Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 17
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ОглавлениеHabía conocido a Myra en la feria regional, años atrás. Me había emperifollado a conciencia, como siempre que voy a alguna parte, y hasta el más lelo se habría dado cuenta de que iba a ver qué pillaba. Por lo menos, eso le pareció a Myra. Ella no estaba tan mal por aquel entonces y no había escatimado esfuerzos en acicalarse. No me resistí demasiado cuando se me arrimó.
Fue en la parada en la que se tiraban pelotas a la cabeza de un fulano de color; si le dabas, te llevabas un premio. Yo estaba allí porque el tipo que regentaba el tenderete me lo había pedido. Habría sido una descortesía no hacerlo, aunque no quería darle al hombre de color y lo evitaba. Oí que alguien aplaudía y me encontré con Myra, que hacía como si yo fuera el mejor tirador del mundo.
—¡Ooooh! ¡No comprendo cómo puede usted hacerlo! —dijo sonriéndome con afectación—. Por favor, ¿querría tirar unas cuantas pelotas en mi lugar, si le doy el dinero?
—Creo que no, señora —contesté—. Si no tiene inconveniente en escusarme. Es que ya me iba.
—¡Oh! —exclamó ella con desánimo, para lo que no necesitó fingir mucho, si es que os percatáis de lo que quiero decir—. Entiendo. Está usted con su esposa.
—No, de ningún modo —respondí—. No estoy casado, señora; es que no quiero darle a ese tío de color porque no me parece bien. Es más, no creo ni que sea decente.
—Me parece que dice usted eso —dijo haciendo una mueca y sonriendo con afectación— para castigarme por haberme precipitado.
Respondí que no, que de ningún modo, que había querido decir lo que había dicho.
—El trabajo de ese tipo es que le tiren pelotas, pero el mío no es tirárselas —dije—. Creo que es mejor no tener trabajo que tener uno así. Si se gana la vida recibiendo pelotazos, es porque no tiene motivos para vivir.
Myra adoptó un aire trascendente y dijo que yo era un tío profundo. Dije que a lo mejor, que no entendía demasiado de aquello; de lo que sí estaba seguro era de tener mucha sed.
—Señora, ya que no puedo hacerle el favor de tirar pelotas por usted, ¿podría invitarla a una limonada?
—Bueno... —Se movió, se sacudió, se puso nerviosa—. ¿No pensará que soy demasiado atrevida si acepto?
—No diga eso, señora —dije llevándola al tenderete de refrescos—. Usted dice que sí y ya está; no tengo por qué sacar ninguna conclusión.
Desde luego que no.
Lo que yo pensaba era que tenía un culazo tremendo y que había que hacerle un favor y pronto; si no, se le reventarían las bragas y era posible que se incendiase la feria y que cundiese el pánico entre los miles de personas que había allí, que hasta podrían sufrir un colapso, por no hablar de los daños a la propiedad privada. Solo se me ocurría una forma de evitarlo.
El caso es que no quería precipitar las cosas ni tenía ninguna necesidad de correr: iba a casarme con Amy la semana siguiente, y hasta entonces ella se había encargado de darme el biberón. Le daba vueltas y más vueltas al asunto, intentando decidir si tenía que hacer lo único en que podía pensar. Alguno dirá que no era problema mío si Myra incendiaba la feria y morían miles de mujeres y niños inocentes. Total, yo no era de aquel pueblo, aunque creo mucho en los fueros locales —ya me entendéis, los fueros regionales y todo eso—, y Myra vivía en la ciudad. Podía perjudicarme interferir en problemas locales, eso lo sabe hasta el más tonto. Allí nadie hacía nada al respecto.
La llevé a ver algunas atracciones, procurando no despegarme de ella mientras organizaba mis ideas. Montamos en el tiovivo y en otros sitios parecidos; yo la ayudaba a subir y a bajar, echándole miraditas cuando se le subía el vestido y tal. Que me ahorquen si tardé en decidirme.
