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Capítulo XIX

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Me vería en una situación muy difícil si me pi-dieran que contase lo que me sucedió la semana que siguió a mi expedición frustrada. Fue una temporada extraña, llena de nerviosismo, un verdadero caos en el que sentimientos opuestos, pensamientos, sospechas, esperanzas, alegrías y sufrimientos se arremolinaban en un torbellino. Me daba miedo verme por dentro, si es que un niño de dieciséis años puede mirar en su interior. Me daba miedo tomar conciencia de cualquier cosa. Simplemente procuraba vivir el día desde la mañana hasta la tarde. Pero de noche dormía, ya que la irresponsabili-dad infantil me ayudaba a ello. No quería saber si yo era amado, y no quería confesarme a mí mismo que no me querían. Trataba de no ver a mi padre, pero a Zenaida no podía dejar de verla... En su presencia sentía como si un fuego me quemase. Pero, ¿para qué necesitaba saber qué fuego era ese que me hacía arder y derretirme, si era tan dulce arder y derretir-se? Me dejaba llevar por todas las emociones y me engañaba a mí mismo. No permitía que los recuerdos me invadiesen y cerraba los ojos a lo que presentía habría de suceder en el futuro... Esta languidez no podía durar mucho... Un suceso ines-perado hizo que todo cesase y que las cosas toma-sen otro rumbo.

Cuando un día volví para comer después de un paseo bastante largo, me enteré con asombro de que comería solo, que mi padre se había marchado y que mi madre estaba indispuesta. No quería comer y se había encerrado en su dormitorio. Por la cara de la servidumbre intuí que algo extraordinario ha-bía sucedido. No me atrevía a preguntar, pero tenía un amigo, el joven cocinero Felipe- muy aficionado a los versos y que tocaba muy bien la guitarra-, a quien me dirigí. Por él supe que se había producido una disputa terrible entre mis padres (en la habitación de la servidumbre femenina se oía todo, hasta la última palabra; gran parte de la conversación fue en francés, pero Masha, la doncella de mi madre, había vivido cinco años con una modista en París y lo comprendía todo); que mi madre había acusado a mi padre de infidelidad, de relacionarse con la señorita vecina, y que mi padre intentó primero justifi-carse y luego no se pudo contener y a su vez pronunció no sé qué palabras muy crueles (parece que sobre su edad), por lo que mi madre se puso a llorar. Supe que mi madre habló de una letra de cambio extendida a favor de la vieja princesa, según decía, y que habló muy mal de ella y también de la joven señorita, y que entonces mi padre hasta la amenazó.

-Y toda esta situación- seguía Felipe- ha sido ocasionada por una carta anónima. No se sabe quién la ha escrito. Si no es así, ¿cómo hubiesen podido salir a la luz del sol cosas como éstas, si no hay razón para ello?

- Pero, ¿es que ha habido algo?- dije con dificultad, sintiendo que las manos y los pies se me he-laban y que algo en mi pecho empezaba a temblar.

Felipe hizo un guiño significativo.

Sí. Eso no hay manera de ocultarlo. ¡Cuidado que ha sido su padre cauteloso esta vez, pero siempre hay que encargar un coche o lo que sea...! No se puede prescindir en estos casos de la gente.

Dije a Felipe que se marchara y me tiré en la cama. No prorrumpí en sollozos, no me dejé llevar por la desesperación, no me pregunté cómo y cuán-do pudo ocurrir eso, no me sorprendí, como lo hubiese hecho antes, de no haber sido capaz de adivinarlo hace tiempo... Ni siquiera murmuré de mi padre. Lo que supe era superior a mis fuerzas. Esta súbita revelación me aplastó... Todo había terminado. Todas mis flores habían sido arrancadas de un tirón y yacían a mi alrededor, tiradas por el suelo y pisoteadas.

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