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Capítulo VI

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Pasé la tarde y la mañana del día siguiente en un estado de triste somnolencia. Recuerdo que quise trabajar y abrí el manual de Kaidanov, pero en vano miraba las líneas del libro y pasaba las páginas del famoso manual. Por lo menos diez veces leí que «Julio César se distinguió por su valor militar», pero no comprendía nada y cerré el libro. Antes de la comida otra vez me di crema y me puse la chaqueta y la corbata.

-¿Para qué te vistes así?- preguntó mi madre-. No eres todavía estudiante y sólo Dios sabe si aprobarás. ¿Es que hace tanto que te han hecho el blusón? ¿O quieres que lo tiremos ya?

-Es que tenemos invitados- dije en voz baja, casi al borde de la desesperación.

-¡Vaya tontería! ¿Qué invitados son ésos?

Había que obedecer. Me cambié la chaqueta por el blusón, pero no me quité la corbata. La princesa madre y su hija llegaron media hora antes de comer. La vieja se había puesto encima de su vestido verde, que ya conocía, un chal amarillo y se puso una cofia pasada de moda con cintas de color chillón. Enseguida empezó a hablar de sus letras de cambio. Sus-piraba, lamentaba su pobreza, «daba la murga», pero no se andaba con ceremonias, aspiraba el rapé con el ruido acostumbrado, se revolvía sobre la silla co-mo la vez anterior. Daba la sensación de que ni siquiera le pasaba por la cabeza que era princesa. En cambio, Zenaida adoptó un aire grave, casi de superioridad, como una verdadera princesa. Su cara ad-quirió una expresión de fría inmovilidad y dignidad. No la conocía, ni reconocía tampoco su manera de mirar y sonreírse, aunque esta nueva imagen suya me parecía bellísima. Llevaba un vestido ligero de gasa con dibujos de color azul claro. El pelo le caía en bucles por las mejillas, según la moda inglesa. Este peinado le iba muy bien a la expresión fría de su cara. Durante la comida mi padre estaba sentado a su lado y daba conversación a su vecina con esa cortesía elegante y reposada que le caracterizaba. De vez en cuando la miraba y ella también, pero de una manera muy extraña, casi con hostilidad. Hablaban en francés. Me acuerdo de que me sorprendió la pureza del acento de Zenaida. En el transcurso de la comida la princesa madre seguía sin arredrarse por nada, comiendo mucho y haciendo elogios de los platos. Mi madre, al parecer, estaba ya cansada de ella y le contestaba con aire de ligero y resignado desprecio. Mi padre, de vez en cuando, fruncía el ceño. Zenaida tampoco le gustó a mi madre.

-Es una soberbia- dijo al día siguiente- ¿Y por qué presume tanto? Avec sa mine de grisette!

-Me parece que no has visto nunca a las grisettes-dijo mi padre.

-¡Gracias a Dios!

-Desde luego... Pero, ¿cómo puedes opinar de ellas?

Zenaida no me hacía ningún caso. Al poco rato de terminar la comida, la princesa empezó a despedirse.

-Confío en su protección, Maria Nikolayevna y Piotr Vasilievich- dijo, como si entonase una melo-día, a mi padre y a mi madre-. ¿Qué puede uno hacer? Tuvimos buenos tiempos, pero ya se fueron. Heme aquí, con categoría de alteza- añadió riéndose desagradablemente-. Pero, ¿de qué sirve la nobleza si no da para comer?

Mi padre le hizo una reverencia cortés y la acompañó hasta la puerta de salida. Yo estaba de pie, vestido con mi blusón corto, y miraba al suelo, como si me hubieran condenado a muerte. La actitud de Zenaida hacia mí me aniquiló definitivamente. Cuál no sería mi sorpresa, cuando, al pasar a su lado, me dijo muy de prisa en voz baja, con esa expresión cariñosa en los ojos que ya conocía:

-Venga a visitarnos hoy a eso de las ocho, ¿me oye? Venga sin falta.

Yo sólo pude expresar mi sorpresa moviendo las manos, pero ella ya se había ido, echándose sobre la cabeza un chal blanco.

Obras selectas de Iván Turguénev

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