Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 12

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Sí, señor, que me cuelguen si no llegué a Potts County la noche más oscura del año. Estaba tan oscuro que se me podría haber posado una luciérnaga en la nariz y ni siquiera la habría visto.

Claro que la oscuridad no me incomodaba demasiado. Me conocía de tal manera cada grieta, cada rincón de Potts County, que podía ir adonde quisiera incluso dormido. La oscuridad era más bien una ventaja para mí, y no lo contrario. De haber habido alguien levantado y merodeando, y por supuesto que no lo había a aquella hora de la noche, no habría visto adónde iba yo ni por qué me dirigía allí.

Bajé por el oscuro centro de la calle principal. Torcí al sur al llegar al final y me encaminé al río. Apenas había un rayo de luz en aquel lugar, algo así como una chispita que destacaba en la tiniebla. Supuse que procedía del burdel o, mejor aún, del pequeño embarcadero que había detrás. Los dos macarras estarían allí, lo sabía, tomando el fresco y bebiendo como cosacos.

Sin duda, se pondrían tontos en cuanto llegase yo. Respondones y obscenos, dispuestos a molestar a un tipo que siempre se había mostrado simpático con ellos.

Encendí una cerilla y eché un rápido vistazo al reloj. Apreté el paso. El vapor, el Ruby Clark, estaba a punto de pasar, y yo tenía que estar allí cuando doblase el meandro.

Había llovido mucho la semana anterior; en la parte baja del río siempre llovía mucho. La humedad había desaparecido por completo porque también da mucho el sol, pero el camino tenía socavones aquí y allá y, como iba corriendo, acabé por meter el pie donde no debía.

Me tambaleé y estuve a punto de darme una leche antes de recuperar el equilibrio. Me detuve un momento, lo suficiente para recobrar el aliento, y me di la vuelta. Agucé vista y oído, las orejas casi tiesas durante un minuto: había oído un ruido, un ruido parecido al traspiés que me acababa de dar, solo que más flojo.

Me quedé quieto como una estaca un par de minutos. Luego, al oír el ruido otra vez y al darme cuenta de lo que era, casi me eché a reír, ya más tranquilo.

Era uno de esos condenados grillos que hay por aquí. Van dando saltos, se buscan, se juntan en mitad del aire y se van de cabeza al suelo.

Si la noche es silenciosa, arman un alboroto de la hostia, y si se está tan inquieto como yo lo estaba entonces, pueden darte un susto de cuidado.

Un par de minutos después llegaba al burdel. Caminé de puntillas por el paseo que recorre el lado del local y me acerqué a la parte trasera.

Allí estaban los macarras, tal y como había supuesto. Sentados, con la espalda apoyada en los amarres, con un candil tenue y una jarra de whisky en medio. Abrieron unos ojos como platos cuando salí de la oscuridad. El que se llamaba Curly, un lechuguino de pelo muy rizado, me señaló con un dedo.

—Vaya, Nick, sabes que no tienes que acercarte por aquí más que una vez por semana. Solo una vez por semana, lo suficiente para coger tu parte y ahuecar.

—Así es —dijo el que se llamaba Moose—. Es más, somos demasiado generosos al dejarte venir aquí, aunque sea una sola vez. Tenemos que cuidar nuestra reputación, y desde luego no nos beneficia en absoluto que un tipo como tú se deje caer por aquí.

—Oye, tú —dije—, no me gusta que digas eso.

—Ojo, que no es nada personal —dijo Curly—. Es una de las tantas cosas desagradables de la vida. Eres un maleante, y no nos gusta que merodeen maleantes por aquí.

Le pregunté por qué había llegado a la conclusión de que yo era un maleante y él respondió que no podía llamarme de otra forma.

—Sacas tajada, ¿no? Te quedas un dólar de cada cinco que se recaudan.

—Tengo que hacerlo —dije—. Quiero decir que se trata casi de un deber cívico. Si yo no os sangrara un poco, seríais demasiado poderosos, y antes de que me diera cuenta, gobernaríais el condado en mi lugar.

Moose hizo una mueca de desprecio y se levantó tambaleándose.

—So payaso —dijo—, ¿quieres largarte de aquí o prefieres que te eche yo?

