Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 13
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ОглавлениеKen apareció al día siguiente a la hora del desayuno con mala cara, pálido y hecho polvo. A pesar de su aspecto, se las apañó para hacerle la pelota a Myra y cuatro carantoñas a Lennie, por lo que Myra lo trató la mar de bien. No demasiado, porque sabía que había pasado la noche en el prostíbulo —solo podía haber estado allí—, pero sí con la amabilidad que una dama demostraría a un caballero en aquellas circunstancias. Insistía en que comiera algo y Ken se excusaba continuamente dándole las gracias y diciendo que apenas tomaba nada por la mañana, que con un poco de café tenía de sobra.
—Tengo que cuidar la línea, señora —dijo—. No tengo la esbelta figura que lucen usted y su encantador hermano.
Lennie se echó a reír y le roció con saliva; le hizo gracia el cumplido, mira por dónde. Myra se ruborizó y dijo que Ken era un completo adulador.
—¿Yo? ¿Yo, adular a una mujer? —preguntó Ken—. ¡Vamos! Nunca había oído nada igual.
—¡Oh, por favor! Usted sabe que no tengo una bonita figura.
—Es posible, pero porque aún no se ha desarrollado del todo —dijo Ken—. Aún es una muchacha.
—¡Ji, ji! —rio Myra—. ¡Qué cosas tiene usted!
—Espere a ponerse un poco rellenita —dijo Ken—. Espere a tener la edad de su hermano.
¡Qué barbaridad! Semejantes halagos ponen en evidencia a un hombre, aunque este solo quiera resultar amable. Precisamente eso es lo que pasaba con Ken. Obviamente, estaba meando fuera de tiesto, y a la vista estaba que había llegado al límite. Por suerte, en aquel momento parece que Myra pensó que estaba dándole demasiada confianza a Ken y que se estaban metiendo en el terreno de las picardías, así que de pronto adoptó una actitud fría y se puso a limpiar la mesa. Ken dijo gracias y adiós, y me lo llevé a la oficina.
Le tendí una botella de litro de whisky blanco. Dio un trago largo, larguísimo, hizo gárgaras, tragó y se arrellanó en la silla. La frente se le cubrió de sudor. Se estremeció de arriba abajo y la cara se le puso un poquito más pálida. Durante un minuto, pensé que se iba a poner malo; aquellas mentiras y aquellos cumplidos a Myra tenían que haberle dejado destrozado. De pronto, le volvió el color a la cara y dejó de sudar y temblar. Lanzó un suspiro largo y profundo.
—¡Cojones! —dijo suavemente—. Lo necesitaba.
—No se puede montar con un solo estribo —dije—. Tómate otro, Ken.
—¡Al diablo! Al diablo, Nick. Me da lo mismo.
Dio un par de tragos más y dejó la botella por la mitad. Dijo que se le estaba haciendo tarde. Yo le contesté que se tomara el tiempo que quisiera, porque no podría coger un tren de vuelta hasta pasadas dos horas.
Estuvimos sin abrir el pico un par de minutos. Me miraba, apartaba los ojos y en la cara se le reflejaba una expresión de vergüenza hipócrita.
—Un chico guapísimo, tu cuñado —dijo—. Sí, señor, guapísimo.
—Está como una chota —dije—. Vamos, que el tarro no le funciona muy bien.
Ken asintió y dijo que ya, ya, que se había dado cuenta.
—A algunas mujeres eso no les importa demasiado, ¿no te parece, Nick? Me refiero a mujeres mucho mayores que uno, y feas, de las que aguantan lo que les echen.
—No entiendo mucho de eso —repuse—. No me atrevo a decir que te equivocas, aunque tampoco puedo darte la razón.
—Será porque no eres muy brillante —dijo Ken—. Vaya, apostaría a que hay una mujer en este pueblo que preferiría estar con Lennie antes que estar contigo. No quiero decir que no seas un tipo atractivo, sino que probablemente no tengas un manubrio tan largo como él... Me han dicho que los retrasados la tienen como sementales. Y claro...
—Oye, mira, yo no sé mucho de eso —dije—. Nunca he tenido quejas en ese sentido.
