Читать книгу Más allá de las lágrimas - Isaac León Frías - Страница 38
18. De La mujer del puerto a la “trilogía de la Revolución”
ОглавлениеEl asentamiento de la producción en el Distrito Federal se hizo notorio en los primeros años de la andadura sonora. Mientras que en 1932 se filmaron solo seis películas, se hicieron 21 en 1933, 23 en 1934, 22 en 1935 y 26 en 1936, todas de producción afincada en la capital, lo que marcaba ya una clara diferencia con lo ocurrido en la década anterior. Sin embargo, ninguna de ellas alcanzó la acogida que se esperaba, salvo una, La mujer del puerto, otro de los títulos fundadores. Predominaron el melodrama y los relatos de ambientación histórica; algunos de los primeros, como Madre querida (Juan Orol, 1935), con buena acogida. Sin embargo, y aunque no favorecidas por el público, se realizó en esos años un puñado de cintas consideradas entre las más valiosas de la historia del cine mexicano, que afortunadamente se encuentran desde hace mucho tiempo restauradas y pueden ser vistas sin el bochorno que suscitan las copias de muchas películas argentinas de ese periodo y posteriores.
1933 es un año decisivo en la marcha del cine mexicano. Por lo pronto, es el año de La mujer del puerto, un potente y a la vez muy contenido melodrama. Es el año de El compadre Mendoza (Juan Bustillo Oro y Fernando de Fuentes), un relato antiépico sorprendente. A propósito de este año, García Riera (1992) escribe:
Las 21 películas producidas en 1933 por el cine mexicano revelan dos cosas: una, que sí había un mercado —sobre todo nacional, en ese momento— para el cine del país, pues nunca se había logrado una producción tan abundante; de golpe, casi se cuadriplicó el número de cintas hechas en el año anterior, y se superó en cantidad la mayor cifra alcanzada en un año durante la época muda, o sea, las quince ficciones de largometraje producidas en 1917; por otra parte, el conjunto de la producción de 1933 reveló una suerte de desconcierto genérico y temático […] las películas de ambiente urbano fueron más que las dedicadas a hacer aprecio de la provincia y el folclore, pero no lograron dar una cabal imagen de modernidad “civilizada”: las carencias económicas y las torpezas de realización conspiraban contra lo que muchos veían como una urgencia, la de contrarrestar con el ejemplo de un México “decente” la “mala fama” ganada por el país en sus años de mayor turbulencia. (p. 75)
Los dos años siguientes no abonan demasiado en la perspectiva de un terreno más claro pero, junto con 1933, ofrecen algunos títulos especialmente valiosos. Además de La mujer del puerto y El compadre Mendoza, están Dos monjes (Juan Bustillo Oro, 1934), Redes (Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann, 1934), Janitzio (Carlos Navarro, 1935) y Vámonos con Pancho Villa. El emigrado ruso Arcady Boytler dirigió La mujer del puerto en 1933, con Andrea Palma en el rol principal; la historia de una provinciana inducida a la prostitución en el puerto de Veracruz. Con una buena actuación de Palma, en una caracterización inspirada en la Marlene Dietrich de El ángel azul (The Blue Angel, Josef von Sternberg, 1930), y con recursos visuales procedentes del expresionismo, La mujer del puerto instala una atmósfera visual semionírica cargada de premoniciones fatales. En Dos monjes de Juan Bustillo Oro la historia de un triángulo amoroso en el siglo XIX también dispensa un clima visual atravesado por los contrastes de luz y sombra en los que la impronta expresionista se hace presente. Redes, por su parte, es una iniciativa peculiar. Codirigida por el austriaco Fred Zinnemann y el mexicano Emilio Gómez Muriel y filmada en la costa de Veracruz, Redes narra en un tono casi documental la lucha de un grupo de pescadores, interpretados por lugareños, en contra de los abusos a los que son sometidos, y alcanza una fuerza épica inusitada. Un componente clave del equipo de Redes fue el destacado fotógrafo norteamericano Paul Strand que trabajó en México entre 1932 y 1935 y que realiza aquí un destacado trabajo visual.