—Bueno, bueno —contesté—. No sé por qué te pones así. Me parece que es una forma demasiado ordinaria de hablarle a un tipo que siempre ha sido amable con vosotros.

—¿Te vas a ir o no? —Dio un paso hacia mí.

—Será mejor que lo hagas, Nick —insistió Curly levantándose también—. Nos revuelves el estómago, ¿sabes? Quizá no sea culpa tuya, pero el aire se enrarece en cuanto apareces por aquí.

Distinguí las luces del Ruby Clark en el meandro y alcancé a oír el golpeteo de las paletas mientras rodaban. Era el momento oportuno y no podía desperdiciar ni un solo segundo. Desenfundé la pistola y apunté.

—¡Qué...! —Moose se quedó petrificado, con la boca abierta para tragar aire.

—Oh, vamos, Nick —dijo Curly esforzándose por sonreír. Era la sonrisa más nauseabunda que había visto en mi vida.

Creo que hay una cosa que un hombre sabe siempre: el momento en que va a morir. Moose y Curly supieron que iban a palmarla.

—Buenas noches, gentiles caballeros —saludé—. Hola y adiós.

El Ruby Clark hizo sonar la sirena.

Cuando se desvaneció el eco, Moose y Curly estaban ya en el río con una bala entre los ojos.

Esperé en el pequeño muelle hasta que el Ruby Clark hubiera pasado. Siempre he pensado que no hay nada más bonito que ver pasar un vapor por la noche. Después, recorrí la pasarela y me dirigí a casa.

Naturalmente, cuando llegué, el Palacio de Justicia estaba a oscuras. Me quité las botas y subí por la escalera sin hacer ruido. Me metí en la cama sin despertar a nadie.

Me quedé dormido enseguida. Me desperté al cabo de un par de horas. Myra estaba a mi lado sacudiéndome.

—Nick, ¡Nick! ¿Quieres levantarte, por el amor de Dios?

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa, Myra?

Entonces oí golpes en la puerta de abajo. Habría tenido que estar sordo para no oírlos.

—Voy a ver —dije—. ¿Quién demonios será a estas horas?

—Ve y averígualo, cojones. Baja antes de que despierten al pobre Lennie.

Me quedé pensativo un momento, quieto, mientras Myra seguía sacudiéndome. Dije que no estaba seguro de si debía bajar o no, porque ¿a santo de qué iba a llamar a la puerta una persona honrada a las tantas de la noche?

—Puede que sean ladrones, Myra —insinué—. Es más, no me sorprendería que así fuera. He oído decir que roban de madrugada, cuando la gente honrada está en la cama.

—¡Imbécil! ¡Animal, estúpido, cobarde, abúlico! ¿Eres el sheriff del condado o no? —gritaba Myra.

—Bueno, podríamos decir que sí.

—¿Acaso no es tarea del sheriff encargarse de los delincuentes? ¿Eh? ¡Respóndeme, so... so...!

—Bueno, creo que a eso también podríamos decir que sí. No lo he pensado mucho, pero parece lo más sensato.

—¡Baja, baja enseguida! —barbotó Myra—. ¡Baja a mirar! ¡Baja enseguida! Si no, yo... yo...

—Pero si no estoy ni vestido —dije—. Solo llevo unos calzoncillos gastados, y no sería muy prudente bajar desnudo.

Myra bajó tanto la voz que apenas pude oírla, pero echaba fuego por los ojos.

—Nick —anunció—, es la última vez que te lo digo: o bajas ahora mismo o lamentarás no haberlo hecho. ¡Vaya si lo lamentarás!

Los golpes eran escandalosos y alguien gritaba mi nombre, uno cuya voz se parecía una barbaridad a la de Ken Lacey. Además, como Myra se había puesto como se había puesto, pensé que quizá lo mejor sería bajar a ver qué pasaba.

Saqué las piernas de la cama y me puse las botas. Me quedé pensando un ratito. Me mojé el dedo con saliva y me froté una zona un poco dolorida. Bostecé, me estiré y me rasqué los sobacos.

Myra gruñó. Cogió los pantalones y me los tiró de tal manera que las perneras me rodearon el cuello como una bufanda.

