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21. Eisenstein en México

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Aunque parece no corresponder a la historia que reseñamos porque el realizador Serguei M. Eisenstein no realizó ninguna película mexicana propiamente dicha y ni siquiera pudo culminar la que quiso hacer con producción norteamericana en ese país, no es impertinente incluirlo en este apartado porque el material de ¡Que viva México!, filmada en 1931, no concluido ni tampoco montado por el célebre autor de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1925), visto en ese entonces de manera fragmentaria y organizado más adelante con diversos tratamientos, ejerció una influencia inmediata en el cine mexicano. Se considera que El tigre de Yautepec (1933) de Fernando de Fuentes, Enemigos (1934) de Chano Urueta, y ¡Ora, Ponciano! (1937) de Gabriel Soria, que se realizaron en esa misma década, reciben influencias directas de ese estilo visual tan marcado como el que se aprecia en las imágenes de ¡Que viva México! que, aunque inacabada, ofrece un ingente material que se ha estudiado y analizado en detalle. La influencia mayor en su época está en esa muestra de cine social que es Redes y, en menor grado, en Janitzio. En esta última, además de la influencia de Eisenstein, es prominente la de algunos documentales y ficciones en torno a las islas de la Polinesia, como Moana (1926) de Robert Flaherty, Tabú (1931) de Flaherty y F. W. Murnau, Sombras blancas (1928) de W. S. van Dyke y Ave del paraíso (1932) de King Vidor, tal como colaciona Julia Tuñón (2016, pp. 71-91) en su análisis del filme.

Luego, con la estabilización de los géneros, habrá que esperar casi una década para que la influencia de Eisenstein reaparezca recargada en las películas que dirige Emilio Fernández con la fotografía de Gabriel Figueroa. En ellas, especialmente en las de temática campesina o de ambientación al aire libre (Flor silvestre [1943], María Candelaria [1944], Pueblerina [1949], La perla [1947]) se configura una visualización en la que se trasmiten algunas fuentes del trabajo iconográfico que hicieron en conjunto Eisenstein y el fotógrafo Eduard Tissé.

Todo lo dicho puede parecer excesivo dado que ¡Que viva México! no solo es un filme frustrado, sino también un proyecto que se fue haciendo de a pocos, sin un guion ni un plan de producción claramente establecidos. Eisenstein no pudo concretar ningún filme en “Califórnica”, el apelativo con que designó a los estudios californianos, y por tal motivo el escritor Upton Sinclair decidió apoyar el rodaje en el país vecino de un filme “de viaje” que se titularía Vida en México (Life in Mexico). Con ese propósito fundó la Mexican Film Trust. A Eisenstein le interesaba sobremanera la posibilidad de hacer algo en un país que le atraía desde tiempo atrás. Señala Eduardo de la Vega (1997) que en ese interés del realizador nacido en Riga contó mucho la atracción y la curiosidad que generó la Revolución en diversos escritores, artistas e intelectuales, entre ellos Ambrose Bierce, John Reed, Bruno Traven, Albert Rhis Williams o Vladimir Maiakovski, quien muy probablemente atizó el interés del cineasta, como también lo hizo el pintor Diego Rivera, con quien se había reunido antes en Moscú y Nueva York (pp. 23-36).

Ya en tierra mexicana, el proyecto fue alcanzando otra dimensión y se convirtió en el rodaje de un amplio material organizado en cuatro partes o episodios: “Zandunga”, “Fiesta”, “Maguey” y “Soldadera”, a los que se sumarían una parte introductoria y otra final. Por cierto, otro gran proyecto frustrado en América Latina, al lado de ¡Que viva México!, casi tan legendario como el primero y que tenía como escenario principal Brasil y, en segundo lugar, México, It’s All True, de Orson Welles, partió igualmente de algunas ideas, sin un guion orgánico, para ser dividido también en cuatro segmentos de los que finalmente se filmaron tres, aunque no completos: “My Friend Bonito”, en México, a cargo de Norman Foster y supervisado por Welles; “Carnaval” y “Jangadeiros” (o “Four Men on a Raft”), en Brasil.

