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Capítulo X

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Mi verdadero suplicio empezó entonces. Me cansaba de pensar en ella, de darle vueltas y, continuamente, en la medida de lo posible, espiaba sin cesar a Zenaida. Había cambiado y eso era obvio. Se iba sola a pasear y estaba paseando durante mucho tiempo. A veces no salía a ver a sus invitados. Se pasaba horas y horas en su habitación. Antes jamás lo hacía. De pronto, me hice muy perspicaz.

-¿No será éste el elegido? ¿O el otro?- me preguntaba, mientras mi imaginación volaba de un admirador a otro. El conde Malevskiy (aunque me avergonzaba, por causa de Zenaida, confesar esto ante mí mismo) me parecía más peligroso que otros.

Mi capacidad de observación no iba más allá de la punta de la nariz. Al parecer, mi actitud reservada no pudo engañar a nadie. Por lo menos el doctor Lushin muy pronto me comprendió. Pero él también había cambiado en los últimos días. Había pa-lidecido y se reía tan a menudo como antes, pero con una risa más baja, mordaz y corta. Su suave ironía anterior y su aparente cinismo habían dado paso a una irritabilidad incontrolada.

-¿Por qué se pasa aquí las horas muertas, joven?- me dijo un día cuando nos quedamos solos en la sala de los Zasequin. (La joven princesa no había vuelto todavía y la voz estridente de su madre se oía desde el ático de la casa. Estaba regañando a la criada.)-. Usted tiene que estudiar y trabajar mientras es joven. Pero, ¿qué está haciendo?

-¿Cómo puede usted saber si trabajo o no en ca-sa?- le contesté con cierta soberbia, pero también con confusión.

-¿De qué trabajo puede usted hablar? No es eso lo que tiene en la cabeza. Bueno, no discuto... a su edad es normal. Pero lo que pasa es que su elección ha sido poco afortunada. ¿Es que no ve qué casa es ésta?

-No le comprendo- dije.

-¿Que no comprende? Peor para usted. Me veo en el deber de reprenderle. Nuestra raza, la de los viejos solterones, puede pasarse por aquí. Porque, ¿qué nos puede pasar? Somos gente curtida, no se nos atraviesa nada. En cambio, usted tiene todavía la piel muy fina. El aire de aquí resulta viciado para usted, puede contraer una enfermedad.

-¿Qué quiere decir?

-Pues eso. ¿Es que está usted sano ahora?

¿Es que es usted normal? ¿Es que lo que siente es provechoso y bueno para usted?

-Pero ¿qué siento?- respondí, aunque comprendí que el doctor tenía razón.

-Joven, joven- siguió el doctor con un severo tono de voz, como si en estas dos palabras hubiera algo muy humillante para mí- no está usted todavía para poder engañar. Porque lo que lleva dentro lo dice la cara. Pero,¿para qué hablar? Tampoco yo vendría, si no (el doctor apretó los dientes)... si no fuese un loco como usted. Lo único que me sor-prende es cómo usted, con la inteligencia que tiene, no ve lo que está pasando a su alrededor.

-¿Qué es lo que pasa?- pregunté y me replegué a la espera de sus palabras.

El doctor me miró con un aire de ironía compa-siva.

-¡ Estoy bueno yo también!- dijo como si hablase para sí-. ¡Pues sí que hay necesidad de decírselo a él!

En una palabra-añadió, levantando la voz-, el aire que se respira aquí no te conviene. Le gusta estar aquí, bueno ¿y qué? En un invernadero también se está muy bien, pero no se puede vivir allí. Oiga, há-

game caso, empiece otra vez a estudiar el manual de Kaidanov.

Entró la princesa madre y empezó a quejarse al doctor de un dolor de muelas. Luego llegó Zenaida.

-Fíjese usted, doctor- dijo la princesa-, regáñela.

Todo el día está bebiendo agua con hielo. ¿Es que es bueno esto para el pecho tan débil que tiene?

-¿Por qué hace eso?- preguntó Lushin.

-¿Y qué puede pasar?

-Que puede constiparse y morirse.

-¿De veras? Bueno, pues que así sea.

-¡Vaya...!- murmuró el doctor. La vieja princesa se marchó.

-¡Vaya...!- repitió Zenaida-. ¿Es que el vivir es tan divertido? Mire alrededor. ¿Qué me puede decir? ¿Es bueno todo lo que ve? ¿O es que usted cree que yo no lo comprendo, que no lo siento? Me gusta beber agua con hielo y usted quiere conven-cerme seriamente de que una vida así vale tanto como para no arriesgarla por un instante de placer...

no hablo ni siquiera de felicidad.

-De acuerdo. Si, el capricho y la independencia-dijo Lushin-. Estas dos palabras la definen. Todo su ser está en estas dos palabras.

Zenaida rió nerviosamente.

-Sus cartas han llegado tarde, querido doctor.

Observa usted mal, está equivocado. Es en los caprichos en lo que menos pienso ahora. Distraerme con usted, distraerme conmigo misma... ¡vaya una suerte! Y en cuanto a la independencia... monsieur Voldemar, no ponga esa cara tan triste. No aguanto que nadie se compadezca de mí- dijo y se marchó.

-Muy viciado, muy viciado está aquí el aire para usted- me dijo otra vez Lushin.

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