—¡Cierra el pico cuando hablo! ¡Cierra el pico y con suerte aprenderás algo! Iba a decirte que lo demás da igual, cosa que dudo muchísimo en tu caso, porque todos los retrasados tienen un cipote con el que podrías saltar a la comba, pero..., pero que, a pesar de todo, una mujer puede preferir mojar con un chalao en vez de con un tipo normal. Así no tiene que hacer el paripé, ¿te das cuenta? Ella llevará las riendas y podrá hacerle las mil perrerías. Tendrá lo que quiere.
Me rasqué la cabeza y dije que bueno, que era posible, pero seguía pensando que se equivocaba en lo tocante a Lennie.
—Sé de buena fuente que en este pueblo no hay ni una sola tía que lo aguante. Fingen que sí para que Myra no se vuelva contra ellas, pero sé que a todas les da asco.
—¿A todas?
—A todas. Salvo a Myra, claro, porque es su hermana.
Ken lanzó una breve carcajada y se llevó la mano a la boca. Luego hizo lo posible por comportarse. Sus palabras se tornaron más moderadas, pero no pudo cambiar de tema.
—Lennie y tu mujer no se parecen demasiado. Nadie pensaría que son hermanos.
—Tienes razón —asentí—, aunque nunca me había parado a pensarlo.
«Sí lo había pensado. Sí, señor, lo había pensado muchas veces».
—¿Conocías a Lennie antes de casarte? ¿Sabías que ibas a tener por cuñado a un retrasado?
—Pues no. Ni siquiera sabía que Myra tuviera un hermano hasta después de la boda. Fue una sorpresa.
—Ya, ya —dijo Ken dando un bufido—. No te extrañe si alguna vez te llevas otra sorpresa, Nick. No, señor, no te sorprendas ni un pelo.
—¿Qué? —dije—. ¿Qué quieres decir, Ken?
Sacudió la cabeza sin responderme y se echó a reír. También me reí yo.
Era una broma buenísima, daos cuenta, y la víctima era yo. A lo mejor no podía hacer nada al respecto por el momento, pero suponía que ya me llegaría el momento de actuar.
Ken tomó otro par de tragos nada cortos. Me levanté y dije que quizá sería mejor que nos fuésemos.
—Daremos un paseo hasta la estación. Me gustaría presentarte a unos tipos. Les encantará conocer a un sheriff de capital como tú.
—Venga, vamos allá —dijo Ken, que se tambaleó al levantarse—. Seguro que están locos por conocer a un tío de verdad en una mierda de pueblo como este.
—Diles que te has ocupado de los dos macarras —sugerí—. Se quedarán muy impresionados cuando te oigan decir que les has plantado cara y les has dado su merecido.
Me miró parpadeando como una lechuza. Dijo que qué macarras, que de qué mierda estaba yo hablando. Le dije que de los chulos de los que le había advertido por la noche: los dos que podían haberle molestado.
—¿Sí? —dijo—. ¿De verdad me dijiste eso?
—¿No me dirás que aguantaste mecha? —dije—. ¿Que Ken Lacey besó el suelo que pisaban unos chulos de mierda?
—¿Eh? ¿Qué? —Se frotó los ojos—. ¿Quién dice eso?
—Ya sé que no fue así —dije dándole una palmada en la espalda—. Ken Lacey, el sheriff más valiente y más listo de todo el estado, no haría eso nunca.
—Bueno. La verdad es que hablaste mucho anoche, Nick. Vaya sí lo hiciste, sí, señor. No lo pudiste evitar.
—A otro no le habría dejado ir, pero sabía que tú les plantarías cara a los chulos si te iban con pistolas y navajas. Sabía que les harías lamentar haber nacido.
Ken apretó la mandíbula, como el William S. Hart ese que sale en las películas. Echó los hombros atrás y se irguió o, mejor aún, se enderezó lo que pudo con aquellas piernas que se le doblaban por tanto whisky como llevaba encima.
—¿Qué les hiciste, Ken? —le pregunté—. ¿Cómo les bajaste los humos?
—Yo, esto... bueno, los puse en su sitio, eso es. —Me hizo un guiño de lado—. Yo, ¿sabes?, yo, ¡hip!, los puse en su sitio.
—Magnífico. ¿Los pusiste en su sitio de verdad de verdad, Ken?
—Con dos cojones, sí, señor. No se les ocurrirá molestar a nadie nunca más.
Miró a su alrededor en busca de la botella de whisky. Le advertí que la tenía en la mano, dio otro par de tragos y acto seguido levantó la botella para mirarla a contraluz.
