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19. El melodrama en el código genético
ОглавлениеUna pregunta se impone a estas alturas de nuestro panorama: ¿no está el melodrama en las raíces más profundas ya no solo del cine, sino de la cultura popular latinoamericana? De entrada, hay que decir que no es, evidentemente, una casualidad que México ponga en marcha la etapa sonora con Santa y Argentina lo haga con ¡Tango!, finalmente una revista melodramática con canciones y música. Además, ¿qué canciones y qué música? Si hay un género musical popular latinoamericano librado a las pasiones melodramáticas, ese es el tango. También lo están —y cuánto— las canciones de Agustín Lara, como la que premonitoriamente se escucha en Santa, aunque sus canciones tengan un temple emocional y rítmico que no es igual al de los tangos.
Hay dos fuentes principales que se instalan entre la población latinoamericana lectora y, desde ella, entre la no lectora, hasta el advenimiento del teatro melodramático en el siglo XIX. Una es la expansión del folletín y la otra la difusión de lo que Sommer (2004) llama las novelas fundacionales. Con relación al primero, le damos la palabra a Carlos Monsiváis:
En México, como en América Latina, el melodrama se impone con facilidad en el siglo XIX. Lo promueve el auge, desde 1840, de la novela de folletín, o novela por entregas. En Lima o en México, en La Habana o en Bogotá, se lee a Enrique Pérez Escrich, Eugenio Sué, Victor Hugo, Ponson du Terrail, Michel Zévaco, Paul Feval, Alejandro Dumas, Rafael Sabatini. Semana a semana los lectores se asombran ante el cúmulo de peripecias, odian a los villanos, aman a las desdichadas heroínas. En el folletín, el melodrama prueba las fuerzas que en el teatro se duplicarán al hervir las reacciones colectivas, que son reductos individuales. La inmediatez del teatro exacerba los ánimos. (Monsiváis y Bonfil, 1994, p. 7)
Mencionamos ya las “novelas fundacionales” en la región. Algunas de las más conocidas e influyentes fueron Amalia, del argentino José Mármol, que también escribió una biografía de Manuelita Rosas; María, del colombiano Jorge Isaacs11; Martín Rivas, del chileno Alberto Blest Gana; El zarco, del mexicano Ignacio Altamirano, o Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos (escrita en el siglo XX, a diferencia de las otras, todas del siglo XIX). También Aves sin nido, de la peruana Clorinda Matto de Turner, Aura o las violetas, del colombiano José María Vargas Vila, Cecilia Valdés, del cubano Cirilo Villaverde. Estas novelas románticas, que alimentaron el imaginario de varias generaciones, contribuyen a fijar ciertos parámetros que se van a prolongar en diversas modalidades narrativas o representativas precinematográficas o coetáneas de las primeras décadas del cine. Por cierto, la novela romántica llegó a nuestros países también procedente de los Estados Unidos y de Europa en versiones traducidas al español, una parte a través de las novelas por entregas en los diarios, que aportaron a la difusión cada vez mayor del género. Parte de la historia del melodrama fílmico en México y Argentina está asociada a la adaptación de novelas y piezas de teatro de autores norteamericanos y europeos.
Sin embargo, queremos destacar ahora las que se escribieron en nuestras tierras pues se ubican en el espacio imaginario más arraigado en la región, que luego se traspone al cine. Ese espacio imaginario en el que la lengua, las tradiciones de origen español, el peso del catolicismo, sumados en ciertos casos al influjo de las culturas locales prehispánicas o de procedencia africana, se combinan para dar lugar a un resultado que hace de ellas obras intransferibles a otros contextos. Incluso los exponentes más distinguidos de la literatura gauchesca como Martín Fierro de José Hernández y más aún Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, que se inició como un folletín, participan de ese pozo melodramático tan extendido en el conjunto de las naciones de habla hispana (y portuguesa) del continente.
Algunas de esas novelas son adaptadas ya en el periodo mudo y serán objeto de nuevas versiones en el sonoro, periodo en el que también se van adaptar otras de las “novelas fundacionales”. Pero al margen de que dieran origen a adaptaciones fílmicas, esas novelas y muchas otras contribuyen más bien a instalar como uno de los motivos centrales de las ficciones narrativas regionales el de la relación amorosa desgraciada a causa de barreras o prejuicios sociales. La pareja y el universo parental están en el núcleo de la narración melodramática, que ofrece variantes y que va evolucionando a favor del protagonismo femenino: la mujer en el centro de las contrariedades de la historia. Las derivaciones son diversas, pues la mujer puede ser objeto de simpatía o compasión o también de rechazo o desprecio, a veces desdoblada en personajes contrapuestos. Como muestra del peso femenino en el orbe melodramático se podría hacer una interminable lista de nombres de mujer que pueblan los títulos de novelas, películas, radionovelas, telenovelas y canciones populares. Solo por el lado del relieve que la figura femenina adquiere en el género dentro de una sociedad fuertemente patriarcal, todavía no tocada por la independencia de las ataduras de la familia o el matrimonio ni tampoco por el feminismo o la perspectiva de género, hay un potencial analítico que hasta ahora se ha trabajado poco.
