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Capítulo IX

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Mi «pasión» empezó ese día. Recuerdo que sentí algo parecido a lo que debe sentir un hombre que ha encontrado un empleo: dejé de ser simplemente un joven adolescente para convertirme en un enamorado. He dicho anteriormente que desde aquel día empezó mi pasión. Podría añadir que mis sufrimientos también empezaron ese mismo día. Sufría en ausencia de Zenaida. Mi mente no podía fijarse en nada y todo se me caía de las manos. Durante días enteros pensaba obstinadamente en ella... Su-fría... pero en su presencia me sentía más aliviado. Tenía celos, comprendía que era poca cosa para ella, me enfadaba tontamente y tontamente me humilla-ba. A pesar de todo, una fuerza irresistible me llevaba hacia ella, y cada vez que traspasaba el umbral de su casa sentía una bocanada de felicidad. Zenaida comprendió en seguida que estaba enamorado, y yo no pensé nunca en ocultarlo. Ella se reía de mi pa-sión, jugaba conmigo, me mimaba y me hacía sufrir. Es dulce ser la única fuente, la causa tiránica e ina-pelable de las grandes dichas y de la desesperación más honda de otro ser, y yo era, en manos de Zenaida, como la blanda cera.

Hay que decir que no era el único que se había enamorado de ella. Todos los hombres que visita-ban su casa estaban locos por Zenaida y ella los te-nía a todos a sus pies. Le divertía inspirarles unas veces confianza y otras, dudas, y manipularlos según su capricho (a esto llamaba «hacer que los hombres choquen los unos contra los otros»), y ellos no pen-saban hacer resistencia y se sometían con gusto. En todo su ser, lleno de vitalidad y belleza, había una mezcla de astucia y despreocupación, de afectación y sencillez, de calma y vivacidad. Sobre todo lo que hacía o decía, sobre cada movimiento suyo lleno de fina y delicada gracia, sobre todo su ser se traslucía su fuerza original y juguetona. Su cara también cambiaba constantemente, como en un juego ince-sante: casi al mismo tiempo expresaba ironía, serie-dad y apasionamiento. Pasaban sin cesar por sus ojos y labios los más diversos, inestables y fugaces sentimientos, como sombra de nubes en un día de sol y viento.

Cada uno de sus admiradores le era necesario. Belovsorov, a quien llamaba «mi animal», o simplemente «mío», se hubiera dejado gustoso prender fuego por ella. No esperando nada de sus capacidades mentales y demás virtudes, le propuso, sin embargo, casarse con él, insinuando que lo de los otros sólo eran palabras. Maidanov respondía a la vena poética de su alma. Hombre bastante frío, como casi todos los escritores, trataba obstinadamente de convencerla-probablemente también a sí mismo- de que la adoraba. La cantaba en versos interminables y se los declamaba con entusiasmo poco natural, pero sincero. Ella le compadecía, y a la vez se burlaba un poco de él. No le creía demasiado y, después de haber escuchado atentamente sus expansiones, le obligaba a leer algo de Pushkin, para despejar el aire, como decía. Lushin, hombre mordaz, aparentemente cínico y médico de profesión, la conocía mejor que todos y la amaba más que nin-guno, aunque a sus espaldas y en presencia de ella la injuriaba. Lo respetaba, pero no le hacía ninguna concesión y, algunas veces con un deleite especial y maligno, le hacía sentir que él también estaba en sus manos.

-Soy una coqueta, no tengo corazón, soy una actriz- le dijo una vez delante de mí-. Pues bien, deme su mano, que le voy a clavar un alfiler. Sentirá vergüenza ante este joven, sentirá dolor, pero sin duda tendrá la bondad de reírse.

Lushin se sonrojó, se dio la vuelta, se mordió el labio, pero todo terminó con que le dio la mano. Le pinchó, y él, efectivamente, empezó a reírse... y ella se reía también, introduciendo bastante profundamente el alfiler y mirándole a los ojos, que él en va-no procuraba mover de un sitio a otro.