—¡Coño! Que me aspen si no me he metido un litro entero de whisky.
—¿Qué más da? —dije—. Si apenas se te nota. —Lo más gracioso fue que dejó de notársele de repente.
Lo había visto borracho otras veces y sabía cómo le sentaba el whisky. Un poquito de alcohol, medio litro más o menos, y cogía una borrachera de campeonato. Vamos, que se le notaba, pero cuando rebasaba esa cantidad —sin sobrepasar un límite, claro—, parecía completamente sobrio. Dejaba de tambalearse, no se le trababa la lengua y, en general, dejaba de hacer tonterías. Por dentro estaría como una cuba, pero no lo denotaba su aspecto exterior.
Se acabó lo que quedaba de whisky y nos dirigimos a la estación de ferrocarril. Se lo presenté a todo el que nos encontramos, es decir, a casi toda la población. Él sacaba pecho y le contaba a todo el mundo cómo había puesto en su sitio a los dos macarras. Es más, se limitaba a decir que se había encargado de ellos.
—No importa cómo —decía—. Eso es lo de menos. —Guiñaba el ojo, cómplice, y todos se quedaban la mar de impresionados.
Acabamos la presentación multitudinaria alegando que faltaban un par de minutos para que el tren saliera. Cuando llegamos a la estación, nos estrechamos la mano y, antes de darme cuenta de lo que hacía, me eché a reír.
Me dirigió una mirada suspicaz. Me preguntó que de qué me reía.
—De nada —respondí—. Pensaba en lo gracioso que fue que llegaras anoche corriendo a mi casa pensando que yo podía haber matado a los macarras.
—Ya —dijo con una mueca de resentimiento—. Muy gracioso. Imagínate, un tipo como tú matando a otro.
—Espero que ni se te pase por la cabeza, ¿eh, Ken? ¿Verdad que no? ¿Verdad, Ken?
Dijo que no, no, sin duda, que aquello estaba claro.
—Si hubiera parado de comerme el tarro en vez de dejar que el malnacido de Buck me sacara de mis casillas...
—En cambio, no es difícil imaginarte a ti quitándolos de en medio, ¿verdad, Ken? Tú los matarías como si nada.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué quieres decir? ¿Que yo...?
—No es difícil imaginarlo, ¿no te parece? Prácticamente se lo has insinuado a un montón de gente.
Me miró y parpadeó. Entonces comenzó a sudarle la cara otra vez y de la comisura de los labios le brotó un hilillo de saliva. El miedo le brilló en los ojos.
En ese momento se dio cuenta de la situación en que se encontraba. La certeza se abrió paso entre el litro de alcohol y le dio en la conciencia con mano dura.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Maldito seas! —dijo—. No eran más que palabras. ¡Sabes perfectamente que solo estaba pavoneándome! ¡Ni siquiera vi a los macarras anoche!
—No, señor, apuesto a que no. —Sonreía bonachonamente—. Apostaría un millón de dólares a que no.
—Tú... tú... —Tragó saliva—. ¿Quieres decir que los mataste tú?
—Quiero decir que sé que eres un hombre de palabra —contesté—. Si tú dices que no viste a los macarras, es porque no los viste. Pero tal vez otros no piensen así, ¿no te parece, Ken? Si aparecen los cadáveres de los macarras en alguna parte, todos creerán que los mataste tú. Tal como están las cosas, es difícil pensar otra cosa.
Soltó una maldición e intentó ponerme la mano encima. No me moví, sonriéndole, y bajó la mano lentamente hasta dejarla junto al costado.
—Es así, Ken —asentí—. Así están las cosas. Lo único que puedes hacer es esperar. Esperar, si alguien mata a los macarras, que nadie encuentre nunca los cadáveres.
Llegaba un tren.
Esperé hasta que se detuvo. Ken parecía demasiado aturdido para subir, así que tuve que ayudarle.
—Otra cosa, Ken —dije, y se volvió para mirarme desde el escalón—: Si yo fuera tú, sería más simpático con Buck. Fíjate que se me acaba de ocurrir la graciosa idea de que le caes un poco gordo. Yo no le volvería a decir que vaya a picotear mierda de caballo con los pájaros.
Se dio la vuelta y subió a la plataforma.
Yo me fui al pueblo.