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Capítulo XX

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Al día siguiente mi madre anunció que volvía a la ciudad. Por la mañana mi padre entró en su dormitorio y estuvo mucho tiempo encerrado con ella. Nadie pudo oír lo que le dijo, pero después de la entrevista mi madre ya no seguía llorando. Se tranquilizó y pidió que le trajesen de comer, pero no apareció en la sala y no revocó la orden. Me acuerdo de que estuve vagando toda la tarde, pero no entré en el jardín y no miré ni una sola vez hacia el ala de los Zasequin. Por la tarde fui testigo de un aconte-cimiento extraordinario. Mi padre llevó a Malevskiy, cogiéndolo del brazo, hasta la puerta de salida, atravesando la sala. En presencia del lacayo le dijo fríamente:

-Hace unos días que a su alteza, en una casa, le enseñaron la puerta de salida. Ahora no voy a entrar en explicaciones con usted, pero tengo el honor de comunicarle que, si me honra con su visita otra vez, lo tiraré por la ventana. No me gusta su letra. El conde se inclinó, hizo crujir los dientes, y agaza-pado desapareció.

Empezaron los preparativos del viaje a Moscú, a Arbat, donde teníamos la casa. Mi padre, por lo visto, tampoco quería permanecer más tiempo en la dacha. Pero, al parecer, supo convencer a mi madre para que no armase un escándalo. Todo se hacía con sigilo, sin prisas incluso mi madre envió a un criado para que saludase a la princesa y le comuni-case que por su estado de salud no podía verla antes de marchar. Yo vagaba como un enajenado y sólo quería una cosa: que terminase todo cuanto antes. Una cosa no lograba comprender. ¿Cómo ella, una chica joven, buena y princesa después de todo, ha-bía podido decidirse a eso, sabiendo que mi padre no era un hombre libre, y pudiendo casarse, si hubiese querido, con Belovsorov? ¿Qué era lo que ella esperaba? ¿Cómo no temió sacrificar su futuro? Sí, pensaba, eso sí que es amor, eso sí que es pasión, eso sí que es fidelidad. Y recordaba las palabras de Lushin: «¡Qué dulce es sacrificarse! ¡Dulce... para otros!» Una vez pude ver en la ventana del ala de la casa una mancha pálida. «¿Será posible que eso sea el rostro de Zenaida?», pensé... Efectivamente, era su rostro... No pude resistir más. No podía dejarla sin decirle el último adiós. Busqué una oportunidad y me fui a verla.

En la sala me recibió la vieja princesa con su saludo de siempre, indiferente y descortés.

-¿Por qué se marchan tan, precipitadamente?-dijo metiéndose rape en ambos agujeros de la nariz.

La miré y me tranquilicé. La palabra «letra de cambio» que dijo Felipe me martirizaba. No sospe-chaba nada, por lo menos así me parecía. Zenaida apareció por la habitación de al lado, vestida de negro, pálida, con el cabello suelto. Me cogió de la mano y me invitó a seguirla.

-Oí su voz- empezó- y salí inmediatamente.

¿Tan fácil era para usted abandonarnos niño malo?

-Vine a despedirme de usted, princesa- contesté-. Probablemente, para siempre. Ya habrá oído que nos vamos.

Zenaida me miró fijamente.

-Sí, lo sé. Gracias por haber venido. Pensaba que ya no lo vería jamás. No me guarde rencor. A veces lo he hecho sufrir, pero no soy como usted se imagina.

Se dio la vuelta y se apoyó en la ventana.

-De verdad que no soy así. Sé que no tiene buen concepto de mí.

-¿Yo?

-Sí, sí, usted.

-¿Yo?- repetí tristemente y mi corazón empezó a vibrar otra vez bajo la acción de su encanto irresistible e inexpresable-¿Yo? Créame, Zenaida Alexandrovna, que haga usted lo que haga, me martirice como me martirice, la querré y la adoraré hasta el fin de mis días.

Ella se volvió hacia mí rápidamente y, extendiendo las manos, abrazó mi cabeza y me dio un beso fuerte y apasionado. Sólo Dios sabe a quién buscaba ese beso largo de despedida, pero participé ávido de su dulzura, porque sabía que no se volvería a repetir: «¡Adiós, adiós!», repetía.

Me apartó y salió de la habitación. También yo me fui. No soy capaz de expresar el sentimiento con que me marché. No quisiera que se repitiese, pero me consideraría infeliz, si no lo hubiese experimen-tado nunca.

Nos fuimos a vivir a la ciudad. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que pude olvidarme del pasado y ponerme a trabajar. Lentamente mi herida se iba curando. Pero contra mi padre no tenía ningún resentimiento. Al contrario, había crecido mi estima-ción hacia él. Que los psicólogos expliquen esta contradicción como mejor puedan. Una vez iba por uno de los bulevares y topé, para gran satisfacción mía, con Lushin. Lo quería por su carácter abierto y sin doblez; además, me era caro por lo que evocaba en mí. Me fui corriendo hacia él.

-Ah- dijo frunciendo el ceño-. ¿Es usted, joven?

Déjeme que lo vea. Está todavía un poco mal de cara, pero ya no hay tristeza en los ojos. Ya parece usted un hombre y no un perro faldero. Eso está bien. ¿Trabaja?

Suspiré, No quería mentirle, pero me daba vergüenza decirle la verdad.

-Bueno, no importa- siguió Lushin-. No se de-sanime. Lo principal es vivir como Dios manda y no dejarse llevar por las pasiones. ¿Para qué? Te lleve donde te lleve la ola, siempre irás de mal en peor. El hombre tiene que estar firme sobre sus pies, aunque sólo sea encima de una piedra. Yo parece que estoy un poco enfermo. En cambio, Belovsorov... ¿pero sabe lo que le ocurrió?

-No ¿Qué ha pasado?

-Desapareció. Dicen que se fue al Cáucaso. Una lección para usted, joven. Y todo es por no saber despedirse a tiempo. Usted parece que no ha salido mal parado esta vez. Tenga cuidado, no se deje atrapar otra vez. ¡Adiós!

«No me atraparán- pensé-. No la veré jamás»

Pero quiso el destino que viese a Zenaida una vez más.

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