formar parte de la galería de intérpretes protagónicos de la industria norteamericana y compartieron roles centrales en una conocida aventura de capa y espada de la MGM: El prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda, Richard Thorpe, 1952).