—No estarás enfadada por algo, ¿verdad, cariño? —dije mientras me desliaba los pantalones del cuello y me los ponía—. Espero que no estés molesta por algo que yo haya hecho.

No dijo nada. Empezó a hincharse como si estuviera a punto de estallar.

—Te tengo que contar un chisme —dije—. Un tipo me dijo el otro día: «Nick, tienes la madre más guapa del pueblo». Yo le pregunté que a quién se refería, naturalmente, porque mi madre lleva años enterrada. Me dijo: «Toma, pues a esa señora que se llama Myra. ¿Es que no es tu madre?». Eso dijo, cariño. Venga, ahora cuéntame cualquier cosa bonita que hayas oído sobre mí.

Myra siguió sin decir nada. Saltó sobre mí, casi maullando como un gato, las manos como garras dispuestas a sacarme los ojos.

No lo consiguió porque yo estaba esperando algo parecido. Mientras le hablaba, me había ido acercando a la puerta, de modo que, en vez de caer encima de mí, se dio contra la pared y arañó un buen cacho antes de recuperarse.

Mientras, yo bajé la escalera y abrí la puerta.

Ken Lacey se coló. Tenía los ojos como platos y jadeaba. Me sujetó por los hombros y me zarandeó.

—¿Ya lo has hecho? —preguntó—. ¡Maldita sea! ¿Has ido y lo has hecho ya?

—¿Qué... qué dices? —Intenté desasirme—. ¿Si he ido y he hecho qué?

—Lo sabes bien, maldita sea. ¡Lo que te dije que hicieras! Vamos, responde, pedazo de adoquín, o te muelo a palos aquí mismo.

Me dio la impresión de que estaba nervioso por algo, tanto que se habría desplomado entre convulsiones. Lo llevé a mi oficina y lo obligué a sentarse delante del escritorio. Abrí una garrafa e hice que tomara un trago de whisky. Entonces, cuando pareció que estaba un poco más calmado, le pregunté que qué era todo aquello.

—¿Qué crees que he hecho, Ken? Tal como te comportas, se pensaría que he matado a alguien.

—Pero ¿no lo has hecho? —preguntó, clavándome los ojos—. ¿No has matado a nadie?

—¿Matar? —dije—. ¡Toma! ¡Qué pregunta más ridícula! ¿Por qué iba yo a matar a nadie?

—¿No lo has hecho? ¿No has matado a los dos macarras que te molestaban?

—Ken, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? ¿Por qué iba yo a matar a nadie?

Suspiró largamente y se relajó por primera vez. Después de tomar otro largo trago, dejó caer la garrafa y se puso a despotricar de Buck, el suplente.

—¡Maldita sea! Espera a que le ponga la mano encima. ¡Verá lo que es bueno! Le voy a dar tantas patadas en ese sucio culo que tiene que va a tener que quitarse las botas para peinarse.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —dije—. ¿Qué ha hecho el bueno de Buck?

—Me ha metido el miedo en el cuerpo, eso es lo que ha hecho. Estaba tan nervioso y tan preocupado que tengo la cabeza como un bombo —respondió Ken maldiciendo a Buck y a todos sus muertos—. Bueno, la culpa es mía, lo admito. Sabía a ciencia cierta que era un puerco maníaco, pero como soy un tipo liberal, cerré los ojos.

—¿Cómo es eso? ¿Qué quieres decir con que sabías que era un puerco, Ken?

—Quiero decir que lo pillé leyendo un libro, eso es lo que quiero decir. Sí, señor, lo sorprendí con las manos en la masa. Se defendió diciendo que solo estaba mirando las estampas, pero me di cuenta de que mentía.

—Bueno, lo tendré en cuenta —dije—. ¡Lo tendré muy en cuenta! Pero ¿qué tiene que ver Buck con que estés aquí?

Ken me contó lo que había ocurrido.

Al parecer, al poco de dejarme, Buck había vuelto a la oficina y se había mostrado inquieto. Temía que estuviera tan fuera de mí que quisiera matar a los chulos, lo que pondría a Ken en un brete.

Según la versión de Buck —en aquella reflexión suya en voz alta—, Ken me había dicho que yo tenía que matarlos, y si yo iba y me los cepillaba, Ken sería tan culpable como yo.

