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Capítulo VII

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A las ocho en punto, vestido con la chaqueta y peinado con esmero, entraba yo en la antesala del ala de la casa donde vivía la princesa. El criado viejo me miró hoscamente y se levantó de la silla con desgano. En la sala se oían voces alegres. Abrí la puerta y, a causa del asombro, di un paso hacia atrás. En medio de la habitación, subida sobre una silla, estaba la princesa sujetando con sus manos un sombrero de caballero. La rodeaban cinco hombres. Querían meter la mano en el sombrero, pero ella lo subía y lo agitaba. Cuando me vio, dijo en voz alta:

-Un momento, un momento. Tenemos un nuevo invitado. Hay que darle también un billete- y, saltando de la silla con agilidad, me cogió por la solapa de la chaqueta-. Vamos- dijo-, ¿por qué se queda parado? Messieurs, permítanme que les presente a monsieur Voldemar, el hijo de nuestro vecino. Aquí-dijo, dirigiéndose a mí y mostrándome por turno a los invitados- el conde Malevskiy, el doctor Lushin, el poeta Maidanov, el capitán Nirmatskiy, ya retirado, y Belovsorov, el húsar que usted ya conoce. Espero que sean buenos amigos.

Estaba tan aturdido que no saludé a nadie. El doctor Lushin resultó ser aquel señor moreno que tan despiadadamente me hizo avergonzarme en el jardín. A los otros no los conocía.

-¡ Conde!- siguió Zenaida-. Escríbale su billete a monsieur Voldemar.

-Eso no es justo- replicó el conde, con ligero acento polaco, hombre moreno, de bellas facciones, vestido con mucha elegancia, ojos castaños muy expresivos, nariz blanca y fina y un bigotito sobre una boca minúscula-. El señor no jugó con nosotros a las prendas.

-No es justo- repitieron Belovsorov y el que ha-bía sido presentado como capitán retirado, de unos cuarenta años, que tenía la cara feamente picada de viruelas, el pelo rizado como un moro, y era cargado de hombros, torcido de piernas, vestido con una chaqueta militar sin galones, que llevaba desabro-chada.

¡Escriba el billete, se lo ordeno!– repitió la princesa-. ¿Qué motín es este? Monsieur Voldemar está con nosotros por primera vez. Hoy no hay leyes para él. ¡Nada de protestar! ¡Escriba, pues así lo quiero yo!

El conde levantó los hombros, pero, inclinando sumisamente la cabeza, cogió la pluma con su mano blanca adornada con varias sortijas, cortó un trozo de papel y empezó a escribir en él.

-Por lo menos, permítame explicarle al señor Voldemar de qué se trata- empezó Lushin con voz socarrona-, porque está completamente desconcertado. Verá usted, joven, y estamos jugando a las prendas. A la princesa le toca pagar una sanción. El que saque el billete de la suerte tendrá derecho a besarle la mano. ¿Ha comprendido usted lo que le acabo de decir?

Sólo pude dirigirle una mirada. Seguía de pie, como enajenado. La princesa subió de nuevo a la silla de un salto y empezó otra vez a mover el sombrero. Todos alargaron sus manos y yo con ellos.

-Maidanov- dijo la princesa a un joven alto, en-juto de cara, de ojos pequeños miopes y pelo muy largo de color negro-. Usted, como poeta, debería ser generoso y ceder su billete a monsieur Voldemar, para que tenga dos oportunidades en vez de una.

Pero Maidanov hizo un gesto negativo con la cabeza y agitó su cabello. Yo metí último la mano en el sombrero y abrí mi billete... ¡Dios mío, lo que me pasó cuando vi escrita la palabra! «beso»!

-¡Beso!- grité sin querer.

-¡Bravo, ha ganado!- dijo la princesa-. ¡Qué contenta estoy!

Bajó de lasilla y me miró a los ojos con una mirada tan diáfana y dulce que mi corazón se estremeció.

-Y usted ¿está contento?- preguntó.

-¿Yo?- respondí apenas.

-Véndame su billete- rugió inesperadamente en mi oído Belovsorov-. Le daré cien rublos.

Contesté al húsar con una mirada que expresaba tal indignación, que Zenaida batió palmas y Lushin exclamó: ¡«Bravo»!