Myra pareció aturdida cuando le insinué algo: tan aturdida como si le hubiera comprado una bolsa de palomitas de maíz.
—Qué cosas se le ocurren —dijo mientras se retorcía y agitaba—. Menuda idea, ir a un hotel con un extraño.
—¡Si no soy un extraño! —contesté pellizcándola—. Por dentro soy como los demás.
—¡Bicho, bicho malo! —exclamó, riéndose como una tonta—. ¡Es usted terrible!
—¡Qué va! —dije—. Aunque tampoco estaría bien hacerme el tonto.
Se rio, se sonrojó y dijo que no podía ir a un hotel.
—¡Es que no puedo! ¡De verdad que no!
—Bueno, si no puede, es que no puede —dije quitándole importancia al asunto—. Lejos de mi intención apurarla.
—Claro que... podríamos ir a mi pensión. Nadie pensaría mal si usted subiera un rato a hacerme una visita.
Subimos a un tranvía y llegamos adonde vivía ella, una gran casa blanca a unas cuantas manzanas del río. Era un lugar muy respetable, a juzgar por las apariencias, y los otros huéspedes también lo eran. Nadie levantó una ceja siquiera cuando Myra dijo que íbamos a subir a asearnos antes de salir a cenar.
Bien, señor, el caso es que apenas toqué a aquella mujer, y si lo hice, se tarda más en decirlo. Yo estaba muy salido y, bueno, quizá sí le metí mano, pero tal y como estaba, totalmente vestida, fue cabreantemente poco.
De pronto, por sorpresa, me da un empujón, me caigo al suelo y ella se pone a berrear y a llorar tan alto que se la habría oído a dos manzanas. Me levanté y procuré calmarla. Le pregunté qué coño le pasaba y quise acariciarla y tranquilizarla. Volvió a empujarme y a alborotar, con mayor brío, si cabe.
Yo no sabía qué hostias hacer, y el caso es que no tuve tiempo de nada, porque en el acto entraron a saco varios huéspedes de la pensión.
Las mujeres rodearon a Myra para calmarla y consolarla. Ella seguía chillando y sacudiendo la cabeza y no respondía cuando le preguntaban qué había ocurrido. Los hombres me miraban y preguntaban qué le había hecho. Precisamente era una de esas situaciones en que la verdad resulta increíble y las mentiras no sirven. Afortunadamente, no abundan en este valle de lágrimas.
Varios hombres me sujetaron y empezaron a sacudirme. Una de las mujeres dijo que iba a llamar a la policía, pero los hombres dijeron que no, que ellos se encargarían de todo. Me iban a dar mi merecido, dijeron, y había muchos tipos en el vecindario para echarles una mano.
La verdad es que no podía acusarlos por pensar así. Probablemente yo habría llegado a la misma conclusión al ver a Myra hecha un mar de lágrimas, con la ropa revuelta, y a mí también en bastante mal estado. Creyeron que la había violado, y cuando un tío viola a una tía en esta parte del país, apenas pasa por la cárcel. Si lo hace, no dura mucho tiempo.
A veces creo que quizá esa sea la causa de que no progresemos tanto como en otras partes de la nación. La gente pierde tantas horas de trabajo linchando a los demás y gasta tanto dinero en sogas, gasolina, alcohol y otras cosas superfluas que queda muy poco para fines prácticos.
Cuando Myra se decidió a hablar, creí que sería el invitado de honor de aquel grupo de linchadores.
—Creo... creo que el señor Corey no quería hacer nada malo —dijo mirando a su alrededor con los ojos anegados en lágrimas—. Es un hombre muy educado, lo sé, y no quería hacer nada malo, ¿verdad, señor Corey?
—No, señora, lo digo en serio —dije pasándome un dedo por el cuello de la camisa—. De verdad que no quería hacer nada malo, y no estoy mintiendo.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? —preguntó un hombre mirándome con mala cara—. Difícilmente se puede hacer algo así por casualidad.
—Bueno, no sé —dije—. No me atrevería a decir que se equivoca, pero tampoco estoy seguro de que diga usted la verdad.