Buck siguió diciendo que yo era capaz matar a los macarras, porque siempre había seguido al pie de la letra los consejos de Ken en el pasado, por descabellados que fueran. Solo entonces, cuando se percató de que le estaba mosqueando, dijo que seguramente la ley no sería demasiado severa con él, que lo más seguro era que fuera indulgente, no así conmigo, que quizá le cayeran solo treinta o cuarenta años.

El resultado de aquello fue que Ken salió de la oficina y cogió el mercancías de Red Ball a Potts County. El viaje no había sido muy cómodo porque el furgón de cola, donde se sentó, tenía una rueda rota. Dijo que tenía el culo más dolorido que el mío por el traqueteo y que lo único que quería en aquel momento era meterse en la cama.

—He soportado más de lo que un cuerpo puede aguantar en un día —dijo bostezando—. Supongo que podrás alojarme, ¿no?

Le dije que lo sentía una barbaridad, pero que no, que no podía. No teníamos ninguna cama libre.

—¡Maldita sea! —dijo con el ceño fruncido—. Bueno, bueno, en ese caso iré al hotel.

Le advertí que era un tanto difícil, ya que en Potts County no había hoteles.

—Si fuera de día, podrías echarte un rato en la Widder Shop, como hacen los viajantes de comercio, pero a estas horas lo más seguro es que no te dejen.

—Entonces, ¿dónde coño voy a dormir? —preguntó—. ¡Porque no voy a pasarme en vela toda la noche!

—Déjame pensar —dije—. Creo que solo hay un sitio, Ken, un lugar en el que podrías acostarte, aunque me temo que no podrás dormir mucho.

—Tú limítate a llevarme allí. Yo me encargo de lo demás.

—No sé si te dejarán descansar en el burdel —dije—. Mira, a las chicas les va mal el negocio últimamente y se pondrán muy pesadas. Lo más seguro es que te asedien toda la noche.

—Ya, ya —dijo Ken—. ¡Qué coño! Un tipo tiene que hacer frente a todo tipo de situaciones. ¿Son muy mayores las chavalitas?

—No, qué va. Casi todas son bastante jóvenes, de diecisiete o dieciocho años. Contrataron a una ya mayor, que pasa de los veintiuno. Esa no querrá dejar solo a un tipo, no querrá, Ken, y no sería honrado no advertirte.

Un hilo de saliva le corría por la barbilla. Se lo limpió y se levantó con mirada vidriosa.

—Lo mejor será que vaya —dijo—, que vaya en seguida.

—Te indicaré el camino. Tienes que saber algo más: se trata de los dos macarras...

—No te preocupes. Ya me ocuparé yo de ellos.

—No tendrás que hacerlo —dije—, porque no estarán. Andarán por alguna otra parte, borrachos, a estas horas, y no se despertarán hasta mediodía.

—¿Qué pasa, entonces? —Ken dio un paso impaciente hacia la puerta—. Si las chicas saben que ellos no están...

—Es que ellas no lo saben. Los chulos las han convencido de que vigilan el sitio día y noche, cosa que, obviamente, hace difícil que las chicas se relajen y disfruten. Así que...

—Ya, ya —dijo Ken—. ¡Sigue, maldita sea!

—Así que te diré lo que has de hacer en cuanto llegues. Di a las chicas que ya no hay problema con los chulos, que te has encargado de ellos y que ya no hay peligro de que husmeen por allí. Diles eso y todo irá sobre ruedas.

Asintió (y así fue, lo dijo exactamente como yo le había indicado). Después salió y cruzó el patio tan deprisa que apenas podía ir a su lado.

Llegamos a las afueras del pueblo y lo dejé en la carretera del río. A partir de allí siguió solo. Se despidió con un movimiento de cabeza. Supongo que entonces recordó sus modales, porque se dio la vuelta y fue a mi encuentro.

—Nick —dijo—, te estoy muy agradecido. Puede que no haya sido muy amable contigo en el pasado, pero no olvidaré nunca lo que estás haciendo por mí esta noche.

—Vamos, vamos —dije—. No te pongas así, Ken; tampoco yo voy a olvidar todo lo que has hecho tú por mí.

—Bueno, es igual, te estoy muy agradecido.

—Pero si es un placer. Un gran placer, de verdad.

1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida.

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