Lo que peor comprendía eran las relaciones que existían entre Zenaida y el conde Malevskiy. Este era un hombre de buen ver, hábil y listo, pero, a pesar de ser un niño a mis dieciséis años, creía adivinar en él algo falso, algo sospechoso, y me sorprendía que Zenaida no notara nada de esto. Pudiera ser que ella percibiera esa falsedad, pero no le molestaba. Una educación equivocada, extrañas amistades y costumbres, la presencia continua de su madre, la pobreza y el desorden de su casa, todo ello, empezando por la libertad de que gozaba la joven y la conciencia de su superioridad sobre los que la rodeaban, desarrollaron en ella una actitud de abandono e indolencia semidesdeñosa. Ocurría que, pasase lo que pasase, ya viniese Bonifacio a anunciar que no había azúcar, ya saliese a relucir algún chis-me desagradable, o que se peleasen los invitados, ella sólo sacudía sus rizos y decía:

-Tonterías.

Y ya no había más problema.

En cambio, sentía hervir la sangre cuando Malevskiy se acercaba a ella balanceándose como un zorro, se apoyaba con elegancia en el respaldo de su silla y empezaba a decirle algo en voz baja al lado con una sonrisita servil y autosuficiente. Ella cruza-da las manos, le miraba atentamente, sonreía y mo-vía la cabeza.

-¿Qué necesidad tiene de escuchar al señor Malevskiy?- le pregunté una vez.

-Es porque tiene un bigotito muy bonito- contestó-. Pero eso a usted no le importa.

-¿Piensa usted que le quiero?- me dijo en otra ocasión-. No, no amo a los que tengo que mirar de arriba abajo. Necesito alguien me domine... No encontraré a nadie así, si Dios quiere. No me someto a nadie. ¡Ni hablar!

-Entonces, ¿no amará usted nunca?

-¿Y es que a usted no lo amo?- dijo y me dio un golpe en la nariz con la punta del guante.

Sí, Zenaida se reía mucho de mí. Durante tres semanas la vi a diario, y ¡qué cosas no haría conmigo! Rara vez nos visitaba, pero yo no lo lamentaba: en nuestra casa se transformaba en una señorita, una joven princesa, y eso me cohibía. Temía descu-brirme delante de mi madre- a quien Zenaida no caía en gracia-, que siempre nos observaba hostil-mente. A mi padre le tenía menos miedo: parecía que no advertía mi presencia, dedicándose a hablar en algunas ocasiones con ella, pero siempre de cosas que tenían mucho sentido. Dejé de estudiar, leer y hasta de dar paseos y montar. Como un escarabajo al que le han atado la pata con un hilo, siempre daba vueltas alrededor del ala tan querida de la casa. Me habría quedado allí siempre... Pero era imposible: mi madre se enfadaba y a veces la propia Zenaida era la que me echaba. Entonces me encerraba en mi habitación o me iba al otro extremo del jardín, me su-bía a las ruinas de un alto invernadero de piedra y, con los pies colgando sobre la carretera, permanecía sentado en el muro exterior durante horas y miraba, miraba sin ver nada. Cerca de mí, sobre las ortigas cubiertas de polvo, revoloteaban con parsimonia mariposas blancas, mientras un diestro gorrión se sentaba cerca sobre un rojo ladrillo roto y piaba enfadado, moviendo el cuerpo y desplegando la cola.

Los cuervos, todavía recelosos, graznaban de vez en cuando, sentados en lo alto de la copa abierta de un abedul. El sol y el viento jugueteaban tranquilos en su escaso ramaje, mientras el repicar tranquilo y triste de las campanas del monasterio Donskoy llegaba de vez en cuando. Yo seguía sentado mirando y escuchando, y mientras todo mi ser se impregnaba de un sentimiento inenarrable, en el que estaba con-centrado todo: la melancolía, la alegría, el presentimiento del futuro, el deseo y miedo de vivir. Pero entonces no comprendía absolutamente nada de eso y no sabía llamar por su propio nombre nada de lo que bullía en mi interior. Hoy lo llamaría con un solo nombre, el nombre de Zenaida.

Y Zenaida seguía jugando conmigo, como un gato con un ratón. Unas veces coqueteaba conmigo y yo entonces me excitaba y perdía la noción del tiempo; otras veces ella se alejaba de mí y yo entonces no tenía el valor de volver a acercarme a ella o de mirarla.

