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Capítulo XVIII

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Me levanté por la mañana con dolor de cabeza. Las emociones de la víspera estaban lejanas. En su lugar vino una perplejidad penosa y una tristeza que antes no había conocido. Era como si algo muriese en mí.

-¿Por qué parece un conejo al que le han extraí-do la mitad del cerebro?- me dijo al verme Lushin.

Durante el desayuno miraba furtivamente unas veces a mi padre y otras a mi madre. Como siempre, él estaba tranquilo, y ella, según costumbre, en estado de secreta irritación. Esperaba que mi padre me hablase amistosamente como lo hacía de vez en cuando... Pero ni siquiera me hizo su fría caricia de todos los días. «¿Se lo cuento todo a Zenaida?- pensé-. ¡Qué más da ya! Todo ha terminado entre nosotros.» Me fui a verla, pero no sólo no le conté nada, sino que ni siquiera la pude ver como yo hubiese deseado. El hijo de la princesa, un cadete de unos doce años, había llegado de San Petersburgo para pasar las vacaciones. Enseguida Zenaida me encomendó el cuidado de su hermano.

-Aquí os presento- dijo, dirigiéndose a su hermano- a mi querido Volodia (me llamaba así por primera vez), gran amigo mío. También él se llama Volodia. Quiéralo, por favor. Todavía es un salvaje, pero tiene buen corazón. Llévelo a Nescuchnoye, pasee con él, tómelo bajo su protección. ¿Verdad que lo hará? ¡También usted es tan bueno!

Puso cariñosamente sus manos sobre mis hombros y yo me quedé desconcertado. La llegada de este niño me convertía en niño a mí también. Miraba sin decir palabra al cadete, que tan silencioso como yo me miraba a mí. Zenaida rió y nos empujó al uno hacia el otro.

-¡Dense un abrazo, niños!-. Nos dimos un abrazo.

-¿Quiere ir conmigo al jardín?- le pregunté al cadete.

-Como usted quiera- dijo él con voz silbante, enteramente de cadete.

Zenaida volvió a reír. Tuve tiempo de fijarme que nunca su rostro había tenido un color tan ma-ravilloso. El cadete y yo nos marchamos. En el jardín había un columpio viejo. Le hice sentar en una tabla estrecha y empecé a columpiarlo. Estaba sentado inmóvil, con su uniforme de paño grueso con anchas cintas doradas, agarrando fuertemente las cuerdas del columpio.

-Pero desabróchese el cuello- le dije.

-No importa, estamos acostumbrados- dijo y to-sió un poco.

Se parecía a su hermana, sobre todo en los ojos.

Me resultaba agradable ocuparme de él, pero al mismo tiempo aquel dolor sordo seguía royendo mi corazón. «Ahora, efectivamente, soy un niño- pensaba-, pero ayer...» Me acordé del sitio donde el día anterior perdí la navaja y la encontré. El cadete me la pidió, cortó un tallo grueso, se hizo un silbato y empezó a silbar. Otelo también tocó un poco el instrumento.

¡Pero cómo lloraba por la tarde ese mismo Otelo en los brazos de Zenaida, cuando encontrándolo en un rincón del jardín le preguntó por qué estaba tan triste? Las lágrimas irrumpieron con tal fuerza, que Zenaida se asustó. «¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa, Volodia?»- repetía y, viendo que no contestaba y seguía llorando, intentó, intentó darme un beso en la mejilla mojada. Pero volví la cara y dije, tratando de sofocar los sollozos:

-Lo sé todo. ¿Por qué jugó conmigo como con un juguete? ¿Qué falta le hacía mi amor

-Soy culpable ante usted, Volodia- dijo Zenaida-

. ¡Ah, soy muy culpable...!- dijo y apretó las manos-.

¡Cuánto de malo, oscuro, pecaminoso, hay en mí...!

Pero ahora no juego con usted, lo quiero. Usted mismo no puede suponer por qué y cómo... Pero...

¿qué es lo que sabe?

¿Qué podía decirle? Estaba delante de mí y me miraba. Y yo le pertenecía todo entero, desde la cabeza hasta los pies, cuando me miraba... Un cuarto de hora después ya estaba corriendo y jugando con el cadete y Zenaida. No lloraba. Reía, aunque de los párpados, un poco hinchados, caía al reírme una lágrima. En el cuello, en vez de la corbata, llevaba una cinta de Zenaida. Grité de alegría cuando pude alcanzarla. Hacía conmigo lo que quería.

Obras selectas de Iván Turguénev

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