Eisenstein y su equipo filmaron buena parte del metraje previsto pero las dificultades se fueron presentando a través de todo el proceso: falta de una producción organizada, gastos que excedían el presupuesto, desorden e interferencias diversas a las que se sumó al final la exigencia del propio Sinclair ante la confusión de noticias acerca de la marcha de la filmación. Eduardo de la Vega (1997) lo resume de la siguiente manera:

Ciertamente, el rodaje de ¡Que viva México! resultó demasiado largo, conflictivo, penoso y accidentado. Una serie de malentendidos, planteamientos absurdos, formas de censura, intrigas, difamaciones, errores conscientes e inconscientes, estrategias discursivas, enemistades e intervenciones poco positivas por parte de los respectivos gobiernos de México y la URSS, dieron al traste con un proyecto monumental en el que su autor pensaba homenajear al mismo tiempo que superar los extraordinarios logros de Intolerancia (1916), la obra maestra de David W. Griffith. (p. 42)

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el paso de Eisenstein por México no fue el de una estrella fugaz que ilumina de pronto y se va. Según todos los datos de que se dispone, el cineasta soviético asimiló la influencia de artistas e intelectuales mexicanos con los que además hizo amistad (los pintores Diego Rivera y Adolfo Best Maugard, el escritor Gabriel Fernández Ledesma, el dramaturgo Adolfo Fernández Bustamante y los fotógrafos Agustín Jiménez, Manuel Álvarez Bravo y Luis Márquez). Tanto Jiménez como Álvarez Bravo fueron colaboradores en el proyecto de ¡Que viva México! y el material fotográfico de ellos, así como el de otros colegas, fue visto con mucha atención por el cineasta de Riga.

El influjo que en mayor medida se ha estudiado es el que ejercieron los célebres muralistas mexicanos. Eduardo de la Vega da cuenta de la relación de Eisenstein con la pintura muralista en el libro Del muro a la pantalla. S. M. Eisenstein y el arte pictórico mexicano (1997)12. Allí examina el enorme interés del realizador soviético por el arte plástico del país al que debió consagrarle su obra más sensual y lírica, así como los lazos que estableció con Diego Rivera y también con José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Por cierto, Eisenstein, cuya formación plástica ya era conocida, llegó con mucha información previa al país del norte de América, entre la cual se encontraba su atracción por los grabados de José Guadalupe Posada, cuyas señales de identidad se pueden reconocer en diversos encuadres de ¡Que viva México! De la Vega (1992) señala que a falta de referentes fílmicos nacionales en los cuales apoyarse, Eisenstein se apoyó en diversos y avanzados ejemplos de la plástica mexicana: el grabado de temas populares cultivado por Posada, el sobrio paisajismo de José María Velasco y las obras murales de Rivera, Orozco, Siqueiros y algunos más (pp. 37-38).

Hay que considerar la ubicación genérica de ¡Que viva México! en la obra del autor y también en el panorama de la época. No se trataba de una elaboración al modo de La huelga (Stachka, 1925), El acorazado Potemkin y Octubre (Oktyabr, 1928), inspiradas las tres en hechos históricos pero con actores y extras, notoriamente elaboradas como una reconstrucción en la que desempeñaban una función fundamental el protagonismo colectivo que se diluía en el conjunto in extremis indeterminado de personajes (en la masa), y las operaciones en la composición del encuadre, con muy escasa movilidad de cámara, así como las combinaciones del montaje. En ¡Que viva México!, al margen de que no había un guion propiamente dicho, no se proponía una reconstrucción similar sino que se apelaba a la figura del “documental con escenas reconstruidas”. Al respecto es necesario recordar que el término “cine documental” había sido conceptualizado en fecha muy reciente por el británico John Grierson (199313) y que se admitía que se trataba de un género en el que era válida la “reconstrucción”. De hecho, el cineasta que fungía hasta ese entonces como referente histórico de lo que se va a llamar documental era el norteamericano Robert Flaherty, que en Nanook el esquimal (Nanook of the North, 1922) y en Moana (1926) no se limitó a registrar la vida cotidiana en las comunidades esquimal y samoana sino que hizo que los lugareños la “vivieran” para la cámara. Es decir, no se trata de un concepto “fotográfico” del documental con un material recogido sin que medie nada entre la cámara y el objeto registrado, sino que, bien visto, es un trabajo de “puesta en escena” con los lugareños.

