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Capítulo II

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Índice

Tenía la costumbre de andar por el jardín con una escopeta esperando que un cuervo se pusiera a tiro. Siempre había odiado a estos pájaros precavi-dos, voraces y astutos. El día referido llegué al jardín después de haber merodeado sin éxito alguno por todos los caminos (los cuervos ya me conocían y se limitaban a graznar desabridamente desde lejos) y me acerqué por casualidad a una valla muy baja, que dividía nuestra propiedad de la franja estrecha de jardín que se extendía detrás del ala derecha, a la cual pertenecía. De repente oí unas voces. Miré a través de la valla y me quedé de piedra... Vi algo insólito.

A pocos pasos, en un claro, entre matorrales de frambuesa aún verde, estaba una mujer joven, alta y esbelta, vestida con un traje rosa a rayas y con un pañuelo blanco en la cabeza. A su alrededor había cuatro hombres jóvenes, en cuyas frentes hacía estallar por turno unas florecitas grises, cuyo nombre no conozco, pero que los niños conocen muy bien.

Estas flores tienen como unas bolsitas que estallan con un chasquido al chocar contra algo duro. Los jóvenes ponían la frente con tanto entusiasmo, y en los movimientos de la muchacha (la veía de perfil) había algo tan delicado, exigente, mimoso, burlón y tierno, que casi grité de admiración y placer, y sentí que estaba dispuesto a darlo todo para que esos de-ditos encantadores hiciesen estallar una flor sobre mi frente. Se me cayó la escopeta, deslizándose sobre la hierba y me olvidé de todo. Devoraba con la vista su talle tan esbelto, su cuello, sus bellas manos, sus cabellos rubios despeinados bajo el pañuelo blanco, los ojos entreabiertos de mirada inteligente, las pestañas, sus tiernas mejillas.

-¡Oiga, joven!- dijo alguien a mi lado-. ¿Cree usted que está permitido mirar a las damas de los otros?

Tuve como una sacudida y me quedé lívido...junto a mí, al otro lado de la valla, estaba un desconocido de pelo negro muy corto, que me miraba con ironía. En ese mismo instante la joven se volvió hacia mí... Vi unos inmensos ojos grises en un rostro que ahora expresaba excitación e hilaridad. De pronto la cara se estremeció, empezó a reír, sus dientes blancos brillaron, sus cejas se elevaron en un gesto cómico... Me puse colorado, levanté del suelo la escopeta y, perseguido de una carcajada sonora, aunque no maliciosa, me escapé a mi cuarto y me tiré sobre la cama cubriéndome la cara con las manos. El corazón no dejaba de darme brincos en el pecho. Me sentía muy nervioso y alegre. Una emoción nunca experimentada me inundaba.

Cuando hube descansado, me peiné, me lavé y bajé a tomar el té. La imagen de la joven seguía per-siguiéndome. El corazón dejó de darme vuelcos, pero se contraía dulcemente.

-¿Qué te pasa?- dijo mi padre-. ¿Es que has matado un cuervo?

Estuve a punto de contárselo todo, pero no lo hice y sólo sonreí, imperceptiblemente para los de-más. Antes de acostarme, sin saber por qué, di tres vueltas sobre un pie y me di crema. Luego me acosté y dormí toda la noche de un tirón. Antes de amanecer, me desperté durante unos segundos, levanté la cabeza, miré extasiado a mi alrededor y me volví a dormir.

Obras selectas de Iván Turguénev

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