Janitzio, protagonizada por Emilio Fernández en su primera intervención importante en una carrera que lo tendrá en años venideros como el más prominente realizador de su país, tuvo en la dirección al debutante Carlos Navarro quien, igual que Fernández, había hecho su aprendizaje fílmico en Hollywood. Janitzio, como sucedió asimismo en Redes, tuvo una producción en régimen de cooperativa y, también como Redes, se filmó fuera de estudios, en este caso en el lago de Pátzcuaro y la isla de Janitzio, apuntando a una propuesta de cine indigenista que no va a tener continuidad inmediata. Más bien el mismo Fernández va a recrear la historia de Janitzio en dos de sus películas de los años cuarenta: María Candelaria (1944) y Maclovia (1948). Junto con La mujer del puerto, los dos títulos más célebres de ese puñado de películas atípicas son El compadre Mendoza y Vámonos con Pancho Villa, no porque los acompañara el apoyo del público sino porque se han convertido con justicia en dos de las obras más valiosas de los inicios del cine latinoamericano.
El motivo de la Revolución ya había servido de marco a diversas películas desde la década anterior y está presente en algunas de las que se hacen en estos años. Sin embargo, el punto de vista con el que De Fuentes se aproxima a la Revolución de origen campesino de la década de 1910 era diametralmente opuesto al que ofrecían otros relatos fílmicos. En vez de la exaltación de la épica revolucionaria, De Fuentes ofrece una mirada más bien sombría y desencantada con un estilo narrativo muy sobrio. Con los años, y con la inclusión de otro buen filme del mismo Fernando de Fuentes, El prisionero 13 (1933), se ha impuesto la denominación de “trilogía de la Revolución” a esas películas que, por supuesto, nunca estuvieron planeadas como una trilogía. Pero ese mismo criterio se está aplicando a obras de diversas latitudes no concebidas como una trilogía, como es el caso de Roma, ciudad abierta (Roma cittá aperta, 1945), Paisà (1946) y Alemania año cero (Germania anno cero, 1948), del italiano Roberto Rossellini, llamadas en estos tiempos su “trilogía de la guerra”. Son las licencias que los historiadores, críticos, programadores de festivales y muestras y, últimamente también los editores de DVD y Blu-rays, suelen tomarse con el afán de agrupar u ordenar títulos dentro de la obra de un autor, un género, una tendencia o un momento dado. A propósito de la “trilogía de la Revolución”, Nelson Carro (2013) afirma:
Son tres películas complejas que alcanzan un inusual aliento trágico y están protagonizadas por personajes ambiguos y contradictorios. Y la revolución no aparece como un telón de fondo, sino como motivo de un análisis crítico y honesto, desde el punto de vista de una burguesía que la ve con desencanto. (p. 70)
No será fácil encontrar, tal vez hasta La sombra del caudillo (1960) de Julio Bracho o Reed: México Insurgente (1973), de Paul Leduc, una película mexicana que se aproxime a la Revolución con una mirada cuestionadora, rehuyendo las galas de la epopeya como las que se ofrecen en esa “trilogía de la Revolución”.
Cabe señalar que Vámonos con Pancho Villa fue la producción más cara realizada en el país durante ese periodo. La escasa acogida que tuvo en su momento se sumaba a la que había experimentado El compadre Mendoza, con lo cual la continuidad de esos empeños se ponía en seria duda. Pero hubo otra circunstancia que afectó seriamente la carrera de Vámonos con Pancho Villa, el estreno de Allá en el Rancho Grande (1936), filmada después que la anterior pero estrenada tres meses antes. El éxito de esta última contrastó significativamente con el fracaso de la otra, lo que marca un giro en la obra de Fernando de Fuentes.
No está ausente la influencia de Eisenstein en la trilogía de la Revolución, pero no la que deriva de ¡Que viva México! (1932), sino la que proviene de sus obras soviéticas. Eduardo de la Vega (2012) apela a un ejemplo muy claro en El compadre Mendoza:
[En] la sigilosa aproximación de los zapatistas a la mansión donde se celebra la boda, acción que se resuelve con encuadres cercanos a los pies de los campesinos armados, cita visual aunque en este caso con un sentido diferente a las célebres tomas a las botas de los soldados zaristas que descienden la escalinata de Odessa en El acorazado Potemkin […] Los dos principales momentos del niño Felipe y de Rosalío Mendoza que aparecen al lado de una figura de piedra prehispánica, evidente símbolo del pasado, es decir, de lo ya fallecido, es un recurso que proviene de las magistrales asociaciones metafóricas de seres humanos con esculturas y estatuas utilizadas por el mismo Eisenstein en La huelga, El acorazado Potemkin y sobre todo en Octubre. (pp. 75-76)
Esas “citas” eisensteinianas no se van a repetir en los filmes posteriores de De Fuentes.