-Pero- siguió él-, como maestro de ceremonias, tengo la obligación de supervisar el cumplimiento de todas las reglas. Monsieur Voldemar, doble una rodilla. Esa es la costumbre.

Zenaida se plantó delante de mí, ladeó un poco la cabeza como para verme mejor y me tendió la mano con mucha dignidad. La vista se me nubló. Quise doblar una rodilla, pero caí sobre las dos. Acerqué los labios a la mano de Zenaida con tanta torpeza que me arañé un poco la punta de la nariz con una uña.

-¡Bien!- gritó Lushin y me ayudó a levantar.

El juego de las prendas seguía. Zenaida hizo que me sentara a su lado.

¡Qué castigos no inventaría! Tuvo que hacer, por cierto, de estatua y eligió como su propio pe-destal al feo Nirmatskiy. Le mandó que se y tirara al suelo y se escondiera su cara bajo el pecho. Las risas no cesaban ni un minuto. A mí, niño educado en la soledad y en el ambiente de una casa señorial seria, se me subió a la cabeza esta alegría sin convencio-nes, casi impetuosa, esta manera de relacionarme con gente desconocida. Simplemente me emborra-ché, como si hubiese bebido vino. Empecé a reírme y hablar subiendo la voz más que nadie, de manera que hasta la vieja princesa, que estaba en la habitación de al lado con un gestor de Iverskiye Vorota, a quien había llamado para pedirle consejo, salió de la habitación para verme. Pero me sentía tan feliz, que, como suele decirse, me importaba todo un bledo y no hacía ningún caso a las réplicas irónicas y mira- das de reprobación. Zenaida seguía mostrándome su predilección y no me dejaba marchar de su lado.

Durante una sanción pude estar junto a ella, cubierto con su mismo pañuelo de seda. Tenía que decirle mi secreto. Me acuerdo de cómo nuestras cabezas entraron en una penumbra sofocante, se-mitransparente y penetrada de un aroma que ma-reaba. ¡Con qué suavidad brillaban sus ojos en esta penumbra! íCómo respiraban con ansiedad sus labios semiabiertos! ¡Cómo se veían sus dientes mientras las puntas de su cabello me rozaban quemándome! Yo callaba. Ella sonreía con misterio y malicia y por fin me dijo:

-Bueno, ¿qué?

Las prendas nos cansaron y empezamos a jugar a la cuerda. ¡Dios mío! ¡Qué arrebato sentí, cuando, al distraerme, me gané un brusco y fuerte golpe en los dedos! Después intentaba adrede hacer como si me descuidaba, pero ella se burlaba de mí y no tocaba las manos que le tendía.

¡Qué no hicimos durante esa tarde! Tocamos el piano, cantamos, bailamos, representamos un cam-pamento gitano: vestimos a Nirmatskiy de oso y le dimos de beber agua con sal. El conde Malevskiy nos enseñó varios juegos malabares con las cartas y terminó barajándolas y quedándose con todos los ases en el juego del whist, por lo que Lushin «tuvo el honor de felicitarlo». Maidanov nos recitó frag-mentos de su poema El asesino (estábamos en pleno auge del romanticismo). Lo quería editar con pastas negras, con el título en letras de color de la sangre.

Robamos al tendero de Iverskiye Vorota el gorro que tenía sobre las rodillas y le obligamos, como rescate, a bailar la danza kazachoc. Al viejo Bonifacio le pusimos una cofia, y la princesa se puso un sombrero de caballero... No es posible contarlo todo.

Sólo Belovsorov no salía del rincón, donde permanecía ceñudo y enfadado... A veces sus ojos se lle-naban de sangre, enrojecía y parecía que en ese mismo momento iba a lanzarse sobre todos nosotros y que nos tiraría, como astillas, por todos los lados. Pero la princesa le lanzaba una mirada, le amenazaba con el dedo y él volvía a permanecer iracundo en su rincón.

Por fin, se nos agotaron las fuerzas. La princesa era, como ella misma decía, incansable. No le arre-draba ningún esfuerzo, pero también ella sintió cansancio y dijo que quería descansar. A las doce de la noche la cena, que consistía en un pedazo de queso ya rancio y unas empanadillas frías de jamón picado, que me parecieron más ricas que cualquier foie-gras.