Con frecuencia, y con mayor o menor intensidad, las historias de amor se insertan en periodos de cambios políticos profundos como los que se viven en los procesos de independencia o de construcción de la nación. Como en las novelas de otras partes, y vale aquí el ejemplo de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell, donde los infortunios amorosos de Scarlet O’Hara se mezclan con el sentimiento de la derrota sudista y el desastre familiar al final de la Guerra de Secesión de la década de 1860; también eso ocurre en nuestro continente al punto de que Doris Sommer (2004) afirma categóricamente: “En América Latina el romance no distingue entre la ética política y la pasión erótica, entre el nacionalismo épico y la sensibilidad íntima, sino que echa por tierra toda distinción” (p. 41).
Las fuentes prefílmicas no están únicamente en la “literatura de salón”, por más que varias de esas obras (María, por ejemplo) fuesen precedentes de lo que hoy se conoce como best sellers y que alimentaran las ilusiones románticas de varias generaciones. Esas fuentes también están, de un modo más llano y accesible, en las novelas por entregas, en los relatos orales, en la literatura de cordel, en el teatro de variedades y otros modos escénicos; incluso en los autos sacramentales y en las escenificaciones religiosas. No es casual que las representaciones de la pasión de Cristo que se filman en México en los años cuarenta estén fuertemente filtradas por la tradición melodramática.
Sería muy sesgado limitarse a los precedentes no fílmicos del género, pues cuando el sonoro se echa a andar había un background de más treinta años de cine previo. Encontramos diversos melodramas en la etapa silente de la región, la mayor parte perdidos, pero el género se fue perfilando desde los primeros tiempos y ya podemos verlo en los cortos hechos en Francia, Inglaterra y Estados Unidos que alertaban de los peligros del alcohol, el juego y otros estímulos que pudieran alejar al esposo de la casa poniendo en riesgo la estabilidad del hogar. Luego, sin ánimo de exhaustividad, en el ciclo italiano de las divas, en los melodramas nórdicos, en varios otros franceses, alemanes y, por cierto, norteamericanos. Uno de los géneros capitales del periodo silente en Hollywood fue el melodrama y, en él, varios creadores pusieron a prueba su talento. Desde Griffith y DeMille hasta Frank Borzage, Clarence Brown y otros, sin excluir al Murnau de Amanece, al Chaplin de Una mujer de París (A Woman from Paris: a Drama of Fate, 1923), y sin más al Chaplin de casi todo lo que venía haciendo y de manera más explícita desde la etapa en que sus películas son distribuidas por la Mutual (por lo menos, desde El emigrante (The Immigrant, 1917). Esa prehistoria fílmica abona las representaciones del género no solo en los años inmediatamente posteriores al inicio de la producción silente.
El melodrama de Hollywood de modo particular siguió influyendo, en el curso de los años, en mayor medida a la producción mexicana, pero también a la argentina. Pablo Pérez Rubio (2004) recoge en su libro El cine melodramático una clasificación, que reconoce como simplificadora, según la cual:
Los años veinte estarían presididos por el folletín (modelo: Griffith); los treinta por el (mal) llamado melodrama romántico, encarnado en las figuras señeras de Frank Borzage y John M. Stahl; los años cuarenta por los women’s films; y los cincuenta por el melodrama familiar promovido por la obra de Sirk o Minnelli. (p. 147)
El melodrama romántico, tal como se muestra en Adiós a las armas (A Farewell to Arms, Frank Borzage, 1932), Imitación de la vida (Imitation of Life, John M. Stahl, 1934) o Love Affair (Thornton Freeland, 1932) experimenta un periodo de auge en los años treinta, pero no se puede prescindir de aquellos que como Stella Dallas (King Vidor, 1937) no enfatizan precisamente el sentimiento romántico, sino que ofrecen una visión disolvente de ese modelo sentimental. Por su parte, el melodrama familiar se extiende a lo largo de esas tres décadas.
Por otra parte, no hay una coincidencia exacta en la continuidad de la producción del género en los dos países de la América hispana, pero si hemos citado la clasificación de Pérez Rubio, por discutible que sea, es porque se pueden encontrar algunas correspondencias, aunque no siempre en la misma época, porque la popularidad del melodrama norteamericano arraigó en el público de nuestra región. Sin embargo también lo hizo, aunque más tarde, el melodrama italiano que se perfiló en las mismas películas neorrealistas (las de Vittorio De Sica, por ejemplo, fuertemente atadas a ese género, sea Ladrones de bicicletas [Ladri di biciclette, 1948] o Umberto D [1952]) o las que modelaron Raffaello Matarazzo y, en menor medida, Luigi Comencini y otros, con marcas inequívocamente neorrealistas, que ejercieron una influencia, principalmente por el lado argentino.
No obstante, como se verá más adelante, no todo puede explicarse a partir de las pautas del melodrama de Hollywood o del italiano, pues América Latina fue imponiendo componentes propios en un proceso en el que cuentan las propias raíces latinas prefílmicas del género, como las que luego provienen de la radionovela y de otras fuentes anteriores o coetáneas, tanto locales como extranjeras.
Uno de los atributos latinos del género está en la intensidad de la actuación.
Sólo en el desbordamiento el melodrama mexicano se reconoce. Una actuación contenida no se considera actuación, así de simple, porque no se representan personajes sino a la Naturaleza Humana, esa devastación perpetua, esa carrera al borde del precipicio en noches de tormenta. (Monsiváis, 2008, p. 128)
No es que el desborde no se encuentre en otras latitudes (el melodrama de la India es todo un tratado al respecto), mas tiene un timing propio en la región y de manera más acentuada en México, tanto así que se ha asociado el género con ese país como si se tratara de una identidad propia.