Quiso darme un empujón. Pude esquivarlo, pero otro tipo me cogió por el hombro y me lanzó contra la puerta. Caí de rodillas y uno me pateó mientras otros tiraban de mí sin demasiada amabilidad para que me levantase; de pronto, quisieron sacarme a empellones de la habitación, al tiempo que intentaban darme puñetazos.
—¡Esperen! ¡Por favor, esperen! —gritó Myra—. ¡Es un error!
Aflojaron un poco y uno dijo:
—Oiga, señorita Myra, no tiene por qué preocuparse. Este puerco no lo vale.
—Pero ¡es que quiere casarse conmigo! ¡Íbamos a casarnos esta noche!
Todos se quedaron sorprendidos, y yo el primero; estaban desconcertados, pero yo no. Parecía que salía del fuego para caer en las brasas, como se dice. Había perseguido a las tías toda mi vida sin pensar que donde las dan las toman, y ahora iba a pagarlo caro.
—¿Es verdad eso, Corey? —preguntó uno dándome un codazo—. ¿Van a casarse usted y la señorita Myra?
—Bueno —dije—, así son las cosas, por lo menos así las entiendo yo. O sea que... bueno...
—¡Anda! ¡Mira, le da vergüenza! —dijo Myra echándose a reír—. ¡Se excita con tanta facilidad! Eso es lo que pasó cuando... —Se sonrojó mientras se arreglaba el vestido revuelto—. Se excitó tanto cuando le dije que sí, que me casaría con él, que... que...
Las mujeres la abrazaron y la besaron.
Los hombres me palmearon la espalda y me estrecharon la mano. Dijeron que lamentaban haber malinterpretado la situación; además, qué carajo, ¿no podía una mujer poner a un hombre en un apuro sin siquiera proponérselo?
—Caramba, Corey, si la señorita Myra no llega a aclarar las cosas, ya estaría usted colgando de una cuerda. No habría sido un final muy feliz, ¿eh?
—No —dije—. Menuda broma. Óiganme un momento, amigos. De eso del matrimonio...
—Una institución maravillosa, Corey. Se lleva usted una mujer encantadora.
—Y yo un hombre encantador. —Myra se levantó de un salto y me abrazó—. Vamos a casarnos esta misma noche porque el señor Corey no puede esperar. ¡Están todos invitados a la boda!
Daba la casualidad de que había un cura en la manzana de al lado, y allí fuimos; es decir, allí fueron todos y allí me llevaron. Myra no hacía más que tirar de mí, con el brazo colgado del mío; los demás ocupaban la retaguardia, riendo, haciendo chistes, palmeándome la espalda y espoleándome para que no me rezagara.
Procuraba quedarme un poco atrás y a todos les hacía mucha gracia. Encontraban graciosa la expresión de mi cara y se pusieron prácticamente histéricos cuando dije algo parecido a que nos estábamos precipitando y que quizá deberíamos pensárnoslo un poco.
Me recordó uno de esos pasajes que se leen en la historia antigua. Ya sabéis. Una nutrida procesión, todos riendo, pasándoselo en grande y animando al tipo al que van a sacrificar a los dioses. El tipo sabe que le darán un hachazo en la cabezota en cuanto dejen de echarle rosas, así que no tiene ninguna prisa por llegar al altar. No puede zafarse, pero tampoco puede participar en la fiesta, y cuanto más protesta, más se ríe la gente.
Así que...
Así que pensaba en eso: en un tipo que se sacrifica por algo que no vale la pena.
Supongo que hay la tira de matrimonios como el mío. Todo apariencia y nada de verdad. Todo de cara al público y ni una viruta de puertas para adentro.
Aquella noche, cuando nos acostamos... bueno, creo que en eso también nos comportamos como muchos matrimonios. Gritos, acusaciones e insultos de lo más bajo: la mujer que se ensaña con el hombre porque él es demasiado cobarde para abandonarla.
Aunque quizá yo esté un poco mosca...