Había sólo una botella de vino, cuya forma era algo rara: oscura, con el cuello dilatado, de tal manera que el vino en ella parecía tinta roja. Aunque la verdad es que nadie lo bebía. Cansado y feliz hasta la extenuación, me marché de la casa. Al despedirse Zenaida, me apretó la mano y sonrió de una manera misteriosa.

La noche lanzó su aliento pesado y húmedo sobre mi cara acalorada. Parecía que se estaba prepa-rando una tormenta. Nubes negras crecían y se extendían por el cielo, cambiando, a la vista de nuestros ojos, sus contornos de humo. El viento tiritaba impaciente en los árboles oscuros, y en al-gún lugar de la lejanía, detrás del horizonte, murmuraba en voz baja, enfadado, el trueno.

Entré en la habitación por la puerta de atrás. Mi criado dormía en el suelo y tuve que pasar por encima de él. Se despertó y me comunicó que mi madre otra vez se había enfadado conmigo y que quería enviar a alguien a buscarme, pero que mi padre la convenció para que no lo hiciera. (Yo nunca me acostaba sin despedirme de mi madre y sin pedirle la bendición). ¡No había nada que hacer!

Dije al criado que me quitaría la ropa solo y me metería en la cama y apagué la vela... Pero ni me desvestí, ni me acosté...

Me senté en la silla y estuve así sentado durante mucho tiempo como hechizado... ¡Lo que sentía era tan nuevo y tan dulce! Seguía sentado, mirando un poco hacia atrás, sin moverme, y sólo de vez en cuando me reía calladamente, recordando algo, o me estremecía al pensar que estaba enamorado, que lo que sentía era el amor. Delante de mí el rostro de Zenaida flotaba calladamente en la oscuridad. Flotaba y no acababa de pasar. Sus labios seguían son-riendo misteriosamente; sus ojos me miraban un poco ladeados, interrogantes, pensativos y cariñosos... como en el instante en queme despedí de ella.

Por fin me levanté, me acerqué de puntillas a mi cama y puse con cuidado mi cabeza sobre la almohada, sin desnudarme, como si tuviese miedo de ahuyentar con algún movimiento brusco el sentimiento que me embargaba...

Me acosté, pero ni siquiera cerré los ojos.

Pronto noté que empezaban a entrar en mi habitación unos débiles destellos. Me incorporé y miré a la ventana. El marco se distinguía ya claramente de los cristales, que emitían una tibia y misteriosa luz blan- ca. «Hay tormenta», pensé, y, en efecto, había tormenta, pero sonaba muy lejos. Apenas los truenos se oían: sólo se veían en el cielo unos rayos opacos, largos y ramificados. Mas que brillar se sacudían convulsivamente, como el ala de un pájaro mori-bundo. Me levanté, me acerqué a la ventana y estuve allí hasta la mañana del día siguiente. Los rayos no cesaban ni un solo momento. Era lo que en el pueblo llaman una noche de gorrión. Miraba ab-sorto el descampado de arena, la masa oscura del jardín Nescuchnoye, las fachadas amarillentas de los edificios lejanos, que también parecían estremecerse a cada destello... Miraba y no podía dejar de mirar: esos rayos mudos, esos destellos contenidos parecían armonizar con los estremecimientos mudos que destellaban en mi interior. Empezó a amanecer.

Manchas de color carmín anunciaban la aurora.

Conforme amanecía, los relámpagos palidecían y se hacían más cortos. Ya iban perdiendo intensidad y al fin desaparecieron ahogados por la luz del nuevo día.

También desaparecieron los destellos luminosos en mi interior. Sentí un gran cansancio y el peso del silencio... pero la imagen de Zenaida seguía volando triunfante sobre mi alma. Sólo que esta imagen pa- recía que estaba ya apaciguada. Como un cisne blanco se sacude las hierbas del pantano, así se separó ella de otras figuras prosaicas que la circunda-ban, y yo, durmiéndome ya, le rendí con mi recuerdo un culto confiado de despedida...

¡Oh, sentimientos humildes, sonidos blandos, bondad y tranquilidad de un alma conmovida, alegría diluida de las primeras devociones del amor!

¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis...?

Obras selectas de Iván Turguénev

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