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Capítulo V

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La princesa, tal como había prometido, visitó a mi madre, pero no le cayó simpática. No estuve en la visita, pero mi madre le comentó a mi padre, cuando estábamos comiendo, que la princesa Zasequin le parecía « une femme très vulgaire», que la había cansado con sus peticiones de que intercediera por ella ante el príncipe Sergio sobre no sabía qué liti-gios y asuntos « des vilaines affaíres d'argent» y que debía ser muy chismosa. Pero mi madre también añadió que había invitado a ella y a su hija a que vinieran al día siguiente a comer (al oír «y a su hija» hundí la nariz en el plato), porque, a pesar de todo, era vecina y con título. A esto, mi padre dijo que recordaba quién era esa señora, ya que conoció de joven al príncipe Zasequin, ya fallecido, hombre de una educación esmerada, pero poco inteligente y capricho- so. Era conocido en sociedad por el apodo de « le Parisien», porque había vivido largo tiempo en París. Había sido muy rico, pero perdió toda su fortuna en el juego, y no se sabe por qué, probablemente por dinero, aunque podía haber elegido mejor- añadió mi padre y sonrió fríamente-, se casó con la hija de un oficinista y, después de casarse, se metió en ne-gocios y se arruinó definitivamente.

-Seguramente pedirá dinero prestado- dijo mi madre.

-Es muy posible- dijo fríamente mi padre-.

¿Habla francés?

-Muy mal.

-Hum... Es igual. Me parece que te he oído decir que has invitado también a la hija. Alguien me ha dicho que es una chica simpática y bien educada.

-¡Ah!, entonces no ha salido a su madre.

-Ni a su padre- contestó mi padre-. Era también una persona bien educada, pero poco inteligente.

Mi madre suspiró y se quedó pensativa. Mi padre calló. Yo me sentí muy azorado durante esta conversación.

Después de comer me fui al jardín, pero sin la escopeta. Me prometí no acercarme al «jardín de los Zasequin», pero algo más fuerte que mi voluntad me empujaba hacia aquel lugar y no sin causa. Apenas me había acercado a la valla, cuando vi a Zenaida. Esta vez estaba sola. Tenía en las manos un libro pequeño y andaba lentamente por el camino.

No advirtió mi presencia.

Casi me la dejé escapar, pero me di cuenta a tiempo y tosí, mas no se detuvo, sino que se echó hacia atrás con la mano una cinta ancha de color, azul que colgaba de su sombrero redondo de paja, me miró, sonrió apenas y otra vez volvió la vista hacia el libro.

Me quité la gorra y, demorándome un poco, me marché muy pesaroso. « Que suis-je pour elle», pensé (Dios sabe por qué) en francés.

Oí detrás de mí un sonido de pasos que conocía. Me volví, y vi que mi padre, con su rápida y li-gera manera de andar, se acercaba a mí.

-¿Es la princesa?- me preguntó.

-Sí, es ella.

-¿Es que la conoces?

-La he visto hoy en casa de su madre.

Mi padre se detuvo y girando súbitamente sobre sus talones se fue en la dirección que había venido.

Al alcanzar a Zenaida le hizo una reverencia cortés.

Ella también le contestó con una reverencia, no sin expresar cierto asombro. Vi cómo lo seguía con la vista. Mi padre siempre se vestía elegantemente, con originalidad y sencillez. Pero nunca su figura me pareció esbelta, nunca llevó con tanta distinción el sombrero sobre su cabello encrespado, que ya empezaba a caer.

Quise acercarme a ella, pero ni me miró. Levantó su libro a la altura de los ojos y se marchó.

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