Читать книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev - Страница 31

Capítulo VIII

Оглавление

Índice

Al día siguiente por la mañana, cuando bajé para tomar el té, mi madre me riñó, pero menos de lo que esperaba, y me obligó a contar cómo había pasado la tarde del día anterior. Le contesté en pocas palabras, omitiendo muchos detalles y tratando de presentarlo de la forma más inocente.

-A pesar de todo, no son gente comme il faut- dijo mi madre-. No tienes por qué meter la nariz en esa casa, en lugar de preparar tu examen y estudiar.

Como sabía que las preocupaciones de mi madre por mis estudios no iban más allá de estas palabras, no creí necesario contradecirle, pero, después de tomar el té, mi padre me cogió del brazo y, sa-liendo conmigo al jardín, me hizo contarle todo lo que había visto en casa de los Zasequin.

Era extraña la influencia que tenía mi padre sobre mí, y extrañas eran nuestras relaciones. No se ocupaba en absoluto de mi educación, pero jamás me insultaba. Respetaba mi libertad hasta tal punto, que era, si se puede decir así, cortés conmigo..., sólo que no accedía a que me acercase a él. Le quería, le admiraba, me parecía un modelo de hombre, y, ¡Dios mío, con qué pasión me hubiese acercado a él, si no hubiese sentido la mano que nos separaba! En cambio, cuando quería, sabía casi instantáneamente, con una sola palabra, con un solo movimiento, inspirar en mí una confianza sin límites. En esos momentos mi alma se abría, hablaba con él sin trabas, como si fuese un amigo comprensivo, un mentor benevolente... Después me dejaba de una manera igualmente inesperada y su indiferencia volvía a se-pararme de él de un modo suave y cariñoso, pero decidido.

A veces estaba de buen humor y entonces era capaz de jugar y hacer travesuras conmigo, como si fuese un niño (le gustaba cualquier movimiento corporal que exigiese esfuerzo.) Una vez (¡una sola vez!) me acarició con tanta ternura, que faltó poco para que llorase..., pero su buen humor, junto con su ternura, desaparecieron sin dejar rastro y lo que ocurrió entre nosotros no me dio esperanza alguna para el futuro, como si todo hubiera sido un sueño. Me ponía a veces a contemplar su rostro inteligente, diáfano, de bellas facciones... y mi corazón empezaba a temblar. Todo mi ser se dirigía hacia él... parecía que comprendía lo que estaba pasando en mí. Entonces me acariciaba la mejilla y luego se mar-chaba, o empezaba a ocuparse de otra cosa, o de repente adoptaba una actitud fría, como sólo él sa-bía hacerlo. En ese mismo instante yo me quedaba helado y me replegaba sobre mí mismo.

Estos momentos de ternura hacia mí, a los que pocas veces se entregaba, nunca estaban motivados por mis súplicas, silenciosas aunque evidentes. Siempre venían de una manera inesperada. Medi-tando más tarde sobre el carácter de mi padre llegué a la conclusión de que otras cosas le impedían pensar en mí y en la vida familiar. Amaba otra cosa y supo gozar de esa otra cosa plenamente. «Coge todo lo que puedas, pero no te dejes dominar. Ser dueño de uno mismo, ése es el truco de la vida», me dijo una vez. Otra vez, en calidad de joven demócrata, me puse en su presencia a razonar sobre la libertad (ese día tenía un momento «bueno», como yo lo llamaba. Entonces se podía hablar con él de lo que fuese).

-Libertad- repitió-. ¿Sabes tú lo que puede hacer libre a un hombre?

-¿Qué?

-Su voluntad, su propia voluntad, y le dará también poder, que es mejor que libertad. Aprende a querer y así serás libre y mandarás.

Mi padre, antes que nada y más que otra cosa, quería vivir... y vivía. Quizá presentía que no dis-frutaría durante mucho tiempo del «truco» de la vi-da: murió a los cuarenta y dos años.

Le conté a mi padre con todo detalle la visita a la casa de los Zasequin. Me escuchaba medio aten-to, medio distraído, sentado en un banco y dibujan-do algo con la punta de una vara. Se reía de vez en cuando, me miraba de una manera inocente y socarrona, y me incitaba con preguntitas y objeciones. Al principio no me atreví a pronunciar el nombre de Zenaida, pero no me pude contener y empecé luego a cantar sus alabanzas. Mi padre de vez en cuando se reía. Luego se quedó pensativo, se ende-rezó y se levantó.

Me acordé de que al salir de casa había mandado que le ensillaran un caballo. Era un buen jinete y sabía domar, mucho antes que el señor Reri, a los caballos díscolos.

-¿Voy contigo, padre?- le pregunté.

-No- contestó, y en su rostro adoptó la expresión indiferente y atenta de siempre-. Vete solo si quieres, y dile al caballerizo que esta vez no salgo.

Me dio la espalda y rápidamente se marchó. Le seguí con la vista, hasta que desapareció detrás de la puerta. Vi cómo su sombrero se movía por encima de la valla: entró en casa de los Zasequin.

No estuvo allí más de una hora, pero inmediatamente después se marchó a la ciudad y no volvió a casa hasta la tarde.

Después de la comida fui yo mismo a ver a los Zasequin. En la sala encontré a la vieja princesa so-la. Al verme, se rascó la cabeza por debajo de la cofia con el extremo de la aguja de hacer punto y, sin más, me preguntó si podría pasarle a limpio una instancia.

-Con mucho gusto- contesté y me senté en el borde de una silla.

-Sólo que cuide de poner las letras lo más grandes posible- dijo la princesa, tendiéndome una hoja llena de garabatos-. ¿Podría hacerlo hoy?

-Hoy lo hago.

La puerta de la habitación contigua se entrea-brió un poco y pude ver en el hueco de la puerta el rostro de Zenaida, pálido, pensativo, con el pelo descuidadamente echado hacia atrás. Me miró con sus ojos grandes y fríos y cerró con cuidado la puerta.

-¡ Zenaida, Zenaida!- dijo la vieja.

Zenaida no contestó. Me llevé la instancia de la vieja y la estuve copiando toda la tarde.

Obras selectas de Iván Turguénev

Подняться наверх