Recuerdo que durante unos días estuvo muy fría conmigo. Yo, completamente acobardado, entraba sigilosamente en su casa e intentaba sentarme junto a la vieja princesa, a pesar de que precisamente entonces refunfuñaba y gritaba continuamente: sus asuntos financieros iban mal y había tenido dos dis-cusiones con el policía del barrio.

Una vez pasaba por el jardín al lado de la valla y vi a Zenaida. Estaba inmóvil, sentada sobre la hierba, la cabeza apoyada en las manos. Quise mar-charme sigilosamente, pero quedé clavado en el sitio. No la comprendí al momento. Repitió su gesto. En un instante salté la valla y corrí contento hacia ella. Pero me detuvo con la vista y me mostró un camino a dos pasos de ella. Aturdido, sin saber lo que hacía, me puse de rodillas al borde del camino. Estaba tan pálida, se traslucían cada uno de los rasgos de su rostro una melancolía tan amarga, un cansancio tan grande, que mi corazón se encogió.

Sin poder contener balbuceé:

-¿Qué le pasa?

Zenaida alargó la mano, cortó la hierba, la mordió y la tiró lejos.

-¿Me quiere mucho?- me preguntó al fin-. ¿De verdad?

No dije nada: ¿para qué tenía que decirlo?

-Sí- dijo sin dejar de mirarme-. Así es. Sus ojos lo demuestran- añadió y, quedando pensativa, se tapó la cara con las manos-. Todo me produce náu-sea- dijo en voz baja-. Me iría al fin del mundo, ya no aguanto más, ya no puedo con esto... ¿Y qué me espera después...? ¡Qué martirio, Dios mío, qué martirio!

-¿Por qué?- pregunté tímidamente.

Zenaida no me contestó, sólo encogió los hombros. Yo seguía de rodillas mirándola, invadido de tristeza. Cada palabra suya se me clavaba en el corazón. En ese instante hubiese dado con gusto mi vi-da para que no sufriera. Seguía mirándola, aunque sin comprender por qué sufría tanto, cuando se levantó de repente, en un arrebato de tristeza, y se fue del jardín y se dejó caer al suelo como si la hubiesen segado. Todo era luz y verdor alrededor. El viento murmuraba en el follaje, moviendo de vez en cuando una rama larga de frambueso sobre la cabeza de Zenaida. En algún sitio se arrullaban las palomas, mientras las abejas zumbaban volando bajo sobre la hierba. Encima dulcemente se extendía el cielo azul.

Y yo estaba tan triste...

-Recíteme algunos versos- me dijo Zenaida a media voz, apoyándose sobre el codo-. Me gusta usted cuando recita, porque parece que canta. Usted es joven. Recíteme En los montes de Georgia. Pero siéntese antes.

Me senté y recité En los montes de Georgia.

Porque no puede dejar de amar- repitió Zenaida-. Por eso la poesía es buena. Porque nos habla de lo que no hay y de que no sólo es mejor que lo que hay, sino que es más verdadero... Porque no puede dejar de amar... Quisiera, ¡pero no puede!

Quisiera, ¡pero no puede!

Se calló y de repente volvió y se levantó.

-Vámonos. Maidonov está ahora con mamá. Me ha traído su poema y lo he dejado solo. También él está disgustado ahora... ¡Qué se le va a hacer! Alguna vez lo sabrá..., pero no quiero que se enfade conmigo.

Zenaida me estrechó rápidamente la mano y se marchó corriendo a casa. Yo la seguí. Maidanov nos empezó a leer su Asesino recién publicado, pero yo no lo escuchaba. Salmodiaba con voz alta sus yam-bos, las rimas se sucedían y sonaban como cascabe-les, vacías y resonantes, pero yo seguía mirando a Zenaida y trataba de comprender el sentido de sus últimas palabras.


¿O un rival oculto

Te ha sojuzgado con alevosía?

dijo con resonancia nasal Maidanov. Mis ojos y los de Zenaida se encontraron. Ella los bajó y se sonrojó levemente. Advertí que se sonrojaba y me quedé helado del susto. Ya antes tenía celos de ella, pero ahora por primera vez la idea de que estuviese enamorada pasó como un relámpago por mi cabeza.

«¡ Dios mío, está enamorada!»

Obras selectas de Iván Turguénev

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