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Capítulo XIII

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Me sentí tan contento y orgulloso todo aquel día, conservaba tan vivo el recuerdo de los besos de Zenaida en mi cara, recordaba cada palabra suya con tal estremecimiento y éxtasis, celebraba tanto mi inesperada dicha, que hasta sentía pavor de la misma, y no quería ni siquiera ver a la causante de estas nuevas sensaciones. Me parecía que ya no de-bía pedir más al destino, que ahora había de «aspirar bien el aire por última vez y morir». En cambio, al día siguiente, al ir de visita, sentía gran nerviosismo, que en vano procuraba encubrir bajo la máscara de una fingida desenvoltura, muy en consonancia con la actitud de un hombre que quiere dar a entender que sabe guardar los secretos. Zenaida me recibió con naturalidad, sin ninguna emoción. Se limitó a amenazarme con el dedo y a preguntarme si tenía algún cardenal. Toda mi desenvoltura y aire de misterio desaparecieron en un instante y con ellos mi aturdimiento. Naturalmente, no esperaba nada extraordinario, pero la tranquilidad de Zenaida fue como un chorro de agua fría.

Comprendí que para ella era un niño y eso me afligió muchísimo. Zenaida recorría los lugares de la habitación, y me dedicaba una leve sonrisa cada vez que me miraba, pero su pensamiento estaba lejos. Esto lo veía con toda claridad... «¿Le hablaría yo mismo sobre lo de ayer?- pensé-. ¿Le preguntaría a dónde iba con tanta prisa para saberlo ya de una vez?» Pero desistí y me quedé sentado en un rincón.

Entró Belovsorov. Me alegré de su llegada.

-No le he encontrado un caballo manso de montar- dijo en tono severo dirigiéndose a Zenaida-. Freutag me habló de uno, pero no me fío. Tengo miedo.

-¿De qué tiene miedo?- preguntó Zenaida-.

Permítame que se lo pregunte.

-¿De qué? Pues de que no sabe montar. No quiera Dios que le pase algo. ¿Por qué se ha enca-prichado con esta idea?

-Eso ya es cosa mía, monsieur animal mío. Entonces se lo pediré a Piotr Vasilievich... (A mi padre lo llamaban Piotr Vasilievich. Me sorprendió que mencionase su nombre con tanta naturalidad, como si no dudara de que estuviese dispuesto a hacerle ese favor.)

-¡Ah!, entonces ¿es con él con quien quiere montar?- replicó Belovsorov.

-Con él, o con otro. Eso para usted no cuenta.

No es con usted y eso basta.

-Conmigo, no- repitió Belovsorov-. ¡Como usted quiera! ¡Qué le vamos a hacer! De todos modos, le traeré el caballo.

Tenga cuidado y no me traiga una vaca. Le digo de antemano que quiero ir de prisa.

-Vaya al trote si quiere. Con quién va a montar,

¿con Malevskiy?

-¿Y por qué no, guerrero? Bueno, tranquilícese-añadió- y no eche fuego por los ojos. Iré con usted también. Ya sabe lo que siento ahora hacia Malevskiy, ¡uf!- dijo, sacudiendo la cabeza.

-Lo dice para tranquilizarme- murmuró Belovsorov.

Zenaida entornó los ojos.

-¿Eso le consuela? ¡Oh, oh, oh, ¡guerrero- dijo, como si no hubiese podido encontrar otra palabra-.

Y usted, monsieur Voldemar, ¿vendría con nosotros?

-No me gusta ir con demasiada gente...- murmuré sin levantar la vista.

-¿Prefiere tête-à-tête? Bueno, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga- dijo-. Váyase, pues, Belovsorov, a buscar el caballo. Lo necesito para mañana.

-Bien, pero ¿de dónde saldrá el dinero?- dijo la vieja princesa.

Zenaida frunció el ceño.

-A usted no se lo pido. Belovsorov me lo fiará.

-Lo fiará, lo fiará...- gruñó la princesa y de repente gritó a pleno pulmón-: ¡Duniacha!

-Mamá, le he regalado una campanilla- objetó Zenaida.

-¡ Duniacha!- repitió la vieja.

Belovsorov se despidió y yo me fui con él. Zenaida no me pidió que me quedase.

Obras selectas de Iván Turguénev

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