A la vista de lo que vendría más adelante, podemos considerar a todas esas cintas como obras extrañas, insólitas e “irregulares”, no en el sentido de internamente desiguales, sino ajenas a la regularidad de los esquemas genéricos. No se condicen con lo que se experimenta en otras partes y corresponden a una etapa en la que todavía no se podía elaborar un mapa claro de tendencias más o menos organizadas en la producción comercial. En la perspectiva del tiempo se sitúan como cuerpos extraños en un panorama en el que ya se intentaba, en desorden, buscar las fórmulas de acercamiento al público, como en los melodramas del gallego radicado en México Juan Orol, al estilo de Madre querida, que impulsó el género, o de El calvario de una esposa (1936) y Honrarás a tus padres (1937). El melodrama estaba en el origen del cine sonoro mexicano, pero aún no había logrado la estabilización. Estamos todavía en lo que se considera la etapa preindustrial de esa cinematografía.
No se encuentra una tendencia similar en el panorama del cine argentino de esos años, lo que parece contradecir el estereotipo de la sociedad argentina con un grado de cultura y refinamiento muy superior en ese entonces al de la sociedad mexicana. Maranghello (2005) afirma que “a comienzos de la década de 1930, Argentina era el país con mayores inquietudes intelectuales de América Latina” (p. 69). Sin embargo, eso no repercute en el cine de los primeros tiempos del sonoro, donde más bien predomina una corriente popular y sin exigencias intelectuales. En cambio, lo que puede verse en México llama, en principio, a la sorpresa. Eduardo de la Vega (1992) señala que eso fue posible en el marco de una realidad social y política estable y que diez años antes no hubiese sido factible. De allí que prosperara entre 1933 y 1937 “una búsqueda estética que apuntaba, no a imponer una vanguardia, sino que procuraba ensayar en función de necesidades comerciales, de encontrar géneros propios” (p. 98).
Por otra parte, y aun reconociendo que existían círculos intelectuales muy activos y niveles de educación escolar y universitaria seguramente más elevados que en otras partes de la región, se puede especular que las condiciones en que surge el cine sonoro en Buenos Aires tampoco hubiesen propiciado expresiones similares a las mexicanas. Ni el marco político, con el gobierno militar dictatorial, ni el estado aún “primitivo” de la actividad cinematográfica (al margen de los logros obtenidos en la etapa silente), ni los efectos del crack de Wall Street lo hubiesen favorecido. Incluso los precedentes marcados por las películas de José Agustín Ferreyra apuntaban en la dirección de un cine popular y no hubo ningún realizador en la etapa inicial que defendiera abiertamente una elaboración formal más prolija como la de algunos que se incorporan unos pocos años después. Conviene evitar el estereotipo pues, como aquí y allá, el predominio de los sectores populares y de sus gustos, es decir, de quienes asistían a los cines, fue decisivo en la construcción del cine argentino.
A inicios de los años treinta México contaba con los estudios Chapultepec y México Films. En 1934 la productora CLASA establece sus propios estudios, aunque habrá que esperar hasta 1945, cuando se edifican los Estudios Churubusco entre la Calzada de Tlalpan y la avenida Río Churubusco, para que se instalen los más grandes de la región latinoamericana, con 180 000 metros cuadrados y doce estudios.
Un dato significativo: hasta 1935 el mercado exterior del cine mexicano estaba constituido principalmente por las salas “hispanas” de Estados Unidos y por las de Cuba. Sudamérica prácticamente no contaba (Castro Ricalde y McKee Irwin, 2011, p. 23). Hay que esperar al empujón que trae consigo el lanzamiento de Allá en el Rancho Grande para que el mercado mexicano se expanda a nivel continental y más allá. Otro tanto puede decirse de la producción argentina, casi limitada a su propio territorio y todavía con muy pocas películas que trascendieran sus fronteras. También en este caso el panorama cambia en la segunda mitad de la década.