Algo de eso es lo que Eisenstein compone en ¡Que viva México!, concebida no a la manera ordenada y en continuidad de esos dos largos silentes de Flaherty, sino como un retablo plural en el que no solo la plástica, sino la “música visual” de Eisenstein se expandían a sus anchas. No todo fue inconcluso entre lo que hizo Eisenstein en México, pues quedó un corto de 12 minutos, Desastre en Oaxaca (conocido también como La destrucción de Oaxaca, 1931), sobre los efectos del terremoto de ese año en el estado del suroeste de ese país, que es, en rigor, el único material documental informativo en la obra del cineasta. Que sea informativo no significa que sea impersonal, aunque la inmediatez obligada del suceso más la rapidez de la filmación y la voluntad de testimoniar el acontecimiento no permitieron el despliegue de los habituales recursos visuales del cineasta. Ese corto, muy poco visto en su época, estuvo mucho tiempo fuera de circulación, hasta que lo restauró el Museo de Arte Moderno de Nueva York (De la Vega, 1997, p. 17).

Es curiosa una segunda gran similitud entre ¡Que viva México! y la película no terminada por Welles en 1942, It’s All True, y es que, así como la primera estaba concebida como una suerte de expansión personal y de encuentro con una tierra exótica para el cineasta soviético, así también lo era It’s All True para el norteamericano. Eisenstein tomaba distancia de sus obras al servicio de la construcción socialista en la antigua Rusia, por radicalmente personales que ellas fueran, mientras que Welles lo hacía a su modo de las producciones de la RKO. Así como el primero se encuentra con paisajes, seres humanos, vestimentas, objetos, rituales y celebraciones que le despiertan una “mirada lírica” muy intensa, el segundo se ve envuelto en las imágenes del carnaval carioca y en la aventura de los pescadores que durante sesenta días se trasladan del nordeste brasileño a Río de Janeiro sin instrumentos de navegación y en condiciones inclementes. Un dato adicional muy revelador en el caso de Eisenstein viene proporcionado por las diversas fotos asociadas a su estancia mexicana y al rodaje del filme: si no en todas, en casi todas ellas, el cineasta aparece distendido, juguetón, desinhibido y bromista. Ni antes ni después se vio así. Saque el lector sus conclusiones.

El influjo de Eisenstein opera en una doble vía: por un lado trasmite esas fuentes plásticas locales que incorporó en esa película inconclusa. Es decir, las imágenes de ¡Que viva México! le otorgan a esos insumos pictóricos una dimensión cinematográfica que, procesada, va a ser asimilada de una u otra manera por esas películas posteriores en las que se hace presente su influencia. En otras palabras, hasta cierto punto Posada, Velasco, Rivera y los muralistas llegan al cine mexicano a través de Eisenstein. Por otro lado, es la misma configuración expresiva de los encuadres de ¡Que viva México!, al margen de los referentes plásticos y también fotográficos, no lo olvidemos, que funcionan como un modelo del universo mexicano o, al menos, de esa porción de México retratada en ese filme elegiaco no terminado.

Gabriel Ramírez (1992) hace un balance bastante severo de la influencia de ese material fílmico en el cine mexicano:

¡Que viva México! había caído como una bomba y cada quien (De Fuentes, Bustillo Oro, Urueta, Navarro, Fernández) recibió sus respectivas esquirlas de hieratismo preciosista y de tono épico y suprahumano, que moldearían durante mucho tiempo ese cierto subestilo de cine mexicano que tanto cautivó por unos años a los jurados europeos de festivales cinematográficos. Pero todo era naturalmente una ilusión: aquel film incompleto, complicado en su composición y en su dirección, no podía crear un estilo de cine mexicano. (pp. 29-30)

A pesar de que las imágenes de ¡Que viva México! no fueron editadas por Eisenstein, se han montado varias versiones a partir de la selección de las imágenes filmadas. Así, el productor estadounidense Sol Lesser fue el responsable de Thunder over Mexico (1933), un largo de 70 minutos con materiales cedidos por el productor norteamericano del proyecto, el escritor Upton Sinclair. Asimismo, Lesser tuvo a su cargo otros dos cortos entresacados de esos materiales: Eisenstein en México y Death Day, ambos fechados en 1934. Por su parte, la periodista británica Marie Seton realizó en 1940 otro montaje de 55 minutos con el título Time in the Sun; y en 1942 se montó Mexican Symphony, de William F. Kruze. En 1958, el editor Jay Leyda ordenó en cuatro horas el material rodado sin ánimo de montarlo, mas para ofrecerlo como material de investigación, bajo el título Eisenstein’s Mexican Project. Más adelante, en 1979, el ruso Grigori Alexandrov, asistente de Eisenstein en el rodaje del filme frustrado, organizó lo que se presentó como el montaje más próximo al proyecto de Eisenstein, respetando el título original en un metraje de 90 minutos. Finalmente, el ruso Oleg Kovalov, que venía de dirigir el largo documental Serguei Eisenstein. Autobiografía, en 1996, tuvo a su cargo otro montaje de 100 minutos del material de ¡Que viva México! bajo el título Fantasía mexicana, en 1998. En todos ellos se puede ver el virtuosismo en la composición visual del autor de El acorazado Potemkin, así como la notable capacidad fotográfica de Tissé. Aún pueden aparecer otros remontajes del material original.

De cualquier manera, se tiende a considerar, con cierta exageración, que ese influjo tiene una incidencia casi decisiva en la configuración del estilo visual que define el periodo clásico del cine de ese país, como si la mano del realizador y de su dotado fotógrafo Eduard Tissé hubiesen creado el modelo estético. En esa línea y en referencia al cine de Emilio Fernández y de Roberto Gavaldón de los años cuarenta, José María Espinasa (1996) sostiene que:

La admiración primero, y después incluso la mímesis que se intentó con la estética de Eisenstein y en especial de su camarógrafo Eduard Tissé, marca ese gusto acartonado (o tal vez sería mejor decir, en el caso de Gavaldón, amarmolado) que se vería en varios de los estereotipos del cine de la época: el indio apuesto (quien lo representó mejor fue Pedro Armendáriz), el burgués elegante (Arturo de Córdova), las bellezas nativas (María Félix y Dolores del Río). (p. 112)

En cambio, frente a quienes sobrevaloran el influjo de Eisenstein en el cine mexicano, De la Vega (1991) precisa:

Eisenstein no “inventó” la estética el cine mexicano, como se ha dicho por ahí, sino que la encauzó por rumbos que tarde o temprano los cineastas mexicanos habrían de descubrir. Su aportación es más precursora que definitiva, más de maestro que de “padre” creador. (p. 29)

Es muy razonable, por cierto, la afirmación de Eduardo de la Vega, aunque igual habría que precisar que ese encauzamiento no conduce a la “estética del cine mexicano”, sino en todo caso a una de sus tendencias. Es decir, el encauzamiento impulsado por Eisenstein alcanzó solo una parte, es verdad que muy significativa, que se plasmó de manera central en la obra de Emilio Fernández, en la que se puede discutir la calificación de “estética del cine mexicano” pero no desconocer que se trató de un modelo de gran resonancia internacional. Se quiso proponer como el “modelo” de la cinematografía norteña y encontró portavoces que lo encumbraron, entonces y después, sin que se le pueda atribuir en rigor una condición ni de jerarquía, ni menos de exclusividad estética.

Más allá de las lágrimas

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